Robar a Rodin (2): La ausencia del arte

Con premios y reconocimientos bajo la manga, llega la película Robar a Rodin, dirigida por Cristóbal Valenzuela, quien debuta como director con este documental que mezcla tantos géneros como puntos de vista para contar un hecho real ocurrido el año 2005 en Santiago de Chile.

En ese año, desde Francia se preparó una exposición del artista Auguste Rodin que aterrizó en el Museo de Bellas Artes. El documental cuenta cómo una de las obras del escultor, El torso de Adele, fue hurtada burlando todos los mecanismos de seguridad del museo. El acontecimiento se representa mezclando varios géneros, desde un thriller policíaco -con aires de parodia- hasta la utilización de imágenes de archivo y entrevistas que lo relacionan con una forma documental más convencional. El enigma del delito se resuelve de modo sorprendente para las autoridades -ya que sospechaban de criminales expertos en robos de alta gama- al encontrar al responsable de los hechos: un estudiante de arte. El alumno de la Universidad Arcis, Luis Emilio Onfray, de 20 años de edad, devolvió la obra a la institución al cabo de unos días, justificando en tribunales el préstamo provisorio por estar trabajando en una intervención artística, bajo la hipótesis "la ausencia trae a la memoria lo que no está".

El documental se engolosina con las múltiples versiones de lo ocurrido la noche del robo. Los compañeros de carrera de Onfray se centran en lo anecdótico. Dicen que la escultura fue festejada con bailes en medio de una fiesta, también que la vieron entre callejones intentando ser canjeada por dinero para comprar vino. Luego la narración da un vuelco hacia la vida íntima del protagonista, en un intento por dilucidar quién realmente es este osado artista chileno dentro del panorama del arte contemporáneo, posicionado en otra vereda -a diferencia de su consagrada víctima, Rodin-, la del anonimato. Sin una connotación juiciosa de por medio, la película nos sumerge en registros caseros que muestran el carácter excéntrico del Luis Emilio niño, de la relación con su padre ausente, y de su inquietante deseo por expresarse a través del arte en conversaciones nocturnas con sus amigos. La arista de su intimidad logra penetrar en una dimensión social interesante y, con ello, identificar rasgos propios de un bizarro joven chileno, lo que da pie a comprender cómo llegó a cometer el robo, pero también a conferirle cierta empatía y resguardarlo de parecer un joven chileno común.

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También se utilizan antecedentes de situaciones anteriores para problematizar la relación histórica de los chilenos con el arte, como el caso de la obra Silla de playa, que fue robada de las afueras del museo por considerarse fea y carente de un sentido. Más adelante aparecen entrevistas a personas anónimas, como la dueña de un pequeña tienda capitalina de enmarcación, cuyo nombre es “Rodin”. La señora cuenta que los antiguos dueños de la tienda le habían puesto “Renard”, pero tuvo que cambiarle el nombre y decidió inspirarse en la noticia del robo de la escultura. No sabía de quiénes se trataba, pero su voz entusiasta resaltaba el acto de conservar la primera letra de los nombres en su letrero.

El interés del documental no radica en cuestionar la moralidad de los imputados, ni tampoco en saber cuál de todas las versiones es la correcta, sino más bien en preguntar cuál es nuestra relación con este arte consagrado proveniente de la ciudad de las luces que, en forma de ofrenda, da la vuelta al mundo para hacerse degustar en Chile. No hay una respuesta, pero sí intentos de esbozar pequeñas radiografías acerca de cómo somos y actuamos, lo que se refleja en la profundización de la vida y carácter del joven protagonista, así como en el culmine de esta historia: filas de chilenos esperando ver una exposición de la que probablemente no se habrían enterado, ni motivado a visitar, si no hubiesen visto la noticia del robo emitida en los noticiarios. Y es aquí donde sale a relucir la hipótesis del documental: resulta que, en definitiva, la teoría punga de Onfray es válida y tiene fuerza al comprobar que los chilenos no estamos enterados del arte, quizás por su constante ausencia. Aunque, visto de otra forma, más vale decir que sí estamos interesados, puesto que acudimos a él cuando nos hace sentido.

El relato se vuelve magistral en su representación del absurdo contraste entre la realidad de sus personajes y el imaginario simbólico y primer mundista que desencadena la presencia de una escultura francesa del año 1878. Una voz en off pregunta “¿qué habría pensado Rodin, desde su tumba, al ver su obra pasar de mano en mano por las avenidas de un país remoto como Chile, para luego volver intacta a su plinto?”. Una pregunta curiosa, entretenida, pero superficial e inconsistente, que delata una vez más la preocupación por nuestra imagen-país para y con el primer mundo, sin saber nada de él. Así, Robar a Rodin es una invitación a poner en tensión la disociación existente entre el arte consagrado, de aquellas obras a las que sólo se tiene acceso súbitamente, y la consciencia por el patrimonio cultural, identitario y marginal de nuestra sociedad chilena.

Laura González Márquez

Nota comentarista: 7/10

Título original: Robar a Rodin. Dirección: Cristóbal Valenzuela Berríos. Producción: María Paz González (María una vez). Co-Producción Francia: Adriana Ferrarese (Ceresa) Guión: Cristóbal Valenzuela Berríos, María Luisa Furché y Sebastián Rioseco. Foto y Cámara: David Bravo ACC. Sonido: José Manuel Gatica y Roberto Espinoza. Montaje: Juan Murillo. Música: Jorge Cabargas. Dirección de Arte: Romina Olguín. Financiado por: Corfo y Fondo Audiovisual. Distribuido por: Miradoc y Chiledoc.