El pa(de)ciente: Un pequeño fresco de la salud chilena

El pa(de)ciente ofrece un pequeño fresco burgués de la salud en el Chile del Estallido, presentando un interés tanto artístico como documental -y, por cierto, de entretenimiento- que sin duda la hará permanecer en nuestra memoria cinematográfica, social y política.

El pa(de)ciente es la tercera película de Constanza Fernández, directora chilena que previamente filmó el cortometraje No me pidas que no lo lamentes (2008) y el largometraje Mapa para conversar (2011). Con la impecable actuación protagónica de Héctor Noguera, El pa(de)ciente trata de las vivencias del doctor Sergio Graf al desarrollarse en su cuerpo el síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad del sistema inmunitario que puede llegar a causar parálisis permanente. El guión es de la directora y se basa en el relato autobiográfico del doctor Miguel Kottow en El pa(de)ciente. La medicina cuestionada: un testimonio (2013).

En la película, Fernández retoma la mirada psicológica y el carácter intimista ya conocidos en Mapa para conversar. El tono es menos provocador y los diálogos son mucho menos intrincados, para un resultado que igualmente perturba. El nudo de los acontecimientos, que sigue descansando en la afectividad, se abre de manera más evidente desde lo familiar hacia lo social. En Mapa, una de las primeras películas de temática lésbica en haber sido realizada en Chile, la acción central es un tour en barco que impide una infiltración directa del contexto, el que permanece suspendido sobre la historia como los nubarrones que amenazan con hacer naufragar la embarcación. En El pa(de)ciente, el exterior se vuelve palpable mediante personajes y locaciones concretas, especialmente a través del personal de salud en un hospital o, mejor dicho, una clínica privada.

Las películas de Constanza Fernández versan sobre la burguesía, pero en este caso la problemática tiene un alcance más vasto: la burguesía local o, más bien, cierta burguesía local actúa tamizando acontecimientos que nos pueden afectar de modo transversal, sin dejar de escenificar situaciones que la involucran directamente en tanto núcleo de poder, es decir, en cuanto sector que tiene la facultad de incidir sobre el destino de otres. El pa(de)ciente cataliza un conjunto de situaciones que concitan un interés global porque remiten, justamente, a un problema global: los efectos de la medicina sobre los cuidados, enlazados a los efectos del neoliberalismo sobre el sistema de salud.

Hasta que sobreviene la enfermedad, el principal escenario de la acción es el departamento de los Graf. Este departamento no es un set, sino una locación real, pero filmada de un modo particular. En el ambiente logrado no sólo o simplemente intervienen la ornamentación, la decoración o la luminosidad, sino también el uso de la cámara. En El pa(de)ciente, los encuadres, planos y ángulos elegidos privilegian las tomas cercanas y enfatizan la proximidad con y entre los personajes y sus objetos, o los objetos, pues adquieren ellos también cierto protagonismo como marcadores de identidad, cultura, estatus y confort. Esto contribuye a generar la atmósfera de un dulce hogar burgués: íntima, cálida, pero en cierto modo clausurada. Se delata la construcción por esta familia de un ambiente protegido que sus integrantes mantienen cerrado al exterior, mientras las relaciones en su interior se basan en tratos amables, afables y hasta cariñosos, aunque algo distantes. Esta distancia es, asimismo, la que el doctor Graf se preocupa de mantener con el resto de la familia cuando se halla en el espacio atiborrado de libros que constituye su refugio dentro del refugio, es decir, su escritorio en un rincón de la biblioteca.

La familia Graf es de ascendencia judía y cultura alemana. Podría decirse que es parte de la burguesía intelectual de origen europeo que recién ha llegado -o regresado- al poder con el gobierno recién instalado; una burguesía ilustrada que, aliada a vastos y diversos sectores sociales,  desplazó a otra alianza, la de la burguesía hispánica local de raigambre latifundista con aquella de distintos orígenes europeos abocada al comercio, las finanzas y la subdesarrollada industria. La esposa del doctor Graf, interpretada por Naldy Hernández, cumple un rol más bien convencional de acompañamiento y cuidado, como si no tuviera vida propia, pese a indicarse que es profesora de piano. La hija y el hijo, interpretados por Emilia Noguera y Diego Casanueva, tienen sus vidas, sus hijos y profesiones, son sujetos relajados, perspicaces y bastante exitosos: ella es académica en letras; él, un profesional transhumante que tiene la idea de quedarse a vivir en el extranjero. Están también los nietos, el mayor de ellos interpretado por el hijo de la realizadora, Romano Kottow, y una tercera hija, interpretada por Amparo Noguera -hija del actor protagónico Héctor Noguera en la vida real-, quien añade a la historia el componente divertido y disruptivo.

Esta figura disruptiva abre una brecha que permite atisbar un primer círculo social alrededor de la familia de los Graf: pese a pertenecer a ella, la hija interpretada por Amparo Noguera cumple una suerte de rol intermediario entre el núcleo cosmopolita -desterritorializado, translocalizado- que esta familia conforma y el contexto nacional y contemporáneo circundante, por medio de una singularidad sociocultural y lingüística chilena cuya emergencia se agradece. Por esto causa gracia el personaje, explicando que se haya atribuido a esta película un tono de comedia: porque entraña una picardía, un sentimentalismo cebollento y una precariedad que rasgan el tono de mesura, calma, contención y solvencia en el que se desenvuelve la familia burguesa. Además, es claro que este recurso dramático permite suscitar la identificación de un público más amplio.

El segundo es el círculo profesional y laboral del doctor Graf, en el cual el discípulo interpretado por Daniel Muñoz cumple un papel afectivo y social fundamental, pues indica la posibilidad de una solidaridad entre clases mediada por la relación profesional y, por ende, la confianza en un ascenso social genuinamente meritocrático, así como la posibilidad de un vínculo estrecho entre saber y querer. Esta relación es secundada por una cadena solidaria de colegas del doctor Graf que en un momento se quiebra. A medida que la enfermedad se agrava, la situación social del doctor también, de distintas maneras. La película realiza su crítica a la salud chilena por la carestía de los tratamientos y, sobre todo, por el maltrato sistemático y sistémico que le inflige inclusive a quien trabaja para ella y la sustenta con su práctica médica, sus investigaciones y su docencia. La crítica involucra a una prestigiosa institución universitaria estatal que en el contexto descrito entra en contradicción con su vocación de servicio público y, en un círculo adicional, a un conocido y vapuleado senador y luego presidente chileno que representa la más genuina cara del neoliberalismo y, simultáneamente, una de las peores caras de la política nacional.

En una película que casi no registra el paisaje porque privilegia los espacios cerrados, vemos flotar del puente La Concepción un monumental lienzo que denuncia el saqueo del agua. Esta aparición sorpresiva no tiene que ver con la temática, pero tampoco es baladí: así es como se infiltra en el relato la contingencia. La filmación de El pa(de)ciente no sólo coincide con el Estallido social del 18 de octubre de 2019 -que estalló ese día como acontecimiento, pero se extendió durante meses, hasta la llegada del Coronavirus y más allá-, sino también con el malestar y las ansias de transformación que experimenta el cuerpo social en ese momento y hasta el día de hoy. Este hecho es agravado por una pandemia que resulta extemporánea a los hechos narrados, por lo cual no figura en el filme, aunque éste, paradójicamente, no deja de evocarla, como si la anticipara. En la película, el malestar aqueja el cuerpo de un doctor que, de tratar a pacientes, se convierte él mismo en un paciente, pero un paciente padeciente. Sin embargo, es también en esta crítica posición que el doctor y la película realizan al menos dos giros afectivos vislumbrados al describir las relaciones entre algunos personajes.

Uno de estos giros se produce respecto del saber científico y tecnocrático que gobierna nuestro sistema de salud. En el hospital o, mejor dicho, la clínica privada, vemos el ajetreo de médicos, tens (técnicos de enfermería de nivel superior) y administrativos que asisten al enfermo, mas no al estilo de las numerosas series popularizadas sobre la materia, ágiles, rápidas, llenas de tramas y subtramas que se engarzan entre sí a toda velocidad (aunque de esto hay una pizca), sino con un foco puesto en el enfermo. La narrativa audiovisual remarca un espesor de tiempo que se dilata, se prolonga y aumenta el padecimiento, sobre un fondo de lánguidas paredes blancas, una cama filmada de modo cenital que subraya el encierro y situaciones diversas captadas en ralenti. Mientras el doctor narra sus vivencias a una grabadora para no decaer -lo que será la base de su posterior autobiografía-, el giro en su situación y su modo de enfrentarla involucra a la terapeuta alternativa interpretada por una notable Paola Gianinni, otro personaje que permite infiltrar la viveza y la calidez criollas en la trama. En este aspecto del cuidado, del aproximarse al otro desde la empatía y la humanidad, El pa(de)ciente tiene mucho en común con “Médicos”, una de las tres historias de Nani Moretti en Caro diario (1993) y, tal vez, la más entrañable y memorable de ellas.

El otro giro, base y eco de lo anterior, tiene lugar respecto de la tradicional imagen de un pater familias poderoso, autoritario y severo. Al quedar fragilizado el hombre de la casa y doctor de la medicina, se propone en su lugar un modelo de masculinidad cuya inteligencia integra la sensibilidad, como si estas no necesariamente fueran contrincantes, sino que pudieran ser aliadas; como si el poder pudiese y debiese recaer en algo distinto de la mera distancia y su objetivo no fuese netamente someter. Así, más que un saber fundado en conocimientos productores de salud por la intermediación estricta de una ciencia cuestionada a nivel institucional y de sistema, se reivindica en El pa(de)ciente una sabiduría de vida, de buena vida o, más bien, podría decirse en códigos neoconstituyentes, de buen vivir. Sólo viendo la película se podrá saber si este anhelo se concreta o no y de qué manera, pero resalta este afán de abordar la masculinidad y la autoridad desde la perspectiva de una directora y guionista mujer; perspectiva de deconstrucción en un sentido feminista, pero que complejiza algunas posturas en la materia al poner en primer plano, justamente, la afectividad y la solidaridad que pueden atravesar las relaciones de sexogénero y humanas en general.

Tan interesante como lo anterior es la forma en que la película de Constanza Fernández materializa este giro afectivo en el ámbito de la producción. En el preestreno de la película en Santiago en enero de 2022, la directora aclaró que no agradecía a ningún financista porque no recibió ningún financiamiento para realizarla. Esto explica la relativa modestia de las locaciones, pese a que se bastan a sí mismas, pero puede sorprender, entonces, el contraste con la multitud de personajes que pueblan el filme y la cámara enfoca, recorre en paneo o simplemente capta a la pasada. A veces, estos personajes tienen parlamento; otras, solamente adoptan una pose. Vuelven vívida la historia, pues encarnan a una diversidad de sujetos en distintas situaciones: una jockey en una camilla; una enfermera locuaz y otra, silente; un coro evangélico; un senador; un paciente que se ejercita; una hermosa pianista adolescente; etc. Todxs ellos rodean al doctor Graf en su epopeya médica individual; algunos enmarcan y agudizan su padecimiento; otros lo amplifican o proyectan socialmente, al conectar su dolencia con otras dolencias, su cuerpo con otros cuerpos y cuerpas.

Volviendo a la producción, cabe anotar que el grueso de este elenco de actores secundarios y extras se compone de amistades de larga data de la realizadora que actuaron gratuitamente y cuyo núcleo de formación original -como he comentado en un artículo antiguo acerca de Play, de Alicia Scherson- está precisamente en las cuestionadas disciplinas de la economía, la ciencia, la ingeniería, porque se trata de un grupo en fuga. Algunos en este elenco son conocidas: les directores Pepa San Martín, Andrés Waissbluth y la misma Scherson, la actriz Soledad Gaspar o el productor de la película, también cineasta, Roberto Doveris. Incluso se podrá reconocer a una actual ministra de gobierno cuyo nombre no develaré. Pero son muchos más y entre esta otra familia y la del filme pareciera sólo haber desajustes actorales, como si se hubieran puesto juntos sus integrantes en una licuadora para remezclar sus roles y relaciones en una agencia colectiva y un nuevo experimento de vida. Junto al cameo de la propia directora, la aparición de su hijo, Romano, produce la imbricación entre realidad y representación, pues es nieto de Graf y Kottow a la vez.

En medio de la precariedad generalizada y la incomprensión hacia las artes, cierto cine en Chile se hace no sólo a pulso, sino también mediante una política del afecto que sostiene a esta y otras comunidades creativas. El hecho de que sea más fácil cultivarla en un medio burgués ilustrado no le quita espesor a la operación social, cultural y micropolítica, ni tampoco a su diagnóstico sobre la posición de padecientes que sus integrantes ocupan en una sociedad globalmente enferma. Aunque se trata de padecientes impacientes que, en muchos casos, salieron a manifestarse antes, durante y después del año 2019, hasta alcanzar el poder para, ojalá, humanizarlo, socializarlo y no simplemente hallar nuevas formas de acumularlo. Es importante recalcar este punto, a fin de que las convulsiones experimentadas por este cuerpo social enfermo no se conviertan en un mero cauce para la irrupción de una nueva burguesía creativa, como pueden hacerlo pensar otros proyectos cinematográficos chilenos más bullados, pero menos interesantes y sinceros.

Con El pa(de)ciente, Constanza Fernández ofrece una película sugerente y lograda, seria y juguetona a la vez, con pocos baches que traicionan una suerte de factura artesanal ligada a lo ya descrito. Esta imperfección es saludable, pues delata la implicación de la artista y su colectivo en una realización fílmica latinoamericana, más allá de industriales parámetros hollywoodenses o netflixenses. No hay en esta película grandes efectos especiales; cierto efecto onírico que matiza el realismo representativo lo produce la cámara que se ralentiza, se estabiliza fotográficamente, hace tomas cenitales o a ras de suelo; o bien la edición, que juguetea recortando escenas para producir elipsis en un tiempo que se estira, siempre con la intención de captar la interioridad de les personajes, protagónicos o no, en la relación que establecen consigo mismo y les demás. Tampoco se sustenta esta película en grandes acciones o declaraciones, sino más bien en una mirada aguda y pausada que disecta a la familia como disecta a la sociedad para poner sobre la mesa esquemas de relacionamiento saludables de los cuales extrae su misma condición de posibilidad. El pa(de)ciente ofrece un pequeño fresco burgués de la salud en el Chile del Estallido, presentando un interés tanto artístico como documental -y, por cierto, de entretenimiento- que sin duda la hará permanecer en nuestra memoria cinematográfica, social y política.

Título: El pa(de)ciente. Dirección: Constanza Fernández. Guión: Constanza Fernández. Fotografía: Cistián Petit-Laurent. Reparto: Héctor Noguera, Amparo Nogerua, Naldy Hernández, Emilia Noguera, Diego Casanueva, Daniel Muñoz, Paola Giannini. País: Chile. Año: 2021. Duración: 108 min.