El Vicepresidente: La cosmética de la corrupción

Hay películas que crecen enormemente gracias al maquillaje, especialmente en Hollywood. La tradición de la actuación que sumerge a los actores en sus papeles, se potencia de manera particular cuando se acompaña de una transformación física de gran cuantía. Se pone en inmenso valor cuando un actor o una actriz queda “irreconocible”, o bien, cuando la metamorfosis se produce para con un personaje público y el parecido resulta asombroso. Pues bien, a pesar de ser reconocido como un actor comprometido, que no duda en adelgazar, engordar o endurecerse para interpretar tal o cual rol, Christian Bale no se parece a Dick Cheney, uno de los políticos más oscuros en la historia de Estados Unidos y figura central de El Vicepresidente, última película del director norteamericano Adam McKay. Si bien el actor británico sumó cerca de 20 kilos de peso para meterse en la piel del infame burócrata, sus rostros no se asemejan en lo más mínimo. El notable trabajo de maquillaje de Greg Cannon y su equipo, lo que les valió el único premio Oscar que se llevó la película en la reciente ceremonia, hizo la tarea de forma excepcional. Ahora bien, no solo se trata de prostéticos, colores y pelucas. No son solo los rostros cuyas sombras son aliviadas, cuyos bordes son emparejados. La temática está también pasada por una cosmética, una que permite fruncir el ceño pero que no termina por resquebrajar la máscara.

El Vicepresidente cuenta la vida del mencionado Cheney, de cómo un tipo común y corriente de Wyoming llegó a transformarse en uno de los políticos más poderosos del mundo. La película recorre diversos episodios de su carrera, desde sus veintes hasta más menos sus setentas (otro punto más para el departamento de maquillaje). Sin seguir una línea cronológica estable, comenzamos por uno de sus momentos definitorios, su accionar en el 11 de septiembre de 2001, siendo vicepresidente de George W. Bush, y asumiendo una autoridad rara vez vista para su cargo, ordenando derribar cualquier avión que siga en el aire luego de los atentados al World Trade Center. El relato regresa a su pueblo natal de Casper, donde vemos cómo su esposa Lynne (Amy Adams) se transforma en una impulsora fundamental para que abandone la mediocridad. Luego de mudarse a Washington es adoptado por un joven Donald Rumsfeld (Steve Carrell) quien lo valora por su perspicacia y silente obediencia durante la administración Nixon. El recorrido va ubicando a Cheney cada vez más cerca del poder, lo que lentamente se transforma en una obsesión, la que se corona con el triunfo (dudoso, por decir lo menos) en las elecciones presidenciales del año 2000. Aficionado a la pesca con mosca, hábil y convincente, Cheney acepta a regañadientes la propuesta de George W. (Sam Rockwell) por ser su veep solo si puede supervisar las tareas “mundanas” de la administración, como política internacional y fuerzas armadas, a lo que el inocente Bush accede sin problemas.

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Apoyándose en un eficiente uso de un narrador omnisciente, el filme se adentra en un complejo entramado de corrupción política al mayor nivel, explicando cómo Cheney orquestó la guerra en Irak, la presión por “liberarlo” de la tiranía de Sadam Hussein y negociar por sus recursos petroleros, la construcción narrativa en torno a las armas de destrucción masiva que nunca fueron encontradas y los procedimientos de tortura utilizados contra prisioneros talibanes detenidos en Guantánamo.

Con una carrera sentada en la comedia pero recientemente vinculándose más con la política, McKay viene tratando irónicamente álgidas redes de poder. El Vicepresidente parece una continuidad con su trabajo anterior, La gran apuesta (2015), donde se diseccionaba desde distintos puntos de vista el colapso económico en Estados Unidos en el año 2008, y cómo algunos astutos lograron sacar provecho de esa situación. En ambas obras, la continuidad dramática se cortaba constantemente para dar paso a secciones ilustrativas, que informaban de determinados aspectos de la trama, probablemente los más engorrosos, de manera lúdica y simple. En La gran apuesta, esto tiene un carácter mucho más técnico, vinculado a burbujas inmobiliarias, líneas de crédito y complejos conceptos económicos. En El Vicepresidente, por su parte, estas secuencias cumplen dos funciones: por un lado, llevar casi al absurdo los detalles de la maquinaria de corrupción orquestada por Cheney, y por otro, darle atractivo a una historia que es muy pública y dentro de todo bastante conocida. Documentales como El mundo según Dick Cheney (R.J. Cutler y Greg Finton, 2013) caminan exactamente por la misma senda, donde incluso vemos algunos archivos que son usados o recreados en la ficción de McKay. Para alejarse de ese formato el director recurre a todos estos juegos, donde los personajes miran a cámara, se utilizan populares videos de Youtube, montajes acelerados, escenas burdas que aligeran el contenido, como haciéndolo apto para todo público.

Si bien podemos observar una voluntad por acercar a grandes audiencias temas que son peliagudos y a ratos difíciles de explicar, detrás de esta estrategia también se levantan prejuicios hacia el público, el que pareciera que, a ojos de los realizadores, necesita de un contenido masticado, irónico y burlón para conectarse con la cara más contemporánea del mal. No podría sostener como exigencia que una crítica al sistema político norteamericano necesitase levantarse desde la oscuridad profunda y desgarradora del drama, muy por el contrario, el humor siempre ha sido una forma aguda de enfrentarse al poderoso. La problemática de la propuesta en El Vicepresidente es que el tono aligera demasiado los conflictos, los que flotan livianamente y no se alcanza a sopesar de manera precisa las miles de personas que han muerto, tanto estadounidenses como no, a causa de las acciones de la administración Bush.

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Estamos frente a una película crítica, eso es innegable, pero su crítica está maquillada. Es una cosmética que permite su emergencia dentro de un sistema que está acostumbrado a permitir grietas marginales, nunca estructurales. Cheney es un político macabro, eso lo podemos ver, pero el discurso del director llega hasta ahí. No podemos percibir hasta qué punto se hace cargo del desastre, ni interpela a su sociedad a hacer algo al respecto. Hay una escena post-créditos, tan de moda por estos días, que algo de ello hace. Pero a diferencia de lo que propone Spike Lee en el epílogo de BlackKklansman (2018), McKay no modifica el tono, haciendo que el discurso se diluya en la dinámica de la comedia física. Dicho todo esto, no sería justo atribuirle todo el crédito al maquillaje. Estos no servirían mucho, en el caso de las actuaciones, si los intérpretes no fuesen capaces de encarnar de manera creíble sus papeles. En este sentido, tanto Bale como Adams y, en general, el resto del elenco están a la altura de las exigencias. Es en la cosmética de la corrupción que no se supera la puesta en evidencia y la respuesta no puede ser que solamente nos riamos de ello.

 

Nota comentarista: 7/10

Título original: Vice. Dirección: Adam McKay. Guión: Adam McKay. Fotografía: Greig Fraser. Reparto: Christian Bale, Amy Adams, Steve Carell, Sam Rockwell, Jesse Plemons, Eddie Marsan, Alison Pill, Stefania Owen, Jillian Armenante, Brandon Sklenar, Brandon Firla, Abigail Marlowe, Liz Burnette, Matt Nolan, Brian Poth, Joey Brooks, Joe Sabatino, Tyler Perry, Bill Camp, Shea Whigham, Cailee Spaeny, Fay Masterson, Don McManus, Adam Bartley, Lisa Gay Hamilton, Jeff Bosley, Scott Christopher, Mark Bramhall, Stephane Nicoli, Kirk Bovill, Naomi Watts, Alfred Molina, Lily Rabe. País: Estados Unidos. Año: 2018. Duración: 132 min.