La herencia de la sangre: The Master (Paul Thomas Anderson, 2012)

Hay una distancia notoria entre la venerada Magnolia y la nueva cinta de Paul Thomas Anderson. Viendo nuevamente aquel filme de 1999 la comparación entre ambas obras da cuenta de un viraje más cerebral que espontáneo en lo que se refiere a su noción de la puesta en escena, al punto que parecen realizados por directores diferentes y hasta opuestos. Esa capacidad de reconversión estética e intelectual, si es que no ideológica, es un dato relevante a la hora de considerar la incomodidad, frialdad y brillantez de sus dos películas más recientes.

Pero hay un contexto adicional. The Master se estrena asediada por un peso específico asfixiante: la rúbrica de ser una cinta sobre los orígenes de la cienciología, doctrina religiosa peligrosamente cercana por lo demás al showbusiness, lo que podría imprimirle un engañoso matiz cinéfilo.

Afortunadamente, la nueva película del director de Embriagado de Amor es mucho más que esa limitada consideración porque su mirada se asoma a cierta forma de charlatanería y deshonestidad que ha sido un factor importante en la edificación de la cultura americana.

The Master profundiza en la indagación histórica sobre Estados Unidos iniciada con Petróleo Sangriento, una cinta que coincide espontáneamente con la visión histórica de Eric Hobsbawm -sobre el inevitable origen corrupto de la mayor parte de las fortunas familiares (desde los Varderbilt a los Rockefeller) con las que se construyó el país-, pero incorpora en el centro una relación de aprendizaje clausurada, similar al vínculo vampírico entre el director Jack Horner y Dirk Diggler, su monaguillo en el negocio del porno, en Boogie Nights.

En los instantes finales de la Segunda Guerra Mundial, Freddie Quell (Joaquin Phoenix) es un conscripto irascible, alcohólico y de bajo intelecto que se ha convertido en la diversión de la tropa. Al entrar la década del cincuenta, y luego de distraídas búsquedas afectivas y laborales en medio del boom económico de la América de postguerra, su encuentro con Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), patriarca familiar, hombre de ciencia con una confianza desmedida en la capacidad de sus ideas sobre el ser humano y la conexión con el universo es, al mismo tiempo, una opción de sobrevivencia como también de retorno a un régimen gregario.

A partir del encuentro de esos dos personajes, Paul Thomas Anderson elabora una narrativa oblicua en cuanto al tono y la naturaleza que va adquiriendo esa relación: en parte de aprendiz y maestro pero también de conveniencia mutua y manipulación.

Hay contornos definitivamente wellesianos en la figura de Lancaster Dodd, tanto en su desmesura física como en su superioridad intelectual y sobre todo en la megalomanía de sus pretensiones egóticas y religiosas con las que ha arrastrado a sus cercanos. En la recreación de ese círculo cerrado de dominación patriarcal, en el que Quell será siempre un extraño, un observador y un bueno para nada, Anderson se ensaña sobre la miserable manera en la que alguien puede hacerse con algo de riqueza en Estados Unidos.

Hay que reconocer que en el trayecto desde sus primeros filmes hasta ahora, el director no ha perdido un solo gramo en su habilidad muscular para construir personajes excepcionales, ni tampoco su sarcástico sentido de la observación. Es cierto además que la depuración de estilo narrativo ha llegado a un nivel de abstracción mayor que el alcanzado en Petróleo Sangriento. Con referencias mínimas a tiempos y lugares, su dramaturgia juega a dejar espacios de incertidumbre que, lejos de empobrecer el relato, realzan las innumerables connotaciones sociales y políticas con que Anderson hilvana sutilmente los vínculos y causalidades. De esos espacios, en los que se manifiesta la riqueza y profundidad en la interacción de motivos, temas y personalidades, podrían extraerse fácilmente dos cintas más.

Donde sí hay un cambio considerable es en su concepción de la puesta en escena. A la coreográfica dimensión omnisciente de Boogie Nights y Magnolia se opone aquí una construcción visual de planos fríos y de una solemnidad aplastante que hay que agradecer al trabajo de Mihai Malaimare Jr., -fotógrafo de los tres últimos trabajos de Francis Ford Coppola- y que es al mismo tiempo una declaración de principios sobre la puesta en escena como una ratificación del carácter evolutivo del proyecto cinematográfico del realizador.

Si tanto este como su anterior filme pueden ser a la larga experiencias cinematográficamente extenuantes, no es sólo por la impenetrable arquitectura de un personaje que se moviliza a partir de impulsos básicos (hambre, sed o deseo sexual) ni tampoco por la hierática progresión dramática de su relato. Hay una sensación de angustia en esos primeros segmentos en el barco de guerra, como la hay en el patético aprendizaje al que Quell se somete como conejillo de indias.

Es una suerte que la manera de filmar y de mirar el mundo haya cambiado en un cineasta que en sus primeras obras parecía apuntar a la satisfacción de cierta moda cinéfila. Pero lo es más que ese cambio se deba a una progresión deliberada de las posibilidades como realizador y que la lógica que lo gobierna sea el ideal de agredir al público más que el de complacerlo.