1976: La dictadura como nunca vista

El compadecer ya no es posible que sea una opción en medio de tantas máscaras. Carmen, como el apóstol Pedro, negará mil veces si es necesario. Ella jamás estuvo en ese lugar y ahora la culpabilidad que pesó en su espalda durante toda la película, es traspasada a sus manos y se convierte en una dulce apariencia.

1976 (Manuela Martelli, 2022) es un susurro delicioso. El cine como lenguaje y arte ha aparecido nuevamente y de manera triunfal con este nuevo aire que nos brinda la actriz y directora Manuela Martelli con su ópera prima. La historia comienza con Carmen (Aline Kuppenheim), una mujer de clase alta que debe remodelar su casa de la playa. Un objetivo sencillo para un personaje poco ambicioso.

De manera tímida pero agresiva, la película deja aparecer el concepto de la política del avestruz: expresión que se refiere a ignorar situaciones incómodas, terribles como una dictadura y pretender que no existen.  Las avestruces esconden sus cabezas por miedo, los sujetos aparentan comodidad bajo situaciones incluso inhumanas. Este concepto se ha ejecutado por décadas en el país, partiendo primero en la política de Estado, después viéndose reflejado en la mesa familiar y finalmente se muestra el concepto en el arte, en el cine.

La política del avestruz aparece en la presentación del personaje protagónico de Aline Kuppenheim, pero rápidamente se desvanece o más bien se paraliza, cuando el personaje tiene que efectuar un favor a un querido amigo. Y es ahí lo fascinante de esta narrativa, a diferencia de otras piezas audiovisuales que abusan del diálogo, es que las conversaciones entre personajes pasan a ser actividades más que acciones.

Piezas audiovisuales como Araña, del director Andrés Wood o Colonia Dignidad de Florian Gallenberger. Películas que han mostrado los diferentes escenarios de la dictadura, pero con guiones que no alcanzan a dar con el peso que se requiere, cómo sí logró 1976 y es por su silencio. No hay necesidad de hablar para mostrar.

La cinta adquiere una propuesta visual diferente con elementos de dignos de la estética cinematográfica del gran universo de Alfred Hitchcock. Entonces recuerdo las palabras de François Truffaut al referirse de Psicosis (Psycho, 1960), que no es el mensaje lo que ha intrigado al público, sino más bien es la emoción de ver un cine puro. Y es que en 1976, a pesar de que esté construido por una premisa que ya conoce el espectador muy bien, el escenario es feroz.

Sería injusto pasar por alto el hecho de que su temática de dictadura a ratos desaparece, viéndose por sí solo un filme de suspenso, que perfectamente podría encajar en otro país y en otra dictadura. Y no parece ser un problema, incluso todo lo contrario, la hace ser una película particular que no necesita un letrero con la fecha puesta encima. Porque el desarrollo del personaje principal y su objetivo son tan claros, que el contexto histórico y la historia central conviven por sí solas.

La cinta propone un relato que trabaja con elementos simbólicos como los zapatos y espejos, aportando a la atmósfera y dándole más fuerza a lo que representa la época, la trama y su lenguaje cinematográfico, el thriller. Y sorpresivamente aparece como acompañante en los distintos paisajes desolados e instaurando un atrapante ritmo, el sentido del humor que tiene el filme, que enriquece aún más este viaje dramático.  

La interpretación de Aline Kuppenheim cobra matices a medida que se van transformando los escenarios. Aparece en su boca nuevos códigos para comunicarse con los del otro bando, con los revolucionarios, e intenta no morir en aquellos lugares, donde la muerte se huele en todos los rincones. Pero, ¿cuál es el verdadero motor que lleva a Carmen a adoptar ese rol de palomita mensajera? ¿La culpa? Es una opción tentativa y resulta curiosa, además que aparezca, posiblemente, esta culpa disfrazada bajo un personaje tremendamente católico, porque el hombre o la mujer culpable, va a redimir su responsabilidad y a luchar contra el temor y la desdicha de situaciones insalvables. Y eso es justamente lo que intenta realizar Carmen, en medio de una situación tan concreta y aterradora como su contexto. Sentir la culpa de remodelar su casa mientras el afuera se desmorona. Y es que el personaje y su postura política de lo que ella creía que era lo correcto, se pierde al fondo de la oleada invernal.

Quizás un motor más banal e igual de interesante, ¿por aburrimiento?, al ser una mujer de clase alta que ha vivido en la constante de tener todo, y que ahora, es el momento que aparezca nuevamente aquel espíritu noble y cristiano que le dejó su trabajo del pasado en la Cruz Roja.

Sea la culpa o el aburrimiento lo que provocó a Carmen tener este viaje desconocido, sin duda, fue una manera de escapar de su metro cuadrado, una libertad, paradójicamente un respiro en medio de una nebulosa.

Ser partícipe y aceptar las reglas del juego de la paranoia de los lugares desconocidos, adoptando una vida diferente a lo que ella está acostumbrada. Y es que primero el personaje se involucra siendo cuidadora de un paciente, sin juzgar de donde provienen las heridas, aunque con un silencio incómodo dentro de la habitación. Pero luego, aparece al fin la opinión política de ella, al momento de darle nombre a aquellas heridas, y esa postura es lo único que logran tener en común con él, aquel hombre que en algún momento llamó delincuente. Ahora surge la comprensión y mira con empatía las personas que habitan los lugares secretos, igual de clandestinos como su doble vida.

Pero esta comprensión viene de manera ingrata, porque la soledad, el gran aliño de este plato frío de suspenso, en la que Carmen se desenvuelve en la mayor parte del tiempo, es su única compañera. El diálogo se genera apenas y como única consecuencia de toda la tensión que cada vez se hace más asfixiante y extrañamente entretenida. Porque no se fuerza, porque pareciera que cada personaje habla por necesidad más que por actividad.

Y si no fuera ya suficiente dentro de la cueva donde habita el secreto, aparece el retrato católico, una vez más, como parte ya de su vida, refregando toda la sangre y la pintura mezclada característica de la película. Ella sacada de un cuadro renacentista, le lava el cuerpo al hombre misterioso, como María lavó en aquella época igual de oscura, las heridas del hijo de Dios. Porque él nos hizo a su imagen y semejanza. El eterno mensaje divino que pareciera estar plasmado en cada acción que ella realiza. Es inevitable no empatizar con Carmen, incluso cuando la máscara del personaje cae y se rompe, dándole ventaja a la negación, palabra que cierra este filme.

El compadecer ya no es posible que sea una opción en medio de tantas máscaras. Carmen, como el apóstol Pedro, negará mil veces si es necesario. Ella jamás estuvo en ese lugar y ahora la culpabilidad que pesó en su espalda durante toda la película, es traspasada a sus manos y se convierte en una dulce apariencia. ¿Arrepentimiento de haber ayudado a un hombre que nunca debió haberlo hecho? ¿Arrepentimiento de haber negado? Ambas sensaciones asfixiantes en una época silenciosa. 

 

Título original: 1976. Dirección: Manuela Martelli. Guion: Alejandra Moffat, Manuela Martelli. Fotografía: Yarará Rodríguez. Montaje: Camila Mercadal. Arte: Francisca Correa. Sonido: Andrés Polonsky, Jesica Suárez, Marcedes Tennina. Elenco: Aline Kuppenheim, Nicolás Sepúlveda, Hugo Medina, Alejandro Goic, Carmen Gloria Martínez, Antonia Zegers, Marcial Tagle, Amalia Kassai. País: Argentina, Chile. Año: 2022. Duración: 95 min.