Cine en cuarentena (2): Perdí mi cuerpo

A través de imágenes que comienzan en blanco y negro y poco a poco van coloreándose, la película intercala varias líneas temporales de la historia de Naoufel con las aventuras de la mano que recorre la ciudad. Al comienzo, una infancia feliz con padres cariñosos y mucha curiosidad táctil: Naoufel era un niño que descubría el mundo a través de sus manos. Manos que tocan el piano, que acarician la arena, manos que intentan atrapar una mosca pero no lo logran. También grababa sonidos: quizás era su forma de atesorar los recuerdos para siempre.

Existen muchas formas de sentirse perdido. Y muchas otras para representar esa sensación. En Perdí mi cuerpo, el debut del francés Jérémy Clapin, la pérdida toma una forma literal al comienzo del relato: un joven yace en el suelo, claramente ha tenido un accidente y su mano ha sido amputada de su cuerpo. Una imagen terrorífica que en este caso no lo es, ya que a partir de la segunda secuencia, cuando dicha mano escapa del frigorífico que la conserva, la película accede al mundo del fantástico: la mano tendrá vida propia y revoloteará como un cangrejo por las calles de París, sin que esto tampoco sea desconcertante ni terrorífico. Accedemos a esta película de animación a través del punto de vista de una mano que ha perdido su cuerpo, para luego conocer a ese cuerpo, el de Naoufel, un joven que ha sido violentamente arrojado al vacío desde mucho antes de aquel accidente.

A través de imágenes que comienzan en blanco y negro y poco a poco van coloreándose, la película intercala varias líneas temporales de la historia de Naoufel con las aventuras de la mano que recorre la ciudad. Al comienzo, una infancia feliz con padres cariñosos y mucha curiosidad táctil: Naoufel era un niño que descubría el mundo a través de sus manos. Manos que tocan el piano, que acarician la arena, manos que intentan atrapar una mosca pero no lo logran. También grababa sonidos: quizás era su forma de atesorar los recuerdos para siempre. No es casualidad que más tarde, al convertirse en huérfano, crecer y trabajar como repartidor de pizzas, Naoufel se enamore de una chica, Gabrielle, a través de una conversación por citófono. Para un joven que atesora sus recuerdos más queridos en audio, una voz amistosa y acogedora puede ser lo más cercano a la nostalgia de su infancia -y su hogar- perdido.

En un flashback, el niño Naoufel sube a un avión rumbo a una nueva vida, acompañado por dos chaperones nada simpáticos. El mundo a su alrededor le queda grande, no es para menos después de haber perdido a sus padres en un accidente. Ya adulto, el joven es torpe, distraído, como si flotara en un mundo extranjero sin encontrar su camino. Quizás la mano representa lo que Naoufel había perdido años atrás: la fuerza para avanzar, simbolizada en el coraje para enfrentarse a ratas hambrientas del metro, palomas o perros y la fuerza para acoger a otros, como a un recién nacido que busca un contacto gentil para seguir durmiendo.

El final de la película, abstracto y abierto, tal vez apunta a un encuentro, el fin de un ciclo de naufragio. Después de todo, una película que está construida a través de líneas temporales distintas -la infancia, la juventud antes y después del accidente, la mano que recorre la ciudad- no podía terminar de otra forma que reuniéndolas en un mismo espacio: Gabrielle descubriendo un tesoro -una vez más, en forma de audio- que la acerca aún más a Naoufel; él sobre la grúa, finalmente sonriendo y sintiéndose libre; y la mano retrayéndose, distanciándose, como entendiendo que ya puede soltar al cuerpo, que éste extenderá sus brazos y se echará a volar.

 

Título original: J’ai perdu mon corps. Dirección: Jérémy Clapin. Guion: Jérémy Clapin, Guillaume Laurant. Música: Dan Levy. Reparto (voces): Hakim Faris, Victoire du Bois, Patrick d’Assumçao, Alfonso Arfi. País: Francia. Año: 2019. Duración: 81 min.

Disponible en Netflix