Allende en su laberinto (Miguel Littín, 2015) (1)

Qué difícil puede llegar a ser el cine de ficción que retrata episodios históricos, difícil de hacer, por cierto, pero también difícil de tasar. ¿Hay un mérito intrínseco en la reconstrucción que propone? ¿Está el rescate mismo de determinado acontecimiento por sobre la puesta en obra de una visualidad particular? ¿Tiene el cine una deuda, siempre latente y jamás resuelta, con el pasado? Estas preguntas obtienen una mayor densidad si la película que ingresa en estos registros aborda uno de los episodios más conocidos, debatidos, comentados y reproducidos de la historia reciente en Chile, aquella mañana del 11 de septiembre de 1973, el Golpe Militar, las últimas palabras del presidente Salvador Allende. Cuando el cine de ficción decide introducirse en tales aguas, debiera asumir que carga, para bien o para mal, con una cantidad no menor de expectativas previamente formuladas, visiones que el espectador tenga de los protagonistas, opiniones que posea de los hechos. Es el caso de Allende en su Laberinto, dirigida por el cineasta nacional Miguel Littin, donde se reconstruyen las horas postreras del Gobierno Popular, a través de los ojos de su líder, quien padece en carne propia el quiebre social y político que dio inicio a la Dictadura del General Pinochet.

Como puede suponerse, el foco está en el retrato de Allende y sus vaivenes en la agonía de su mandato. La potente interpretación de Daniel Muñoz -acompañado por los también sólidos Aline Kuppenheim como Payita y Horacio Videla como Augusto Olivares- da un paso al frente en tal propósito, aunque a ratos tambalee, debido más a los exabruptos de un guión particularmente poco afinado que estrictamente a sus cualidades actorales. En este sentido, da la sensación de que se trata de una película honesta en sus intenciones, mas no así con sus limitaciones. El compañero presidente, en tanto que personaje, se dibuja con precisión en sus conocidas aptitudes humanas: simpático, extrovertido, atento con las damas y por sobre todo, tozudo y convencido del proceso que encabeza. Pero al mismo tiempo, prácticamente todo lo que rodea su figura se presenta rígido y artificial. Desde sus guardaespaldas robóticos hasta la ambigüedad de las posiciones políticas que pueblan Palacio en tan mala hora, la película presenta una serie de baches que afectan no solo la verosimilitud del armado, sino que también la finalidad de su mensaje.

 

Sin hacer uso ni recurso del contexto que llevó a este momento gris y amargo, Littín se da el tiempo de atribuir las culpas a la política internacional estadounidense, personificada en Nixon y Kissinger como titiriteros del Golpe. La influencia proveniente del Imperio ataca al film en un doble sentido: aparte de la recién mencionada orquestación golpista de un Estados Unidos, su influencia cultural hace mella en la incapacidad que tiene Allende en su Laberinto de acercarse a un cine bélico como el que Hollywood nos tiene acostumbrados. En los tiempos que corren, una deficiente ejecución en efectos especiales no pasa desapercibida, y aviones de guerra, ráfagas de ametralladora y explosiones se perciben como necesarios dentro de la narración pero sin alcanzar un grado de verosimilitud mínimo. Si los recursos no existen, tampoco se percibe que estas restricciones sean utilizadas de modo propositivo, a la usanza de muchas corrientes del llamado Nuevo Cine Latinoamericano –del que el propio Littin es un destacado exponente- donde la pobreza de un cine precario en términos técnicos, connotaba una búsqueda estética que reflejara nuestro subdesarrollo. Y esta problemática se extiende más allá de los efectos especiales y alcanza las decisiones de puesta en escena. Es sabido que al realizador le impidieron filmar dentro del Palacio de la Moneda y que en Venezuela encontró la posibilidad de armar los interiores. Ante esta dificultad, se evidencia un temor por abrir mucho el cuadro, un abuso del plano cerrado como si revelar demasiado arruinara la ficción de la sede de gobierno reconstruida en otra parte. Por otro lado, la mayoría de los personajes secundarios están con sus voces dobladas, y se nota, lo que sumado a un texto a ratos poco creíble – llama la atención el vocabulario militarizado de los miembros del GAP, ajeno y sobreactuado- debilita gran parte de las escenas donde su participación se vuelve más relevante.

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Los momentos mejor logrados de la película son aquellos donde la intimidad se impone ante el griterío -donde no son necesarias ni balas ni extras- y se permite surgir, aunque sea brevemente, la humanidad de unos personajes al borde del colapso, no solamente emocional sino que simple y llanamente, vital. Y si bien el lenguaje documental no tiene mayor cabida dentro del metraje, la autenticidad más elemental emana de una transmisión radial interceptada, donde reconocemos la voz de Pinochet, la evidencia de su traición, sus deseos de ver muerto al presidente, quien en él confiaba la posibilidad de la resistencia. Sin embargo, estos momentos chocan con una redundancia de frases monótonas en la épica, principalmente en la voz de Allende. Salvo un par de excepciones, el verso está siempre arriba, escasean las variaciones, incluso en momentos de suyo deprimentes, como el abandono de la guardia de Carabineros o la misma constatación traidora de Pinochet. Pareciera que el famoso último discurso está enunciándose desde el comienzo, en vez de ser el resultado de una progresión, de un desarrollo emocional tanto interno como externo.

Más que en un laberinto, Allende parece estar atrapado en un sótano sin puertas ni ventanas, encerrado bajo el peso del proceso que encabeza, y con una sola salida aparente; por donde mismo entró, muerto al igual que su gobierno. No deja de llamar la atención la fijación con el personaje y su realce, lo que parece más relevante que cualquier otro elemento. El erguimiento heroico por su consecuencia y sacrificio, casi como una deuda pendiente con quien lideró el gobierno del pueblo, resalta al símbolo por sobre el hombre que lo portara. Ahí donde se exalta la figura del caído también reside el riesgo de una miopía, de una intención unidireccional que no preste atención a lo que sucede a sus costados y termine por ofrecer una mirada unívoca y carente de matices.  La nostalgia que marca este punto de vista, junto al tono de la reconstrucción histórica -incluida la olvidable escena donde Allende se despide de sus hijas- no supera la añoranza por la épica del fracaso y deja en una zona gris una posición nítida sobre sus explicaciones y motivos, acercándose peligrosamente a una noción conciliadora del fin del proyecto como un inevitable.

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Me gustaría cerrar afirmando que esta no deja de ser una película necesaria y hoy, en el Chile que vivimos, contingente. No obstante, y en relación con las preguntas planteadas al comienzo, la urgencia por un cine chileno de ficción que se haga cargo de temas tan conflictivos como el Golpe de Estado y la Dictadura Militar no debería mermar la búsqueda por la coherencia, no solo en términos discursivos, sino que fundamentalmente cinematográficos. Al cine chileno siempre hay que exigirle más, especialmente a realizadores de la talla de Miguel Littin. Hay que acabar con tan mentada falacia de que el cine chileno solamente habla de este periodo, un artilugio más de quienes prefieren empujar algunos hechos hacia el olvido. Las temáticas no se agotan, muy por el contrario. Lo que necesita siempre renovarse son las perspectivas, las miradas, los enfoques; no los temas, sino la forma de tratarlos. Allende en su Laberinto da un paso en esa dirección, medio a los tumbos pero lo da a fin de cuentas, aunque demuestra que en nuestro feudo esa sigue siendo una tarea pendiente.

 

Comentarista: 4/10

Promedio del blog: 3/10

Título original: Allende en su laberinto // Dirección y guión: Miguel Littin // Reparto: Daniel Muñoz, Aline Kuppenheim, Horacio Videla, Roque Valdero. //País: Chile, Venezuela. // Año: 2014 // Duración: 90 minutos.