La Mirada de los Comunes (11): Un pacto vacío
Aprovechando un término usado por el actor Benjamín Vicuña, quien interpreta a uno de los artífices del túnel, aquí el cine de factura adopta la forma de una película coral. Pero es coral no sólo porque “significó para los actores estar sintonizados todos para contar la historia”, como indica. El filme está construido como si se tratara de un coro de feligreses en el que la propia voz se anula en favor de una unidad celestial que encandila con su brillo. Del mismo modo que lo hace un cuerpo obligado a seguir una coreografía, cualquier intento por singularizar expresivamente la experiencia de encierro es tomado como un indeseable desvío.
Hollywood es una máquina que opera mediante el establecimiento de reglas cuyo seguimiento asegura la consecución de un único fin: entretener a una población global. Cada año aumenta el caudal de esa fuente inagotable de recursos que usa para desarrollar sofisticados efectos especiales, pagar sueldos millonarios a sus empleados estrellas, o recrear lo más fielmente posible una época pasada según lo dictan los documentos oficiales. Los esfuerzos que antes se depositaban en contar una buena historia son los mismos que hoy sirven para saturar los cuadros con información. El desafío parece ser evitar que el espectador se vea tentado a girar la vista de una pantalla a la propia, o que la obligada inmovilidad que subyace al acto de mirar un filme sea quebrantada a causa de un bostezo.
Lo anterior explica que en el último tiempo la regla que ha gozado de mayor promoción sea la llamada anti-spoiler. Si el mandato supremo consiste en que se debe mantener entretenido al espectador, cualquier revelación acerca de un filme antes de ser visto se presenta como una profanación candidata a ser severamente censurada al poner en jaque la realización del objetivo que le da existencia a la industria. Anticipar el giro dramático, anunciar la identidad del asesino, o relatar el destino del protagonista son diversas modalidades del único delito que merecería pena capital.
Pero, sin siquiera poder imaginarlo, desde el otro lado del muro se están haciendo cosas diversas a las que estas mismas reglas impuestas por Hollywood pretenden. Por ejemplo, con la serie El Marginal (2016-2019) el cineasta argentino Luis Ortega responde a la regla anti-spoiler con una radicalidad equivalente a la de un estudiante que usa el tiempo destinado a la escuela para caminar sin rumbo junto a otros. Ni mercenario ni sicario, Ortega transforma en cenizas cualquier expectativa de sentirnos sorprendidos con un final que explica nítidamente todos los movimientos anteriores. Es así como decide abrir cada capítulo con la misma escena con la que lo cierra alertando al espectador que la importancia no radica en el resultado, sino más bien en los detalles sobre los cuales, entonces, debiera fijar su mirada. Cuando ya no hay final por descubrir, la atención del espectador se sitúa en las alianzas, las acciones, los gestos que son recortados por una cámara que no persigue otra cosa que mostrarlos en relación con otros. La mirada se detiene en cada uno de los rostros víctimas del encierro cuya expresión va hilvanando como por azar un tiempo alternativo al que es representado por una línea ascendente.
A primera vista, el filme Pacto de fuga del chileno David Albala podría ser pensado como parte de la fraternidad que se constituye en torno a dicha operación. No sólo por afinidad temática al pretender retratar el miserable juego de poder al que se someten los presos al interior de una cárcel, incluso pidiendo prestada aquella notable toma de las improvisadas carpas levantadas en el patio central expresivas de la escasez y la desigualdad en las que sobreviven. Sino porque hace uso de una historia contada una y mil veces por su conocido, inédito y espectacular final: 49 personas convertidas en presos políticos por la Dictadura de Augusto Pinochet se fugan de la cárcel pública de Santiago transitando subterráneamente por un túnel que construyen en secreto durante más de un año. Si hasta el nombre de fantasía por el que se reconoce la hazaña da cuenta de su éxito, el motivo de realizar un filme a propósito de ella debiera ser entonces independiente de su resultado.
Sin embargo, el filme de Albala apuesta por convertir lo que podría ser un ejercicio de resistencia al dominio de los finales en una lección de buen artificio. Algunos han explicado lo anterior distinguiendo a los filmes ambientados en cárceles entre los que identifican al espectador con la perspectiva del preso y los que lo identifican con la perspectiva del vigilante, situando a Pacto de fuga entre los segundos. Con ello intentan destacar que lo realmente importante no es detenerse en las causas que los llevaron al encierro, las razones que fundamentan la fuga, o los conflictos que se generan durante el despliegue del plan debido a desacuerdos político-emocionales. Antes bien, el foco estaría en lograr una espectacularidad tal que el espectador viva una experiencia repleta de suspenso pero con el sólo objetivo de divertirlo, esto es sin traspasarle el sufrimiento implicado en la experimentación del riesgo asumida por los presos.
Sin perjuicio de lo anterior, el problema no es la supuesta falta de reflexión política expresada en el poco desarrollo de los personajes, cuestión que sin lugar a dudas podría ser alcanzada aún asumiendo la perspectiva del vigilante. El problema se encuentra en que Albala produce un filme bajo las reglas de lo que podría llamarse cine de factura en oposición a cine de experimentación. Al igual como Cristopher Nolan hace en Durkerque (2017), este filme se sostiene en el virtuosismo expresado en el manejo de los sofisticados recursos audiovisuales actualmente disponibles. Albala mismo confiesa que lo que lo impulsó a transformarla en filme es que relata la historia de “un plan imposible que se transformó en una obra de ingeniería extraordinaria”. Precisamente, el cine es concebido por el director como eso: una obra de ingeniería que prefiere la espectacularidad de una toma físicamente imposible que muestre desde dentro de la tierra la longitud de un túnel aparentemente irrealizable sin levantar sospechas.
Aprovechando un término usado por el actor Benjamín Vicuña, quien interpreta a uno de los artífices del túnel, aquí el cine de factura adopta la forma de una película coral. Pero es coral no sólo porque “significó para los actores estar sintonizados todos para contar la historia”, como indica. El filme está construido como si se tratara de un coro de feligreses en el que la propia voz se anula en favor de una unidad celestial que encandila con su brillo. Del mismo modo que lo hace un cuerpo obligado a seguir una coreografía, cualquier intento por singularizar expresivamente la experiencia de encierro es tomado como un indeseable desvío. Ello explica que cada personaje responda sin matices a una exacta tipología: el cuico cuyo padre se avergüenza de él, el militante al que le matan a la familia, la pareja de activistas separados por privilegiar la causa. De lo que resulta que la libertad a la que se refiere Anita Tijoux en la canción que acompaña las escenas del escape se expresa en una forma vacía ya que con ella no logra dar cuenta de su potencial creativo en la medida en que se independiza del contenido que la configura. Porque hablar de libertad no significa liberarse, tal como relatar una fuga no significa fugarse, el único pacto sobre el que predica el filme es aquel que impone la industria.