Nadie sabe que estoy aquí (2): La cámara misteriosa

Los personajes hacen hincapié en ello, tanto Marta al señalar que “no sabía la media embarrada que iba a quedar con ese video”, como el padre de Memo, que aparece sorpresivamente preguntando “acaso ustedes no tienen youtube”. Desde ese momento la película cambia su tono para enfrentar a Memo con las cámaras, a su imagen y la pantalla. La intromisión a través de drones, de celulares, de cámaras profesionales que lo captan, obliga al protagonista a enfrentar también los miedos infantiles que lo rondan, que lo han obligado a esconderse. Lo que hacen esas cámaras es expandir la mirada sobre un cuerpo que hasta ese momento ha deseado no ser visto, pero que no puede negar su existencia.

La mirada sobre la televisión como punto de partida hacia ese raro estado de “éxito” es algo que se gestó inconscientemente en mi generación, marcada por una infancia ochentera en tiempos de dictadura, con animadores de programas familiares vociferando en pantalla. El concepto de “llegar a la televisión” era algo deseado, una llave que permitía alcanzar la felicidad para siempre. El camino poco importaba, porque el sueño incluía la caída del rayo estelar sobre nuestras cabezas.

Ese sueño de popularidad en Nadie sabe que estoy aquí  está encarnado por Memo (Jorge García), un hombre que vive recluido en el sur de Chile junto a su tío. Su pasado es precisamente el del joven prodigio de la voz, cuyo aspecto físico no concuerda con lo que se considera deseable para las pantallas. Su voz queda a merced de otros, convirtiéndose a sí mismo en un despojo de lo que pudo ser y traduciéndose en un hombre callado, con miedo permanente a todo contacto humano. Eso, hasta que la aparición de Marta (Millaray Lobos) lo hace retomar esa voz perdida.

Memo mantiene su obsesión por su doble, un sujeto que sigue cosechando la fama que le dieron sus presentaciones infantiles. Mientras tanto, Memo deambula por un paisaje verde y exótico que parece contenerlo. La fantasía del sur verde y amplio, limpio, sin intervención, se hace presente en cada imagen. Memo se encuentra a un lago de distancia de la civilización y se esfuerza por permanecer en esa distancia, idea que se refuerza con la decisión de mostrar este paisaje como una postal; sabemos que hay algún grado de falsedad en esa resignación. El sur de Chile es exhibido como un lugar imposible, siendo más un deseo que una realidad.

Esta vida acotada se ve remecida una vez que Marta capta en video, por celular, a Memo cantando la antigua canción que le fue arrebatada. La relación de Memo con las cámaras es compleja, y la aparente inocencia que muestra frente al ojo del celular habla de esa fractura, del no comprender el alcance de ese dispositivo. Desde ahí, el paso a la masividad y al viral es uno solo.

Los personajes hacen hincapié en ello, tanto Marta al señalar que “no sabía la media embarrada que iba a quedar con ese video”, como el padre de Memo, que aparece sorpresivamente preguntando “acaso ustedes no tienen youtube”. Desde ese momento la película cambia su tono para enfrentar a Memo con las cámaras, a su imagen y la pantalla. La intromisión a través de drones, de celulares, de cámaras profesionales que lo captan, obliga al protagonista a enfrentar también los miedos infantiles que lo rondan, que lo han obligado a esconderse. Lo que hacen esas cámaras es expandir la mirada sobre un cuerpo que hasta ese momento ha deseado no ser visto, pero que no puede negar su existencia.

Aquí es donde el director Gaspar Antillo, en su primera película, trata con gran pericia la presencia de su personaje frente a la masividad. Lo expone, pero no lo abandona, y no permite dobles lecturas sobre sus intenciones. Mucho de lo que vemos de él luego de la revelación es a través de las pantallas de celular y televisivas, pero el gran momento, ese en que finalmente vemos a Memo volviendo a tomar posesión de su voz -y de sí mismo, podríamos decir- es una escena tratada con delicadeza y una cámara solitaria que lo sigue en un plano secuencia que lo rodea y protege. El juego en que vemos representación de la imagen se acaba y su protagonista logra pararse frente a su público como siempre debió haber sido visto. Se debe sumar a esto la inclusión siempre precisa de Carlos Cabezas en su banda sonora, un músico que ya tiene una presencia importante en obras audiovisuales y que logra dar con el tono necesario del personaje, con una especie de nostalgia sobre los programas televisivos de nuestra infancia a los que se hacía alusión al principio.

Nadie sabe que estoy aquí tiene ciertos ripios sobre su puesta en escena que en nada dificultan el camino que recorremos con su protagonista. Como primera entrega de su director, no solo cumple con lo que ofrece, sino que además permite situar su trabajo como un buen apronte sobre producciones cinematográficas nacionales en streaming. Tal vez en este caso, estar lejos del foco formal y apuntar a la masividad no sea tan malo.

 

Título original: Nadie sabe que estoy aquí. Dirección: Gaspar Antillo. Guion: Enrique Videla, Gaspar Antillo, Josefina Fernández. Casa productora: Fábula. Producción ejecutiva: Mariane Hartard, Rocío Jadue. Producción: Juan de Dios Larraín, Pablo Larraín. Producción general: Eduardo Castro. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Christian López, Soledad Salfate. Dirección de arte: Estefanía Larraín. Sonido: Isaac Moreno. Música: Carlos Cabezas. Elenco: Jorge García, Lukas Vergara, Luis Gnecco, Millaray Lobos, Solange Lackington, Alejandro Goic, Vicente Álvarez, Gastón Pauls, María Paz Grandjean, Eduardo Paxeco, Roberto Vander, Nelson Brodt, Juan Falcón. País: Chile. Año: 2020. Duración: 100 min. Distribución: Netflix.