Ocaso (Théo Court, 2010)
Niebla. Árboles y maleza, desdibujados, grises, sin contornos, transmutados por la sustancia blanca que llena el frío día del centro-sur de Chile. Una pequeña figura, raída, cansada, cabizbaja, cruza el plano, primero perpendicularmente y luego horizontalmente. Una casa patronal, cruzada por la niebla que ya parece vieja de tanto envejecer los ambientes ya viejos de la casa abandonada, el hombre vuelve a cruzar el plano, distinguiéndose apenas entre los nubarrones lechosos. Viejos rituales casi coloniales son llevados a cabo por un viejo mayordomo de sucias vestiduras, una chaqueta y un pantalón de colores indistinguibles, realiza acciones en lugares muertos, recolecta agua en una botella de plástico sucia, hace una fogata en medio de un granero destruido, como si quisiera ocupar los lugares muertos, siendo él mismo un muerto, sintiéndose en casa mientras todo decae.
Eso es, más o menos, casi todas las imágenes interesantes que podremos encontrar en el retrasado estreno en la Sala Radicales de la cinta del 2010 Ocaso, mientras que el resto de las mismas resultan tan clásicas (o más bien repetidas) dentro del nuevo cine latinoamericano, que simplemente basta con mencionar las cosas que suceden para poder imaginar los encuadres y las luces usadas: en esta película se desmantela y desarma una antigua casa patronal de un fundo. Claroscuros, polvo, luces que iluminan lugares que antes se mantenían ocultos, siluetas formadas por ventanas sucias, murmullos y mucho silencio.
La cinta es tan obvia en su desconstrucción sobre un pasado glorioso que quiere ser criticado (o no, las pocas secuencias de diálogo dan a entender que el patronazgo era tal vez la mejor forma de vivir que tenían estos trabajadores), debido a la ya demasiado usada metáfora de la destrucción o desaparición del lugar para ser reemplazado por “lo nuevo”, que en esta cinta resulta ser el elemento más oscuro y que seguramente podría haberle dado finalmente un poco mas de peso, ya que pareciera que de un momento a otro un grupo de personas empiezan a destrozar y llevarse cosas mientras el viejo mayordomo los mira y busca a su patrón en búsqueda de una silenciosa aprobación.
La contemplación de los planos, su longitud, el juego con la fotografía y cómo dos personajes se van acercando a medida que el mundo parece derrumbarse alrededor de ellos recuerda a la última cinta del director Béla Tarr, A torinoi loi (2011), pero se encuentran en niveles completamente diferentes de registros, ya que la longitud de los planos en la cinta chilena apenas sirve de algo más de exploración que el de alargar la cinta a una duración decente, mientras que en la cinta del maestro húngaro, la misma forma en que la cinta parece cortarse debido a la longitud del plano, da lugar a una metáfora de cómo el fin del cine da paso al fin del mundo tal como lo conocen, el mundo se vuelve oscuro, justo en el momento en que las luces del cine se encienden.
Los momentos más interesantes y primordiales para sacarle algo de valor a la cinta vienen en los breves intercambios de diálogos entre el mayordomo y el patrón, y finalmente entre el mayordomo y quien creo podría ser su hijo, a quien no ha visto en mucho tiempo. Estos diálogos entregan algo parecido a un colchón temático, una especie de tranquilidad, una voz del más allá entre el ruido blanco que viene de los movimientos de la destrucción de la casa, los diálogos en sí no son la gran cosa, pero la forma en que son grabados y dichos dicen algo acerca de lo que quiere tratarse la película, y eso es de agradecerse cuando uno se encuentra en medio de una nada indistinguible de grises y negros, donde todo ya parece ser lo mismo, y la contemplación y el silencio no son suficientes para darse aires de profundidad cinematográfica.
Sólo como punto de contraste, el otro estreno chileno de la misma semana, el documental La mirada perdida en la niebla (Patricio González Colville, 2010), también exhibiéndose en sólo una sala, la de la Cineteca Nacional, sufre de lo mismo pero en sentido inverso: cuando logra los silencios y la concatenación de las imágenes de archivo mezcladas con las imágenes grabadas sobre el pasado de la ciudad de Constitución, logra una forma de profundidad y emocionalidad que no se encuentra en el resto de la cinta cuando se deviene en entrevistas demasiado informativas (a nivel History Channel) y en una suerte de ficcionalización del mismo proceso de la realización del documental, donde los diálogos creados y repetidos por no actores para dar lugar a una especie de “naturalidad” de la búsqueda de información del director, da para quizás los momentos más incómodos vistos en un documental en mucho tiempo.
Entonces, no se trata de una inhabilidad a la hora de realizar silencios y tomas largas, sino de una utilidad tras las mismas; no se trata de escribir diálogos geniales, sino de la caracterización de los mismos. Ambas distan de ser películas perfectas, pero al menos Ocaso logra cautivar algo de interés al menos desde el aspecto visual y neblinoso, así como de sus cortas y escasas escenas con diálogo, pero que dan espacio para que la ideología del director salga a la luz.