Joselito (Bárbara Pestan, 2014)
La muerte ha sido desde siempre un motor para el ejercicio cinematográfico, ya como acto cúlmine en el cierre de una historia, ya como incidente inicial que da pie al devenir de los sucesos. La venganza, la justicia, la incomprensión o el dolor ante la muerte se han convertido en fuertes impulsos dramáticos y, por tanto, abordados desde distintas facetas y a partir de diferentes preceptos fílmicos. La película chilena Joselito (estrenada en SANFIC en 2014 y ahora presente en salas tanto en Santiago como en regiones) retoma este clásico elemento dentro de la historia del cine, intentando armarse de una sensibilidad propia -consiguiéndolo a ratos-, tanto a nivel visual como narrativo.
El debut de la directora nacional Bárbara Pestan corresponde a un drama familiar protagonizado por Joselito (Cristián Flores) y su anciano padre Camilo (José Soza), quienes viven en una remota localidad hacia el interior de la Isla Grande de Chiloé, entre bosques frondosos, habitaciones oscuras y silencios incómodos. La rutina se marca a paso constante por el golpeteo de las hachas, fuente de trabajo en la tala de árboles, símbolo para la frustración y la violencia. Mientras Joselito parece hastiado hasta el tuétano de cuidar de su padre, Camilo intenta seguir trabajando a pesar de que las fuerzas ya han abandonado su cuerpo, conduciéndolo hacia la decadencia.
La relación de “Ito” con su padre se vuelve insoportable cuando todo aquello que daba sentido a sus vidas se desvanece. Ambos sucumben a una pérdida absoluta de fe tras la reciente muerte de la madre del protagonista, donde no hay lugar para un Dios que permita tamaña crueldad. La desazón que hunde a los protagonistas se vuelve más cruenta durante las preparaciones que la comunidad realiza en miras a la “Procesión del Nazareno”, rito religioso en el que participa todo el pueblo. Padre e hijo se encierran en su duelo, tanto hacia los vecinos como entre sí mismos. Evidentemente, no saben cómo llenar un vacío que cercena su cotidianidad de la manera más violenta posible. Parecieran estar enojados entre sí, como culpándose de algún modo por la desgracia, cuando realmente están enojados con unas circunstancias que los superan. Lo interesante de este punto de partida es que los dos se muestran algo conscientes de aquello y, simplemente, no saben cómo enfrentarlo de una manera afectiva, sino que más bien, a pesar de sus leves intentos para evitarlo, se encaminan irremediablemente a perpetuar la tragedia.
La locación aislada y distante invita a un ritmo y estilo de narración determinado, marcado por las pausas propias de una vida a paso lento. Se trata de un guión definido por el a posteriori, donde los puntos fuertes de la trama acontecen previo al inicio de la diégesis narrativa, marcando así una visión sobre la muerte a partir de sus consecuencias. Se evitan los giros notorios y el completo desarrollo del metraje transcurre como una calmada acumulación de tensión hacia el clímax, que se anticipa codificadamente desde el inicio. Esta estrategia, si bien le otorga rendimientos al film más que nada en términos de atmósfera, ofrece también un segundo lado, filoso, que a ratos merma la integridad de la propuesta. Sabemos que hace ya bastante, determinado cine de ficción abandonó la necesidad del conflicto central y encontró en la narrativa carente de acciones fuertes un espacio para nuevas exploraciones cinematográficas. Sin embargo, su uso al interior de estas matrices fílmicas ha de ser cuidadoso y balanceado, pues la línea que separa a la mencionada acumulación de tensión de la pérdida total de atención es tan delgada como peligrosa. Aunque no sea una constante en el caso de Joselito, a ratos se siente que el montaje no logra del todo su propósito, como si el interés se difuminara en determinadas secuencias, cuyos planos se extienden más allá no solo de su función narrativa, sino que también de su función estética. Lo anterior está potenciado por una cámara que se muestra indecisa, con movimientos dubitativos en momentos que no reflejan tal vacilación.
Pongamos un ejemplo. El uso del sonido en off se vuelve interesante en su reiteración que, plagado de consignas religiosas, constantemente les recuerda a los personajes su quiebre radical con la fe. Este elemento, que debido al silencio entre padre e hijo marca prácticamente la totalidad de los textos en la película, funciona casi como la mítica tortura de la gota de agua que cae incansablemente sobre la víctima, la que a cada par de segundos trae devuelta la miseria e impide el descanso. En contraste, la revelación misma de la muerte de la madre y sus consecuencias no se presenta con la misma prolijidad, y el guión decae un par de oportunidades en unos hiatos de innecesaria literalidad. En definitiva, se trata de un desbalance a la hora de ejecutar un acercamiento cinematográfico a una historia, una relación, un mundo, que se percibe como un carrusel con altos y bajos en su desarrollo.
Un elemento significativo en este respecto, pero que también se asoma como poco trabajado, tiene que ver con un matiz de femineidad presente en el personaje de Ito. Contemplando las viejas ropas de su madre, Ito deja entrever que la extraña no solo como hijo, también porque extrae de su figura ausente un grado de identificación más profundo, que entremezcla añoranza con jugarreta infantil e indefinición sexual. Este aspecto para con el tratamiento de la muerte le otorga al personaje una nueva dimensión, intrigante pero poco explotada, resumiendo así los contrastes de la película, cuyos esfuerzos se encaminan hacia horizontes atractivos para la indagación audiovisual, pero que aún denotan la falta de algunos artilugios que aquel mismo camino va entregando.
Nota comentarista: 6/10
Título: Joselito. Dirección: Bárbara Pestan. Guión: Bárbara Pestan, Javiera Véliz. Fotografía: Javiera Véliz. Montaje: Bárbara Pestan. Sonido: Iván González. Música: Diego Ridolfi. Elenco: Cristian Flores, José Soza. País: Chile. Año: 2014. Duración: 64 mins.