Diálogos Exiliados (18): De grandes acontecimientos y de gente común

Comisionado por el INA a cubrir las elecciones legislativas francesas de 1978 desde una perspectiva personal, Raúl Ruiz se vio puesto en un dilema: ¿quién es este cineasta al que le están pidiendo este encargo? ¿Soy yo o una de las tantas máscaras que he usado en mis filmes anteriores? Las infinitas variedades de la propia perspectiva, la forma de abordar un suceso real y los límites del documental como género comenzaron a chocar en su cabeza, e hicieron explosión.   

De grandes acontecimientos y de gente común (1979)

 

Quintín: Como había ocurrido en algún momento de su obra chilena, este es uno de esos períodos en la carrera de Ruiz en los que pareciera que hay tres o cuatro directores distintos firmando con el nombre “Raúl Ruiz”, no solo por lo prolífico sino porque se trata de películas completamente distintas. En particular, Coloquio de perros, La hipótesis del cuadro robado y este film parecen obras de personas diferentes o, al menos, películas muy distanciadas en el tiempo. Ruiz no es como Picasso, no tiene un período azul sino todos los períodos a la vez. 

Christian Ramírez: Tal vez lo más impresionante es que esta avalancha de material se produce en el lapso de un año y medio. Desde el Coloquio de perros hasta De grandes acontecimientos es casi un triple salto mortal, tanto en términos de tema como de paleta artística. 

Alejandra Pinto: Se los comenté la semana pasada o la anterior, ¿no? Este joven -a los 37, Ruiz aún es joven, creo yo- refuerza la impresión de que no importa cuánta exposición o entrenamiento tengas respecto de su obra, siempre te puede pegar con algo nuevo. Esa costumbre de descubrir la “mano del director”,aquí no me funciona. 

R: Es que con Ruiz la teoría del autor clásica no funciona a la manera en que comúnmente se la entiende. Adrian Martin escribe que en algún momento de su carrera, y la verdad cuando ya no era tan joven, Ruiz descubre que su verdadero padre artístico es Edgar G. Ulmer, un director europeo que no tuvo la misma suerte en Hollywood que otros expatriados como Billy Wilder o Fritz Lang. Ulmer rara vez consiguió filmar para estudios grandes, pero aún así hizo de todo: desde filmes para la comunidad sefardí en Nueva York y cortos de salud pública, hasta producciones en clave noir o terror, como Detour y El gato negro. Igual que Ulmer, el Ruiz de fines de los años 70 parecía trabajar en lo que fuera, sin perder nunca su curiosidad. Y desde ahí que emerge esta película.

Q: Es que Ruiz es, en realidad, un autor en el sentido más cahierista del término: no siempre elige sus temas, sus actores, sus técnicos y sus contenidos sino que se inspira particularmente con los encargos, como en este caso. Cada encargo es para Ruiz un desafío y una invitación a proseguir por un camino que ahora está empezando a verse más claro: una indagación sobre los principios y las formas del cine, que lo conducen casi siempre a una negación de lo que se había hecho hasta ese momento. De grandes acontecimientos es una especie de impugnación del género documental y una invitación a darlo vuelta como una media.

P: Esta película también es un encargo, ¿verdad? Como había sido Las divisiones de la naturaleza. ¿Estaba planificada en un inicio como un documental informativo? ¿Cuál era el tenor de este asunto, inicialmente? En el libro de Cuneo se señala que era una de varias películas sobre las elecciones de ese año, que podían llevar a la izquierda al gobierno. 

R: Es otro de los filmes realizados por encargo del INA, sólo que esta vez hay una “trampa”: se le pide a Ruiz que, de cara a las inminentes elecciones legislativas (la elección de la asamblea nacional), haga un documental desde su propia perspectiva, la de un exiliado chileno que vive en el distrito XII. Básicamente, le piden que sea “él mismo”, algo que -según dice en la entrevista que le concedió a Ian Christie y Malcolm Coad, en 1981- le causó mucha gracia, porque ya se había acostumbrado a ponerse muchos sombreros y adoptar perspectivas distintas. En la misma entrevista dice que, puesto en el trance de cumplir esta solicitud, tuvo que calzarse un disfraz más: el del realizador que, por fin, tiene un momento personal para reflexionar sobre su oficio. Porque eso es lo que ocurre. La película comienza como un documental cualquiera, con gente frente a la cámara dando su testimonio de cómo vive inserta en su comunidad, pero a los pocos minutos nos damos cuenta que hay más de una voz en off (tal como en La hipótesis del cuadro robado), alcanzamos a escuchar a Ruiz haciéndoles preguntas a sus vecinos, lo vemos incluso de espaldas y de cara a la iglesia del barrio, pero aún así el personaje del director se siente elusivo, casi como escondiendo su presencia.

P: No sé si se está escondiendo. De hecho, creo que esta misma idea de tomar distintas voces y ponerse sombreros diferentes es también para hacer visible su manipulación del tema. La idea de hacer una película que deconstruye su propia la narrativa es una manera muy sagaz de hacernos entender que, aunque no lo veamos directamente, él siempre está ahí. 

Q: De entrada, la película tiene una estructura engañosa. Empieza con una compleja panorámica filmada sobre el patio del edificio en el que vive Ruiz (una cita a La ventana indiscreta). La cámara se detiene sobre una chica que dice un par de trivialidades sobre el barrio, después se eleva, da una vuelta y nos muestra el interior de otro departamento donde un joven contesta otra pregunta, como si el realizador hubiera corrido de un lugar a otro mientras la cámara se desplaza, al más puro estilo Keaton. Como dice Alejandra, Ruiz siempre está allí, incluso duplicado. Obviamente, ese plano no tiene nada que ver con un reportaje sobre la opinión de los habitantes del XII sobre las elecciones: está completamente planificada y hasta los textos parecen ensayados.

R: Y al hacerlo rompe, en el inicio mismo, la ilusión del documental. Da la sensación de que el INA le está encargando en una suerte de docu para el aquí y el ahora, un clásico registro de cine directo en la mejor tradición de Crónica de un verano (Edgar Morin y Jean Rouch, 1961), donde quienes hablan a la cámara lo hacen desde la inocencia y la espontaneidad esperados en el contexto de salir a cazar opiniones en la calle. Ruiz da vuelta la ecuación, la contradice y la pone bajo cuestión: en algún momento uno de los personajes -presuntamente el tipo que está haciendo las preguntas callejeras- dice a alguien que lo escucha por el teléfono: “cuando dejábamos la cámara prendida sin avisar, la gente hablaba sin inhibiciones; cuando hacíamos sonar la claqueta, de inmediato el entrevistado se resguardaba y cuidaba lo que decía”. El dispositivo opera de forma muy simple y efectiva: la toma se mantiene incluso cuando el entrevistado hace pausas, se distrae o, como pasa en el caso del kioskero de barrio al que entrevistan al principio, tiene que ocuparse de su trabajo y atender al público que entra a su negocio. Es en esos “puntos muertos” donde intervienen las otras voces, las que narran o más bien hacen de audiencia de la propia película. Comentario del comentario.

Q: Hay una voz en particular -a ella se suman otras- que parece ser el encargado de montar las imágenes que estamos viendo y dice cosas como “repetir la entrevista en la calle” o “hacer ver que el film se está fabricando a medida que se ve el documental”, es decir, como si fueran notas para un ulterior montaje.

P: Es interesante de todas formas como estas notas ordenan o reescriben lo que estamos viendo en pantalla. Se acerca a los entrevistados y de alguna forma los etiqueta. Por ejemplo, al hablar de un sastre que aparece entrevistado, la voz en off dice que se notan en su tono ciertas ínfulas de superioridad. La voz también expresa su propia opinión cuando aparecen los jóvenes, o una mujer que está con sus hijos. Algo de espontaneidad se pierde con esas etiquetas; quizás buscar reducirlos a estereotipos. Al final, hay un juego en que el director explica cómo va a ordenar su documental, pero ese orden también alcanza a sus personajes. En un momento va y filma al interior de un bar, pero la voz en off se preocupa de indicar que ese local no pertenece al barrio, porque en el bar del barrio no le permitieron filmar los interiores, entonces se ve obligado a ir a otro lugar y montar la escena. El bar mismo tiene el mismo tratamiento de los entrevistados: nos es presentado como “lo que se espera” de un lugar así. Está configurando la vida del distrito XII con retazos de lo que creemos que puede ser, o mejor dicho, de lo que él ha optado por mostrar. 

R: A ratos, parece luchar con la idea del encargo mismo. Uno esperaría que esto se acercara a una suerte de reportaje de cara a las elecciones, pero a los pocos minutos Ruiz ha llevado la película hacia otra parte, hacia donde él quiere.

Q: Pero esa es solo la primera máscara de la película: no sería un reportaje sino un comentario sobre ese reportaje y las estrategias para montarlo. Una de de las tantas puñaladas que le pega al documental. Luego, la voz del futuro montajista dice que el tema del film no es ya el de las elecciones en la comuna XII sino el documental en sí mismo. Pero después esa voz y otras cuestionan la idea misma del reportaje, dicen que hay un sistema para que el documental suene espontáneo, unas mediciones sobre las pausas que tienen que hacer las entrevistas. De pronto, una voz dice: “en el fondo, privilegiar la verdad sobre la belleza hace que el documental sea un género antiestético”. Y creo que Ruiz juega toda la película en oposición a los documentales de cualquier tipo. Durante el film se cuestiona la idea de Wiseman de que la cámara no molesta, pero también se cuestiona el concepto de que la cámara hace hablar a los participantes de otro modo, que es la teoría “sociológica”. Ruiz sigue avanzando y termina poniendo en tela de juicio todo el aparato y dando unos saltos conceptuales de una audacia absolutamente inspirada. Todo esto sobre una base de imágenes de una banalidad absoluta en la que no puede dejar de mencionarse lo poco interesantes que son los personajes que aparecen. Para mí esa es una clave de la película y acaso del cine de Ruiz. No hay nadie que sirva para caerle simpático al espectador, para hacerlo partícipe de la vida en el XII. Los entrevistados son una mezcla de pelmazos jóvenes y viejos, de izquierda y de derecha, hombres y mujeres. Cuando entendí eso pensé que, en lo que llevamos visto de la obra de Ruiz, es raro que aparezca un personaje que se gane el corazón del espectador. Hay una continua misantropía en su cine que parece un mandato estético, que se superpone con su forma de ser, ya que Ruiz era la amabilidad misma. 

R: Esa misantropía topa techo en una secuencia extrañísima; extrañísima, al menos, en el marco del encargo original del INA: es una panorámica que va y viene al interior de un living en el que hay tres hombres, presuntamente los cineastas que están realizando la película que vemos: uno de ellos hace un comentario político, termina su frase, la cámara se mueve y vemos a otro -lo reconocemos como uno de los entrevistadores- que habla por fono y explica a su interlocutor los problemas de la filmación, la cámara sigue moviéndose y se detiene en un tercer sujeto que lee el diario y comenta sobre la actualidad; termina, y la cámara se devuelve filmando los parlamentos del otro antes de pasar al siguiente, en un lento movimiento pendular. Ahora, este recurso ya lo vimos antes en El realismo socialista, en Palomita Blanca y en Diálogo de exiliados. La diferencia aquí es que esta técnica de tableaux vivant, de que haya varios planos que transcurren en uno solo y que uno asocia a su trabajo de ficción, ahora la aplica al documental. Es inevitable que uno se cuestione la naturaleza de lo que Ruiz nos muestra. ¿Es verdad, esto que estoy mirando? ¿La verdad de quién? ¿Es parte de una especulación estético-filosófica? En el último tercio de la película el mecanismo se desliza hacia el delirio mismo: ya no estamos en el distrito XII, estamos en las oficinas de Cahiers y vemos a Pascal Bonitzer, Pascal Kané y (al parecer) Youssef Ishaghpour discutiendo en una mesa acerca del documental como género, mientras la cámara va girando en 360 grados en torno a la mesa. Es como si estuviéramos presenciando una mesa redonda acerca de la película en vivo. ¡La crítica de la película dentro de la propia película! 

Q: Son dos capas más de la infinita cebolla que es esta cinta: el documental sobre cómo está hecho el documental y una mesa redonda para discutirlo, todo dentro de la misma película. Es una puesta en abismo: detrás de cada película hay otra, pero ésta última se puede incluir en la primera y así hasta el infinito. Y todavía falta lo mejor, o lo que para mí es lo más sorprendente, lo más insólito de la película. Pero dudo en contárselos, no sé si es tan así. 

P: Pero podemos decir que es la demostración de que se puede suspender la realidad que se propone para ofrecernos otras formas de comprensión de lo que ya vimos. Una y otra vez, una película hasta el infinito. 

R: Los minutos finales contienen la demencial idea de que una película puede contener en su interior versiones cada vez más comprimidas, sintéticas y condensadas de sí misma. Incluso versiones de sí misma confeccionadas a partir de elementos descartados de la versión mayor o madre. Es un gesto radical, parecido al desenlace de Las divisiones de la naturaleza, pero expresado con más energía, violencia y convicción.

Q: Esa es una de las sorpresas. A partir del minuto 49 (la película dura una hora), empezamos a ver todo de nuevo, aunque comprimido en menos de diez minutos. La voz en off nos informa que son las mismas imágenes en el mismo orden, pero es la misma película (subrayando incluso la falta de interés del proyecto). Aunque, de hecho, Ruiz hace una trampa más: las imágenes no son nunca las mismas. Como dice Ramírez, son retazos o planos alternativos a la primera versión, donde se dicen otras cosas. Y, como si esto fuera poco, a los 54 minutos, la película empieza a pasar por tercera vez, en un formato aún más comprimido. Pero incluso ahí aparece un diálogo con el cineasta canadiense que estaba filmando una película parecida. El tipo es muy simpático, no es otro pelmazo más, y Ruiz hace lo posible para sacarle gracia. El canadiense tira una idea fenomenal en esa tercera pasada, que no está en las anteriores. Dice que los políticos franceses -y los franceses, en general- no se entregan a la cámara, que son ellos los que manejan las condiciones de la entrevista. Y agrega que es más fácil hacer películas documentales en el Tercer Mundo, porque los cineastas y su tecnología son vistos por los habitantes como superiores y se brindan a la cámara. En cambio, el primer mundo es frustrante para un documentalista. “Pero es todo un aprendizaje”, termina. Otra impugnación del documental. Pero recién empezamos. Hay mucho más en esos poquísimos minutos.

R: En la entrevista de Bonitzer y Toubiana, para el número especial de Cahiers, Ruiz dice con desparpajo total: “Me habría gustado que la película fuera más delirante”. O sea, si lo que vimos no es delirante para Ruiz, me pregunto qué lo será...  

Q: Pero creo que Ruiz es sincero allí. Incluso me parece que forzó la máquina en los minutos finales para que la película se saliera de cauce cada vez más. 

P: En la misma entrevista que cita Ramírez, Ruiz dice que el tema central de la película es la dispersión y se ríe de cómo comienza hablando de las elecciones en su barrio y termina “en la edad de piedra con los negros de Nueva Guinea”. Y aquí hay un punto que no hemos conversado, porque, si él no lo indica así, de verdad no me doy cuenta. Nos hace caer en el juego de la forma en que se le antoja. Hay un regocijo muy extremo en tener a los espectadores sujetos hasta ese punto. 

R: Esa idea del control y del juego con la audiencia es afín al realizador con el que Ruiz parece estar dialogando aquí: Chris Marker. Fue Marker quien continuó las ideas expresadas por Jean Rouch y Edgar Morin acerca del “cine directo” en Le Joli Mai (1962), ese documental donde se le preguntaba a los transeúntes “¿es usted feliz?”. Era una pregunta tan vaga que a ratos los entrevistados se distraían y hablaban de lo que realmente les interesaba. En sus trabajos posteriores Marker mismo se va por las ramas, construye complejas narrativas con material documental y, al hacerlo, abandona la galaxia de la no ficción sin entrar nunca en la ficción misma. A Ruiz debe haberle gustado ese lugar, pero aún así, siente la tentación de someterlo a crítica. 

Q: Ruiz agarra al género ya cansado, en un estado en el que solo queda hacerlo estallar y lo ataca desde todos los ángulos. Otra de  sus maldades es insertar imágenes de otras películas; por ejemplo, ilustrar la violencia en Francia con planos de un noticiero americano sobre la Convención Demócrata en Chicago, en 1968. Pero, en lugar de ensañarse, Ruiz hace un pase de magia y dice que lo que indica la presencia de una película en otra es que todos los documentales están relacionados, y que en el fondo son el mismo. Pueden tener una duración infinita y contener cualquier imagen. Una especie de invocación al panteísmo cinematográfico. Al contrario de gente como Farocki, Ruiz siempre consigue salir por arriba de la crítica ideológica de los procedimientos. 

R: Mirando la película -y recordando lo que dice el canadiense en ella-, da la sensación que Ruiz parece particularmente inquieto por la sensación de superioridad que está asociada a la cámara, tanto al que la enfoca como el que habla frente a ésta. Hay momentos del film, como los ya mencionados segmentos del bar y del sastre, en que ello parece inevitable. El que filma y el que habla compiten por la atención del que mira. Y al revés: la secuencia del kiosko, con el dueño de la tienda contestando mientras sigue atendiendo público, todo luce muy frontal y democrático; esa tensión es reemplazada por la ilusión de tiempo transcurrido y vida real. Por último, hay otros donde ese perpetuo agón entre cámara y sujeto deviene en parodia: la secuencia en que el camarógrafo va girando en torno a un exiliado chileno que habla en francés acerca de las Cartas persas de Montesquieu (en él reconocemos al poeta Waldo Rojas, viejo amigo de Ruiz y actor recurrente en su obra).

Q: Creo que hay en la película una tensión, una manifiesta incomodidad en cada una de las entrevistas. Me parece que Ruiz buscó que fueran así, pero son momentos poco agraciados de la película. Y hasta creo que se hartó de ellas, las odió, tuvo la tentación de borrarlas. De ahí la idea de reducirlas a una parte ínfima de su metraje, de contaminarlas con imágenes de otras películas. Pero al final creo que viene el golpe de gracia. Empiezan a aparecer momentos de viejos documentales etnográficos, que resultan de una gran belleza independientemente del tema o de la sospecha de colonialismo; de una belleza que contrasta con esos parisinos hablando de las elecciones y aun hablando del documental mismo. Y así, de pronto, sobre esas imágenes, aparece una voz que da por terminado el documental como se lo conoce y apunta al futuro. La voz dice: “El documental del futuro deberá mostrar la pobreza en aquellos países donde todavía existe la alegría y la libertad. Deberá mostrar tristeza en los países que poseen, sin embargo, la riqueza y la libertad de ser triste o alegre. Deberá mostrar los atentados contra la libertad en los países que pretenden salir de la miseria aun al precio de perder la inocencia y la alegría. De esta manera el documental del futuro deberá sin cesar tratar estas tres realidades”. Es un momento absolutamente inesperado, un manifiesto unipersonal sobre el cine, que muestra algo que siempre ronda en la obra de Ruiz: la presencia de un escritor para quien el cine es una fuente de inspiración lírica. 

P: Es notable la autoconciencia de Ruiz sobre su libertad de filmar. Para usar una expresión de Miguel Marías, Ruiz no actúa como una plañidera sobre lo que dejó atrás en Chile; sabe que hay mil cosas más por descubrir y de las que conversar. Incluso ese interés por darle dispersión a esta película -que comentábamos antes- es una forma más de hablar sobre todas las posibilidades que tiene su cine. 

Q: Ruiz ratifica aquí que como cineasta es un rebelde que se resiste a ocupar el lugar que le adjudican los países y las instituciones. Miren la frase final de la película, una de las más misteriosas de la historia del cine: “En tanto que exista la miseria seguiremos siendo ricos. Mientras exista la tristeza seguiremos siendo felices. Mientras existan las prisiones continuaremos siendo libres”.