Cuando Acecha La Maldad: No hay a quien rezar

Esta película no demora absolutamente nada en iniciar su intriga, y más aún, en la acción, aunque solo se trate del sonido de unos disparos de bala, allá afuera, en la noche profunda del campo del sur argentino. Dos hermanos, Pedro (Ezequiel Rodríguez) y Jimmy (Demián Salomon), el primero ya en la edad madura, el otro pisando los talones, que viven juntos en una casona de campo con la única compañía de unos perros -es decir, ya de por sí una pareja llamativa, cuando menos común en la vida que en el cine- deciden salir afuera armados de rifles, seguros de que no se trata de un cazador furtivo por sus campos.

Por la mañana descubren un cuerpo partido en dos, un maletín, una llave de extraña forma, y algunos documentos desperdigados por el pasto que los llevan directamente a una pequeña casa destartalada, tipo rancho, donde descubrirán que uno de los moradores padece algo mucho peor que la peor de las enfermedades: esta envichado, es decir, encarnado por un espíritu maligno. Solo algunos elegidos, especies de exorcistas, pueden matar a los que padecen tal posesión. De lo contrario, los demonios ya liberados del cuerpo huésped, irán sembrando el horror por todo alrededor.

A poco de comenzado el relato evidenciamos que la gente en general, vecinos, policías, parientes, saben lo que es estar encarnado. Han escuchado del fenómeno, pero no lo creen posible en esa localidad tan lejana del mundanal ruido. Son cosas de las ciudades, piensan. Esto genera un cierto efecto extraño que bien podría acercar al filme al terreno de la fantasía o de estar presenciando un relato que se desarrolla en una dimensión paralela, donde casi todo parece ser igual a nuestro mundo, pero no lo es. A esta altura, de cualquier manera, la historia avanza a toda máquina, deteniéndose por breves instantes para retomar rápidamente la acción trepidante, a ratos casi desquiciada. Personajes nuevos van entrando en escena gradualmente: la madre de Pedro y Jimmy, un hijo que padece de autismo, la ex esposa que vive en el pueblo, una misteriosa mujer que vive sola y que parece saber mucho más que todos sobre el terror que los está afectando y literalmente expulsando de sus hogares. También algún otro desaparecerá para volver a aparecer en un estado completamente nuevo.

Algo hay en el trabajo de Demián Runga, director de esta cinta, que recuerda lo indirecto y oblicuo del estilo de M. Night Shyamalan, en particular el de The Happening (2008). No en cuanto a su visualidad especifica sino la manera en que los cuerdos van descubriendo la locura encarnada tras una puerta o en la sala de al lado, bajo la mesa de comedor, mientras la cámara encuadra a otros personajes, y sobre todo por la forma en que esta maldad va envolviendo todo, internándose viscosa y silenciosamente, y explotando de forma ajustada. Algo lejano recuerda a ese Shyamalan pero en cámara rápida y voces argentinas. Rugna enciende la maquina desde el primer segundo con un misterio, no teme mostrar gore o cuerpos en estado bizarro, aunque no abusa de ello, y velozmente, tras alguna secuencia desbordada pasa en poco tiempo a otra escena donde la tensión se acumula en sucesivos primeros planos al interior de un automóvil.

La curiosa situación de que todos sepan de qué se habla cuando se habla de encarnados se mantiene y puede quedar como un defecto del guión, un riesgo asumido, o simplemente una argentinización del universo de los exorcismos para tórnalo en un mito, una canción popular, o un sentimiento de temor nacional, a fin de cuentas. 

Si alguna escena troncal a nivel puramente narrativo en alguna medida se fractura o roza la parodia debido a interpretaciones deficientes de secundarios como la ex esposa o su nuevo marido, la entrega de un actor como Ezequiel Rodríguez compensa y vuelve a equilibrar una cinta que a veces puede amenazar con caer en el exceso sin nunca llegar a hacerlo. Tanto Pedro como su hermano parecen hombres golpeados por la vida, en curva descendente, y eso, a modo de dato, tiende a aumentar la sensación de vulnerabilidad, de que este tipo de maldad se alimenta de la paranoia, pero también se origina en ella, y definitivamente juega rudo con lo humano aunque en apariencia no tenga nada de humana. Paradójicamente, su llegada al paisaje rural se arrastra, en el plano de la idea, probablemente desde muy adentro de pecados personales y traiciones impensadas.   

Por cada cliché hay dos o tres ideas bien consumadas en Cuando acecha la maldad. Si a veces, en momentos cruciales, el guión tiende a sintetizar símbolos que pueden resultar confusos: el pasado, el árbol podrido de los viejos, origina el mal, y esa maldad se renueva en niños ahora mucho más inhumanos. Por otra parte, pone en cuestión la fortaleza mental de sus personajes con mucha facilidad, alguna sorpresa visual emerge y deriva hacia otro plano donde el cansancio de Pedro se acumula y la angustia se muerde en el aire hasta que todo se quiebre como un vaso de vidrio barato. Es un viaje intenso que se hace breve, no siempre tan conciso como se quisiera, pero al llegar al final no ha empalagado, ni defraudado.