Nasty Baby/Guagua cochina (Sebastián Silva, 2015)

Freddy (Sebastián Silva), un artista chileno viviendo en Brooklyn, parece tener su vida bastante resuelta: su novio Mo (Tunde Adebimpe) lo quiere y contiene sus ataques de frustración creativa y emocional; su mejor amiga, Polly (Kristen Wiig) quiere tener un hijo con él; su hermano (Agustín Silva) siempre está cuando lo necesita; y su viejo vecino Richard (Mark Margolis) -de esos neoyorquinos empedernidos que lo han visto todo- le ofrece palabras sabias en los momentos indicados. Una escena temprana del cumpleaños de Mo, quien se ve rodeado por una “familia elegida” de artistas y profesionales cool de todos los colores y procedencias (aunque no, por cierto, de todas las clases sociales), pareciera confirmar ese bienestar hipster del Brooklyn (o, más bien, una parte de Brooklyn) contemporáneo. Pero la llamada “gentrificación” de su barrio -que trae más cafés con buen wifi, plusvalía inmobiliaria, y “celebración de la diversidad” generalizada- no está exenta de ciertas incomodidades. Esas son personificadas aquí en un vecino de Freddy y Mo: Bishop (Reg E. Cathey), un negro con una discapacidad mental al que se le ve deambulando por la calle, representando así un resquicio del pasado proletario y popular (además de ruidoso y homofóbico) del barrio. La buena onda y el liberalismo de los profesionales y artistas recién llegados no logran disimular por completo el hecho de que para que ellos se queden los más pobres se tienen que ir.

Cuando Polly, ansiosa por tener un bebé, queda embarazada gracias a espermio aportado por Mo, esta especie de familia alternativa parece estar a punto no sólo de dar vida, sino también de rehacer (de manera triunfal) la típica narrativa nacional de la familia nuclear en clave no convencional y queer. Freddy, a su vez, parece estar a punto de dar un nuevo paso en su carrera, con una obra de video arte -la cual tiene el mismo título que la película- desnudando sus esperanzas, incertezas, y miedos frente a la guagua que está por venir. El futuro artístico, familiar, y económico de los protagonistas, por lo tanto, se ve prometedor. Pero cuando Bishop acosa a Polly, frustra la creatividad artística y desata la rabia de Freddy (una rabia que nadie puede tildar de racista, pues -en una maniobra hábil de casting- Mo es negro también), y empaña el atractivo general del barrio, la vida y el éxito artístico futuros chocan con otras vidas menos “exitosas”, y al final, francamente desechables. La guagua multirracial que viene en camino, entonces, deja de personificar los simplistas anhelos de una integración que acaso supere las tensiones socioeconómicas del barrio. Se convierte, más bien -en una vuelta de tuerca que no conviene revelar aquí- en un recordatorio inextricablemente asociado con Bishop, sumamente perturbador y, por qué no, derechamente “cochino”.

La película usa una variedad de artilugios visuales para efectuar una crítica mordaz y satírica de una retórica (heterosexista, además de ingenua y paternalista) muy común en los EEUU bajo Obama que figura la procreación practicada entre personas de razas diferentes como una forma de solucionar problemas sociales. Moviéndose por los espacios domésticos en los que las retóricas de poder se proliferan de manera más insidiosa, el filme rechaza la idea de que la procreación sea capaz de conciliar el pasado conflictivo con el futuro esperanzador con el que los niños figurativamente están asociados. Estos espacios domésticos son de hecho lo primero que la crítica del filme desbarata. Su escenario principal -el departamento de Silva, otra teatralización de su propio espacio doméstico (después de La nana del 2009, filmada en la casa de sus padres en Santiago)- parece capaz de albergar, con su luminosidad y el verdor fértil de las plantas de Mo por doquier, al niño tan anhelado. Pero al anochecer, resulta que los elementos que hacían del departamento un bien raíz tan atractivo (sus pisos de madera, su tina de porcelana, sus espacios abiertos) también significan que será bastante fácil limpiar la sangre que en algún momento dado se esparce por todas partes.

Lo mismo ocurre con las representaciones de la calle y del barrio: siempre con la cámara de mano -que otorga inmediatez y urgencia a las escenas, haciendo eco de la impulsividad de Freddy- lo que parecía apacible de día se vuelve oscuro, desfamiliarizado, y peligroso de noche. Cuando la película se mueve más allá de este ámbito -a la casa familiar suburbana de Mo, a la galería de arte que promete aceptar la nueva obra de Freddy, a la parcela rural del vecino Richard- es para mostrar otros escenarios aparentemente acogedores y apacibles con corrientes subterráneas de tensión e incluso horror. El filme pone en cuestión el cliché de que los niños sean “nuestro futuro”, y a partir de esto, también puede cuestionar, visualmente, otras cosas que se daban por sentado.

Al final, nadie sale ileso de los coletazos que la guagua cochina desata. Nasty Baby logra una crítica feroz, desnudando los mecanismos de poder detrás de la fachada tan progre y relajada que ha hecho de Brooklyn un referente pulcro del hipsterío burgués mundial. De paso, expone las disyunciones infranqueables entre la creación artística y la procreación familiar.

 

Título original: Nasty Baby. Dirección: Sebastián Silva. Guión: Sebastián Silva. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Sofía Subercaseaux. Reparto: Sebastián Silva, Tunde Adebimpe, Kristen Wiig, Agustín Silva, Reg E. Cathey, Mark Margolis. País: Chile. Año: 2015. Duración: 100 min.