Drácula: El límite del rizo
La miniserie Drácula, producida por la BBC y Netflix, al parecer deseaba salvar al viejo Conde y su legión de bebedores de sangre, pero finalmente termina, a base de acrobacias al borde del ridículo, por hundirlo en la parodia y, por sobre todo, de reconocer las pocas posibilidades de sobrevivencia que posee el personaje en nuestros tiempos.
Cuando Henry James público en 1898 su novela The Turn of the Screw (“una vuelta de tuerca”, “la vuelta de tuerca”, “volver a rizar la tuerca sin romper el hilo”), el estilo gótico en literatura que se arrastraba agónico desde el romanticismo había entrado en una etapa terminal en su factura clásica de melodrama fantasmal. James no escribió propiamente una novela de fantasmas, como A Ghost Story (2017), de David Lowery, no es propiamente un filme de horror. Son obras que desplazan el género hacia otras instancias, lo dejan ir en un movimiento de caída y fascinación por el extravío, liberándolo de los modelos previos que habían vuelto risible a la criatura espectral.
Es cierto que Henry James parece revitalizar un género en momentos de crisis, pero no es menos cierto que de una elegante manera -de que otra forma puede hacerlo James- permite rizar el rizo de un argumento y un imaginario envejecido en ese contexto. Rizar el rizo (to loop the loop, boucler le boucle) permite salvar de la muerte a un imaginario cuasi agotado a partir de una pericia técnica, pero también, en otros casos, logra sepultar al mismo imaginario a causa de un exceso arbitrario de acrobacias.
La miniserie Drácula, producida por la BBC y Netflix, al parecer deseaba salvar al viejo Conde y su legión de bebedores de sangre, pero finalmente termina, a base de acrobacias al borde del ridículo, por hundirlo en la parodia y, por sobre todo, de reconocer las pocas posibilidades de sobrevivencia que posee el personaje en nuestros tiempos.
No creo que lo importante frente a este proyecto sea evaluar con mirada puritana la fidelidad, o no, al texto de Bram Stoker. A estas alturas es una discusión sin mayor sentido, es sabido además que las adaptaciones, sobre todo en cine, no deben porque limitarse a la representación fiel del texto. Es más, creo que justamente lo que debería esperarse de ellas es que no lo sean, para eso existe la novela; sino más bien que sus adaptaciones remuevan el texto, lo encarnen en operaciones audiovisuales, lo sacudan, en ocasiones lo canibalicen, y luego lo escupan en obras que transfiguren, desvirtúen e incluso traicionen el modelo adaptado. Hitchcock es un experto traidor de modelos originales. La decepción del espectador es estos casos es responsabilidad del lector.
Quizás el mayor problema de este Drácula, la lista de filmes anteriores es interminable y aburrida en ocasiones, es su intento de rizar el rizo a niveles imposibles, de pasarse de astuto, de confundir transgresión con ineficacia estilística.
Es posible que a estas alturas no existan muchas posibilidades de revivir el cuerpo del viejo Drácula, su estirpe se ha expandido, y el regreso a las fuentes parece un ejercicio baladí. El melodrama de Coppola (1992) rescata lo peor del vampiro, el kitsch romántico, y libera en algunos momentos lo más interesante del filme, la mirada sobre el propio lenguaje cinematográfico. El intento más rizado, desde la perspectiva de darle una lectura desviada y pervertida al original, vino de la excéntrica mirada de Guy Maddin en su ballet fílmico: Dracula: Pages From a Virgin’s Diary (2002). Musica de Mahler, acompañando al cuerpo de ballet de Winnipeg y un Drácula encarnado por el bailarín chino Zhang Wei-Qiang. El filme ballet de Maddin posee plena conciencia de la impotencia del horror del Conde, por lo que lo empuja con su lenguaje de cine silente y efectos ante cámara hacia una dimensión de la comedia y a una reflexión sobre las posibilidades y potenciales olvidados del cine de los 1920.
La miniserie creada por Mark Gatiss y Steven Moffat, por su parte, posee una introducción llamativa, una suerte de terapia oral al personaje de Jonathan Harker, por parte de una monja que resulta ser una versión femenina de Van Helsing. Este mecanismo permite rescatar la oralidad de la novela, ese carácter epistolar que hace poco eficaz en términos cinematográficos su adaptación textual, pero que al mismo tiempo le otorga a la novela una cierta distancia de los acontecimientos; suerte de psicoanálisis y exorcismo que nos permitiría ingresar en el espacio arquitectónico de los territorios de Drácula.
Sin embargo, esa astucia inicial poco a poco deriva en una suerte de competencia por rizar el rizo, a partir de un conjunto de piruetas que involucran diversidad de citas, relecturas en aparente clave feminista, parodia, pastiche y otras variedades de artículos del arsenal de rizadores de rizos. Algunos parecen funcionar mejor que otros, como el inicial escepticismo de Val Helsing y ciertas citas a los filmes de la factoría Hammer, pero todo esto no logra sostener a un conde que, paradójicamente en la medida que va fortaleciendo su poder, va deviniendo en un personaje más ridículo que temible y más patético que aborrecible. No se trata de intentar respetar al modelo originario de Stoker, ya ha sido violentado hasta la saciedad, sino de la aparente impotencia por lograr hacer algo con él en este contexto. El resultado es el deterioro progresivo de la serie, la cual, a cada pirueta desesperada por intentar ser actual, parece degradar aún más al personaje.
Título original: Dracula. Creadores: Mark Gatiss & Steven Moffat. Emission: BBC 1 - Netflix. Dirección: Jonny Campbell, Damon Thomas, Paul McGuigan. Reparto: Claes Bang, Dolly Wells, John Heffernan, Morfydd Clark, Joanna Scanlan. País: Reino Unido. Año: 2020. Episodios: 3. Duración por episodio: 90 min.