Laberinto de mentiras (Giulio Riccarelli, 2014)

Mucho se ha dicho y escrito sobre la relación del cine con lo abyecto, intentando trabajar aquella difícil cuestión acerca de cómo se filma el horror. Los campos de concentración de la Alemania Nazi son una de las fuentes más recurrentes para este dilema, ya en esa extraña pulsión que tuvieron en la SS por documentarlo prácticamente todo, o bien en el reclamo que hacía Jacques Rivette sobre la estetización de la muerte en el film Kapó (Gillo Pontecorvo, 1960). El acercamiento del cine con lo inenarrable siempre será una pregunta abierta, y ya sea que se lo aborde desde la lejanía de lo implícito o el morbo del espectáculo, hay un mecanismo que nunca deja de ser interesante, el del silencio. Si bien llega a Chile bajo el título de Laberinto de mentiras, el núcleo de esta película tiene que ver menos con la distinción entre lo verdadero y lo falso y más con la voluntad, ya sea en la vergüenza o en el rencor, de callar.

Si se me permite un comentario en el horizonte de la traducción, el título con que nos llega esta película le hace un flaco favor al introducirnos en su temática. Si bien ésta es una cuestión de nunca acabar, resulta extraña la elección del apellido mentira por sobre el de silencio, presente en el título original (Im Labyrinth des Schweigens). Es más, podría proponerse una traducción más literal, algo así como En un laberinto de Silencio, lo que refleja de manera más adecuada la historia del joven y ambicioso fiscal Johann Radmann (Alexander Fehling), quien súbitamente pasa de revisar multas de tránsito a entrometerse en un mundo de sombras y secretos, mientras orquesta el más grande juicio en la historia de la República Federal Alemana, intentando condenar por asesinato a todos los criminales que sirvieron en el tristemente célebre campamento de Auschwitz.

La película comienza con la constatación de que 15 años luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, la historia reciente parece haberse sepultado por completo. Ambientada en la ciudad de Frankfurt, la vida continúa con cientos de antiguos soldados y oficiales nazis inmiscuidos en la cotidianidad, como si nada hubiera pasado. Auschwitz no significa gran cosa para la mayoría de los ciudadanos, no hay registro ni conocimiento sobre lo que allí sucedió. En este horizonte, con la ayuda del periodista Thomas Gnielka (André Szymanski) y conmovido por la historia del pintor Simon Kirsch (Johannes Kirsch), el joven Radmann se introducirá en una maraña de testimonios, archivos y descubrimientos, donde imbrica su propia búsqueda de justicia con la idea de lo que necesita su pueblo a la hora de analizar su pasado.

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El film es narrativamente muy eficaz, ya desde la presentación de los personajes, sus preocupaciones y objetivos, hasta con cómo se desenvuelve la historia. El relato mantiene siempre el ritmo y los giros de la trama son funcionales con sus principales lineamientos discursivos; la imposibilidad de una justicia plena, la valoración de la historia como motor de mutuo reconocimiento, el lugar de la memoria en el destino de los pueblos. La película es tal vez demasiado correcta en el manejo de sus recursos -si es que eso puede apuntarse como problema- donde los principios del cine clásico brotan por todas partes. Tal vez un juego más propositivo con el lenguaje cinematográfico podría haber sumado a lo llamativo de la historia, un componente visual más desarrollado, que hiciese eco de los motivos de la narración en un orden puramente estético.

Lo que sí tiene un lugar preponderante es la herramienta del fuera de campo. En sintonía con la idea estructurante que surge del silencio, el fuera de campo provee de un tratamiento sutil a un tema de suyo sensible. Los testimonios de los sobrevivientes o los experimentos del macabro doctor Mengele son todos introducidos pero no detallados, donde el montaje se encarga de otorgarles densidad sin caer en exhibicionismos. Un caso particularmente interesante, pero lamentablemente poco desarrollado, es el del artista Kirsch, quien luego de su liberación pinta un “Ángel de la Muerte”, del que solo vemos el reverso. Esta pintura, cuyo nombre recuerda el apodo de Mengele, produce curiosidad a la vez que rechazo, y el fuera de cuadro, propiamente tal, funciona como perfecto ejemplo de lo que la película entiende por silencio; silencio de los criminales que prefieren olvidar, silencio de las víctimas que no encuentran cabida en el lenguaje para describir lo padecido.

El ejercicio de revisión histórica plantea preguntas siempre inquietantes. En el caso de la generación que vivió en la Alemania de postguerra, moviliza la interrogante por el papel que jugaron los padres en los traumáticos eventos del pasado. Radmann confía en que su padre nunca participó del nazismo, y no defraudar su recuerdo es su principal motivación, a la vez que la fuente para sus mayores dudas. ¿Y qué ocurre con el resto? En tal sentido, todos los personajes son sospechosos, todos los que vivieron en ese momento pueden ser vistos como cómplices. No en vano se dice que el conocimiento involucra algún grado de dolor. La búsqueda por la verdad contiene esa condición paradójica, una suerte de necesidad imperiosa acompañada por lo terrible que puede ser el develamiento.

Cierro con un breve comentario sobre un paralelo que puede establecerse entre la historia de Laberinto de mentiras y cómo en Chile hemos entendido el ejercicio de la memoria y la persecución de crímenes de lesa humanidad, con algo así como 60 años de retraso. Una vez terminada la Dictadura en nuestro país, la transición ocultó a muchos agentes del Régimen Militar bajo el manto de una democracia restringida. Artífices del Golpe de Estado siguen ocupando cargos públicos, y la cantidad de militares procesados es escandalosamente reducida. Así mismo, no es extraño escuchar reiteradas quejas contra el cine nacional, donde se le recrimina su estrechez de mirada y reiteración del motivo dictatorial como única fuente de inspiración fílmica. Siempre me ha llamado la atención la naturaleza de este reclamo, como si los periodos históricos sufriesen alguna especie de agotamiento. Da la sensación que esta percepción está gobernada no tanto por un criterio relativo a la imagen o la representación, sino más bien por un ánimo de época, una construcción sobre nuestro pasado que se ha naturalizado en la fantasía del progreso, y cuyos coletazos golpean al cine, que cuando anhela revisitar estas épocas suele ser tildado de retrogrado o estancado. En Alemania han sido capaces de incorporar la reflexión sobre su pasado en el examen de su presente, y como señala el periodista Gnielka, no con el objetivo de reparar un daño inconmensurable sino con la perduración de las historias que dan forma al recuerdo, por oscuro que sea. Si aceptamos esto, los relatos nunca serán suficientes, y recae en los y las realizadoras la tarea de encontrar la coherencia y el sentido a tales discursos.

 

Nota del comentarista: 8/10

Laberinto de mentiras. Título original: Im Labyrinth des Schweigens. Dirección: Giulio Riccarelli. Guión: Elisabeth Bartel, Giulio Riccarelli. Fotografía: Roman Osin. Reparto: Alexander Fehling, André Szymanski, Johannes Krisch, Friederike Becht, Hansi Jochmann, Gert Voss. País: Alemania. Año: 2014. Duración: 122 min.