El botón de nácar (Patricio Guzmán, 2015)
Hace algunos días, la NASA comunicó al mundo la expectante noticia sobre el descubrimiento de una significativa cantidad de agua líquida en Marte. El agua, sabemos, es un rastro fundamental para la presencia de vida y encontrarla fuera de la Tierra, actualiza la pregunta por si esta existe en otra parte del universo. Las implicancias de este hallazgo exceden los límites particularmente científicos, dando paso a preguntas sobre la condición humana y sus alcances extra planetarios. El lenguaje cinematográfico encuentra terreno fértil al enfrentarnos con lo plenamente desconocido, y en el caso particular del documental, sobre cómo lo sideral nos puede afectar en cuanto humanos. El botón de nácar, la obra más reciente del realizador chileno Patricio Guzmán, continúa algunas de las cuestiones planteadas en su film anterior, Nostalgia de la luz (2010), principalmente en cuanto a las conexiones entre los elementos terrenales y las estrellas en el firmamento. Mientras antes el foco estaba puesto en el desierto, ahora el agente conductor es el agua y su capacidad para contener vida y muerte simultáneamente.
La película inicia casi como una continuación directa de su antecesora, viajando desde el desierto de Atacama a la Patagonia chilena, siempre con el relato del director como eje articulador de la narración. El documental vincula diversos temas relacionados con el agua, amalgamados a partir del discurso de Guzmán, quien, basado en sus experiencias personales, nos plantea un recorrido que va desde el agua en el espacio, la gigantesca costa chilena, la geografía austral, los pueblos indígenas patagones, su persecución por colonos extranjeros y los detenidos desaparecidos arrojados al mar por la dictadura de Pinochet. Este tránsito es apoyado por el testimonio de distintos personajes; descendientes kawésqar, historiadores, pintoras, poetas, todos quienes van aportando distintas miradas sobre el lugar que ocupa el agua en nuestra historia.
La premisa del agua como fundamento para la vida y testigo de la muerte funciona de manera interesante en la triste historia de los aborígenes de los fiordos del sur y su cosmología. Una cultura basada en el agua, pero que sufre por la domesticación constante, primero de colonos que cercenan sus creencias, ahora de la armada que restringe la navegación. Hay una dimensión astral en estos pueblos, que emerge en sus célebres atuendos rituales. Su forma de ver el mundo está ahí, en cómo pintan sus cuerpos. El archivo se ocupa de manera muy prolífica en este sentido, ya que a la vez que ilustra este vínculo ancestral, también es reflejo de la coacción y regularización que sufrieron por el Estado chileno, la iglesia católica o por científicos ingleses.
De aquí surge la historia que da título al film, del yagán conocido como Jemmy Button, aquel que fue llevado a Inglaterra por el capitan Robert FitzRoy a cambio de un botón de nácar como pago a su familia, con el objetivo de cristianizarlo y normalizarlo, para que ayudara a prosperar a su pueblo mediante la inclusión de la civilización. Este ejemplo de intromisión, que recuerda cómo incluso al volver a la patagonia, Jemmy Button jamás será aquel que fue antes del viaje, establece la conexión con el último punto fuerte de la trama, un botón adherido a un pesado pedazo de riel en el fondo del océano, como único vestigio de un detenido desaparecido. Así, la película se adentra de manera cruda en aquel macabro sistema de exterminio usado por la dictadura chilena, el de abandonar cuerpos de sus opositores en alta mar, atados a rieles para que nunca fueran encontrados.
Lo que la obra gana en términos audiovisuales, lo adolece un tanto en algunos aspectos argumentales. Mientras la fotografía y el sonido inducen al espectador de manera poética y atractiva a la atmósfera del film, los puentes que unen algunos de los temas tratados son bastante frágiles, debilitando la coherencia interna del relato. Si bien el núcleo visual y narrativo está en el agua, esta idea se pierde ante la supremacía de la voz en off, marcada por la perspectiva personal del autor. El origen de todo el armado está en su influencia en términos de nostalgia, recuerdo u añoranza. Esto no quiere decir que sea inválido iniciar una búsqueda cinematográfica a partir de determinadas experiencias individuales, pero sí puede cuestionarse un tono que a ratos parece decir que lo importante del tema se debe más que nada a esas experiencias. Suena reiterativo y a ratos forzado.
El segmento dedicado a las violaciones a los derechos humanos, si bien no carece de potencia en su presentación, parece descolgado respecto del resto de la pieza. El nexo mediante el botón no basta para que ambas series cuajen, ya que el entorno geográico –y por tanto la atmósfera visual- cambia considerablemente y el lugar que ocupa el agua dentro del relato pierde fuerza. Esta separación, que estructuralmente da cuenta del hiato entre pueblos indígenas y ejecutados políticos como capítulos aparte, evidencia al mismo tiempo las bondades y falencias del film. Una elocuencia visual por un lado, y la falta de armonía en el hilado narrativo, por otro.
Por otra parte, el aporte de las voces autorizadas que se utilizan es limitado. Mucho más interesante es el recuerdo vivo de los últimos vestigios del idioma kawésqar en sus descendientes, que ciertas perspectivas de autores que no suman concretamente a la película. La presencia de Raúl Zurita o Gabriel Salazar más que ofrecer aspectos novedosos, vienen a reiterar, mediados por su condición de experto, lo que ya había sido dicho mediante el montaje. Lo que en Nostalgia de la luz parecía artificial era la implantación del punto de vista del autor en el testimonio de los personajes en determinadas entrevistas. Tal mecanismo está mejor trabajado en El botón de nácar y se percibe más orgánico. Pero a la vez esta última carece de la unicidad de la película anterior, que abarcaba menos fenómenos pero con mayor profunidad.
Durante el metraje se propone una pregunta inquietante. Si existe agua en diversos puntos de la galaxia, y ante la eventualidad de que en alguno de esos sistemas se haya producido la vida de manera similar a como la conocemos en la Tierra, ¿es posible que sus habitantes se comporten de igual modo que nosotros? ¿Usarían la fuerza para imponerse los unos sobre los otros? Este tipo de cuestiones, que cada vez abandonan de forma más rápida la ciencia ficción, despliegan líneas interesantes a partir del film. Pero la importancia de las estrellas se diluye mientras pasan los minutos, y la dispersión en el relato hace tambalear sus fundamentos, los que en vez de surgir de la temática mismas, provienen desde afuera de ella, desde la voz individual. Un hilo que imbrica las múltiples tramas, ya utilizado en reiteradas oportunidades por el autor, y que parece adelgazarse cada vez más.
Nota: 6/10. Dirección: Patricio Guzmán. Casa productora: Valdivia Film S.A., Mediapro (España), France 3, Atacama Producciones. Producción ejecutiva: Adrien Oumhani, Verónica Rosselot. Producción: RenateSachse, Bruno Bettati, Fernando Lataste, Jaume Roures. Asistente de dirección: Nicolas Lasnibat. Dirección de fotografía: Katell Djian. Montaje: Emmanuelle Joly. Música: José Miguel Tobar, Miguel Miranda. Sonido: Álvaro Silva, Jean Jaques Quinet