J’acusse (2): Crónica de poderes

Polanski quizás -quién lo sabe- desearía cerrar también el círculo con esta denuncia del poder sobre un inocente, la desesperación por la deriva circular de una injusticia que nunca acaba. Recogidos los antecedentes del escabroso caso de 1977, puede afirmarse que el nudo del problema es el poder, el poder hacer lo que desee para después contar mi verdad, decir verdades que nadie quiere escuchar de sí mismo.

Hay dos opiniones y, si se quiere, dos sensibilidades, que se expresaron en el Festival de cine de Venecia respecto de la presencia del director, Roman Polanski, al momento de ser presentado su filme J’acusse en la Mostra. Una corresponde a Lucrecia Martel, presidenta del jurado, quien expresó su incomodidad con la presencia del cineasta polaco francés, negándose a asistir a la proyección de la película. "No separo la obra del autor", señaló. Sin embargo, luego apuntó a la inconveniencia de vetar derechamente la participación de Polanski, atendiendo tanto al emblemático caso en particular de abuso sexual sobre una menor de edad de 13 años que le pesa desde 1977 ("la victima quiere cerrar el caso, dar vuelta la página", dijo) como a la necesidad o conveniencia de establecer un espacio de conversación amplio, de aprovechar el momento justamente para ello. Alberto Barbera, director del Festival, por otra parte, básicamente hizo lo contrario que Martel, separó la obra del artista señalando que la inclusión del filme se explicaba en sus cualidades de lo que definió como “obra maestra”. 

Antes de intentar una crítica de J’acusse que relacione justamente tales supuestas cualidades intrínsecas y su contenido esencialmente histórico (es una recreación) con el escándalo sexual (y de poder) y el devenir judicial, mediático y diplomático vivido desde entonces por Polanski, no puedo dejar de reconocer una cosa y pensar en otra. Chinatown es mi filme preferido, me es imposible imaginar que un día me niegue a verlo o al mundo sin él, forma parte de mi vida como casi todo el cine de Polanski, desde adolescente. Por otra parte, y atendiendo a lo que más arriba señalé como sensibilidades opuestas (al menos esbozadas en sus declaraciones en medio del Festival), no desearía obviar el tema de género en las implicaciones. No creo trivial el que una mujer, Martel, exprese su incomodidad, una palabra que atañe tanto a lo racional como a lo físico, y un hombre en cambio, Barbera, haya aterrizado el problema directamente en lo intelectual sin hacerse muchos dolores para defender su trabajo a cargo del Festival. Es solo un ejemplo, y si bien generalizar es caer muchas veces en la banalidad, sí creo conveniente usarlo como acto de conciencia y honestidad respecto de mi propia aproximación al filme y a la figura de Roman Polanski. No es nada de fácil imaginarse el ser justo en este caso.           

J’acusse se inicia con un gran plano general compuesto de toda la simetría de la estructura militar y el orden y la arquitectura imponente que un imperio busca representar. Los planos, en cortes precisos, van acercándose a los objetivos del lente: los soldados franceses, dispuestos en un ritual de desagravio dirigido a uno de sus oficiales: el traidor, el hereje y, de alguna manera, el único y distinto, Alfred Dreyfus, un joven militar de rica familia judía quién ha sido acusado y condenado por alta traición a la patria como supuesto espía de potencias extranjeras. En ese movimiento caro al cine en que vamos de lo general a lo particular, de la representación de un ejército ordenado en una inmensa plaza central y la masa de ciudadanos que pide la cabeza del traidor desde afuera de las rejas del palacio, hasta llegar al rostro descompuesto por la vergüenza y la vejación a la que es sujeto Dreyfus, asistimos al curso de una transformación tenue, armónica. La del tiempo y espacio propicio a la historia universal, esa de las estampas en los libros, al momentum de la historia singular, la de los sujetos, aquella que fija el gesto al suceso. Esa secuencia de obertura condensa, sin ambigüedades ni cortocircuitos, lo fluido de la relación entre la historia universal y la privada o personal en movimientos y composiciones cinematográficas casi quirúrgicas. Hay un acusado, frente a él todo un imperio, su inteligencia a la vez que su condición de judío ya lo separan del resto de los hombres. 

Georges Picquart, un conciso y elegantemente ético Jean Dujardin, es un hombre que en principio parece reunir los mismos pecados y carismas propios de la oficialidad que lo rodea. Su antijudaísmo se declara desde ese mismo inicio, sin embargo, baja la mirada cuando el degradado Dreyfus pasa a su lado. Ha sido su profesor en la escuela de guerra y ha tenido participación activa en la acusación. Acto seguido, Dreyfus será enviado a la diminuta Isla del Diablo, perdida en el océano norte africano, donde le serán asignados guardias que tienen prohibición de hablarle y que pronto comenzarán a engrillarlo en las noches. Picquart, protagonista del filme, será prontamente encargado de dirigir el organismo de inteligencia, situado en un decadente edificio anónimo, con un portero ya muy viejo que se queda dormido y una oficina cuya ventana no se puede abrir. Es el halo de desprecio a aquellos que ofician el trabajo sucio del régimen. La suciedad en el ambiente se hace sentir, es un mundo corrupto, dominado por hipócritas.   

Lo que distingue a Picquart de la decadencia palpable a su alrededor es un halo de integridad asociado a una fuerza de voluntad que se va imponiendo en él progresivamente, no a la falta de prejuicios que parece afectarlo de igual manera que a los demás. Picquart se ve impelido por un imperativo ético irresistible cuando descubre pruebas de que el supuesto traidor es inocente y el verdadero culpable, en cambio, camina libre y continúa entregando información militar a los extranjeros. Lo que se inicia entonces es una batalla frontal por la dignificación de la historia: militar, y por ende personal para Picquart, universal o francesa, que aquí viene a ser lo mismo, para la película. 

Polanski, como nunca, asemeja aquí un cirujano más interesado en la objetividad -de la historia y de la justicia- que en las emociones existenciales de los seres. Hay un cierto distanciamiento en el tratamiento al personaje de Dreyfus, una objetividad racional que lo dignifica sin llegar a analizarlo o descifrarlo del todo, tal vez por esa misma distancia. Picquart se lanzará al vacío en una cruzada que solo algunos van a acompañar, Emile Zola el más sonado, legendario escritor del naturalismo francés, cuya incendiaria carta publicada en la prensa titula originalmente al filme, Yo acuso. Se trata de unos pocos hombres rectos, no necesariamente buenos, y un poder político y militar dominado por la mentira que ya los hace sentirse parte de algo compartido. Polanski hace uso de un ajustado arsenal clásico en la narración cinematográfica lineal del juicio. La cámara suele moverse en paneos a velocidad de paso humano y mantenerse en su objetivo en movimiento un instante más de lo que solemos ver en la actualidad, pero solo un instante necesario para enlazar una narración precisa y, nuevamente, muy humana. Los objetivos los sitúa a una distancia media, pero no rehúye de primeros planos, y sus actores ataviados con uniformes y trajes de época parecen llevarnos en una máquina del tiempo. Tal vez aquellos seres reales temerían y agradecerían al mismo tiempo el verse retratados así. 

Puede que haya algo que falta, pero también algo muy sutil se instala ahí, atrás o adelante de lo que estamos viendo. Lo que tal vez falte, en un grado no muy intenso, puede que sea cierta incertidumbre y desazón que culmina en desesperación o tragedia en general en los filmes del autor polaco. El triunfo del mal, a veces infernalmente ambiguo como en El bebe de Rosemary o Perversa luna de hiel, o hundido en un pozo sin fondo como en Chinatown o El inquilino. Se puede achacar una mayor heterogeneidad en los sufrimientos del mundo propia a El pianista, pero este es el relato del desarme de un procedimiento injustamente ejecutado en nombre de un nacionalismo desconfiado y odioso, frente a un sujeto supuestamente diverso, muy minoritario y con mucho dinero. Y en la otra vereda, entonces, ¿qué podría comportar aquello sutil que representaría la suma, la sensación de que hay algo potente que se mantiene en el gusto ya terminada la proyección?    

Nada acaba nunca, decía uno de los más memorables personajes de la novela gráfica Watchmen de Alan Moore. Solo en la ficción de la reconstrucción de un pedazo de historia universal -en el sentido de recordarla desde el arte- se puede pretender cerrar un relato moral o, más sabiamente, dejarlo abierto, como un continuo que no tendrá un final feliz, ni infeliz, ni siquiera agridulce. Estos dos hombres podrán más tarde mirarse a la cara sin sonreír y decirse la verdad de sus circunstancias y sus voluntades con escasas, económicas palabras. No hay mucha más justicia que pueda alcanzarse desde el poder cuando el pasado ha muerto. Una ligera sensación de vergüenza por la disparidad de destinos permanece en el aire, aún cuando el premio para Picquart sea merecido, lógico, y, por sobre todo, justo. ¿Será atinado entonces el parangonar a Dreyfus con Polanski? Dudosamente. Lucrecia Martel reafirmó algo muy sabido por los medios: que la víctima lo ha perdonado -honestamente o no, quién puede saberlo- y solo desea cerrar el caso; que el pasado, y con él la injusticia, termine de morir. 

Polanski quizás -quién lo sabe- desearía cerrar también el círculo con esta denuncia del poder sobre un inocente, la desesperación por la deriva circular de una injusticia que nunca acaba. Recogidos los antecedentes del escabroso caso de 1977, puede afirmarse que el nudo del problema es el poder, el poder hacer lo que desee para después contar mi verdad, decir verdades que nadie quiere escuchar de mismo: "todo el mundo quiere acostarse con chicas jóvenes, los jueces lo desean, todos", le declaró Polanski a Martin Amis en una entrevista celebrada en París a principios de los ochenta. Bien podría haber agregado: yo pude hacerlo y ustedes no, por eso me odian. Y quizás solo quede, en mi opinión muy personal, olvidar los juegos de espejos entre honestidades y deshonestidades brutales del realizador y centrarse en lo meticuloso de la reconstrucción de esta película (obra maestra de la representación histórica, como señaló Barbera). Desde el filme, y solo en la ficción por la ficción, se tratará de la historia universal, allí donde a veces los pequeños, los sin mucho poder y los no tan pequeños puedan jugar sus cartas. Lo fundamental es que, a diferencia de los “dioses”, sea un principio ético preciso el que los guíe y el premio llegue por añadidura. 

 

Título original: J'accuse. Dirección: Roman Polanski. Guion: Roman Polanski, Robert Harris. Fotografía: Pawel Edelman. Música: Alexandre Desplat. Reparto: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuelle Seigner, Grégory Gadebois, Hervé Pierre, Wladimir Yordanoff, Didier Sandre, Melvil Poupaud, Mathieu Amalric, Laurent Stocker, Eric Ruf, Vincent Pérez, Michel Vuillermoz. País: Francia. Año: 2019. Duración: 126 min.