El Príncipe (3): Cuerpos que manchan

A diferencia de la mayoría de los relatos insertos en el mundo carcelario, donde el peso del encierro y la significancia política y moral de la prisión hace de ese mundo uno opresivo y paralizante, en El Príncipe la lógica está subvertida. Vemos la historia a través de los ojos de Jaime, para quien el afuera no representa una pérdida ni un anhelo. Más allá de la violencia con la que es recibido, el joven encuentra en su celda, en la compañía de esos hombres, una respuesta a lo que antes era pura pulsión ingobernable.

El cine chileno ha vivido históricamente escindido de su propia tradición. Esto, más evidente en la ficción que en el documental, se refleja en la limitada cantidad de escuelas, de líneas de influencia trazables entre las distintas etapas de la filmografía nacional. La anemia de maestros locales o la omnipresencia de referentes norteamericanos, asiáticos, europeos, son ejemplos que hacen complejo encontrar signos evidentes de inspiración entre un cine chileno del pasado y uno más reciente. Mucho más útil para el análisis crítico y teórico, que establece conexiones, acentúa signos recurrentes, motivos frecuentes o paisajes y caracteres que regresan; mucho más limitada si la entendemos como fuente o cita para las y los realizadores, quienes rara vez encuentran inspiración en sus antepasados cinematográficos, por llamarlos de algún modo.

Una de las figuras que tiene pregnancia dentro de los filmes nacionales a lo largo de su centenaria historia es la de la cárcel. La institución carcelaria como representante de un Estado punitivo e indolente tomó forma a fines de los años sesenta, la falta de libertad en medio de paisajes abiertos fue una de las estrategias para hablar de la prisión política durante la dictadura en el cine de los años noventa, e incluso el más reciente éxito del cine nacional, entre estallido social y pandemia, fue Pacto de fuga (David Albala, 2019), basado en el escape de prisioneros de la cárcel pública de Santiago en 1990. En medio del reacomodo que la industria vive en tiempos de confinamiento, una nueva cinta viene a aportar a este conjunto, El Príncipe, opera prima de Sebastián Muñoz, que a la vez hace eco de esta tendencia y modifica de manera importante su representación.

Basada en la novela setentera escrita por Mario Cruz, poco conocida y del mismo nombre, la película cuenta la historia de Jaime (Juan Carlos Maldonado), un muchacho en pleno descubrimiento identitario y sexual. Corre el año 1970 y sus búsquedas transcurren entre lo lúdico y lo prohibido, en la todavía rural comuna de San Bernardo. El metraje comienza con Jaime entrando al penal, luego de una noche de alcohol, baile y descontrol que terminó con un hombre muerto en el piso de un bar y el protagonista con las manos ensangrentadas, programando una canción en el wurlitzer del local. El ingreso a la cárcel activa el primer recuerdo: una secuencia muy similar a la cual el personaje de Mario González (Hugo Cárcamo) es conducido a su calabozo en los minutos iniciales de Valparaíso, mi amor (Aldo Francia, 1969). Pero luego, el tratamiento del encierro adquiere una tonalidad diferente, rara vez vista en otras producciones similares. Jaime es presentado a sus compañeros de celda, y de inmediato captura la atención de un prisionero conocido como “El Potro” (Alfredo Castro), uno de los líderes del pabellón que le ha sigo asignado. Como nuevo favorito, Jaime debe compartir cama con Potro, quien lo somete física y sexualmente. Esta relación de poder, atravesada por el deseo, la posesión y los celos, parece ir de a poco acomodándole al recién llegado, sintiéndose protegido y admirado como la nueva cara bonita del lugar.

A diferencia de la mayoría de los relatos insertos en el mundo carcelario, donde el peso del encierro y la significancia política y moral de la prisión hace de ese mundo uno opresivo y paralizante, en El Príncipe la lógica está subvertida. Vemos la historia a través de los ojos de Jaime, para quien el afuera no representa una pérdida ni un anhelo. Más allá de la violencia con la que es recibido, el joven encuentra en su celda, en la compañía de esos hombres, una respuesta a lo que antes era pura pulsión ingobernable. En este sentido, la línea narrativa paralela a la principal, una serie de flashbacks que terminan de contar la historia de Jaime en el exterior y cómo terminó cometiendo su terrible crimen, pierden fuerza en relación con la densidad visual y dramática de las duchas compartidas, los pasillos oscuros y los códigos de supervivencia en medio de todos estos hombres.

El momento político del país aparece como un eco algo difuso. Solo percibimos que se trata de la antesala del triunfo de Salvador Allende por unos carteles pegados en una de las celdas y discursos del todavía candidato por la Unidad Popular, que algunos internos escuchan en la radio. El contraste entre una sociedad que se encaminaba a una revolución y unos sujetos que viven en un eterno presente podría ser interesante pero no está del todo trabajada, y al igual que los flashbacks -en particular desde la segunda mitad del armado- terminan por descentrar el foco principal de la acción: cómo Jaime comienza a aprender a jugar este juego de seducción y poder, y a jugarlo bien.

Así, la prisión se transforma en un catalizador de fantasías, la de cantar como Sandro, la de aprender a tocar guitarra, la de ser respetado por sus pares. Como es habitual, Alfredo Castro ofrece una interpretación sólida en el papel del patriarca capaz de ejercer la autoridad con crueldad y encontrar lugar para mostrar cariño. Maldonado, y el cuerpo actoral en general, entregan actuaciones consistentes, otorgándole méritos particulares a un director debutante, pese a no ser un novato en los sets locales.

La experiencia de Muñoz como director de arte en varias producciones nacionales se percibe en una construcción atmosférica muy cuidada e interesante. Los interiores de las celdas logran, desde sus objetos y la forma en que están fotografiados, transmitir naturalidad y elocuencia. Las condiciones de encierro cobran una potencia particular en determinadas escenas, absolutamente atiborradas de cuerpos masculinos. En esta sobrepoblación el uso del plano general cobra un sentido especial, el que casi no deja espacio en blanco, pero que tampoco se percibe como un elemento coactivo más. En otras palabras, los márgenes del cuadro, que fuerzan el contacto entre los personajes, no reproducen su ausencia de libertad, ya que los cuerpos no se sienten presionados, solo juntos, chocando, tocándose, disfrutando. Esta ambivalencia, en donde el estar cerca no es rehuido sino hasta bienvenido, resulta una de las propuestas más interesantes de la obra, la que incluso en los instantes de violencia, la asume como una condición intrínseca de esta vida.

Por otra parte, es interesante preguntarse hasta qué punto pueden emerger los afectos en este tipo de vínculos. ¿Puede Jaime llegar a amar al Potro, incluso después de que este lo violara? ¿Se abandona la jerarquía de poder entre ambos? El filme no dibuja una posición muy clara sobre cómo se perpetúan las lógicas de dominación al interior de la cárcel. En definitiva, se trata de una renovada perspectiva del mundo carcelario al interior de la ficción chilena, la que pese a ciertas cuestiones poco resuletas, es capaz de asimilar parde de una tradición para entregar una mirada otra, cuando las condiciones de encarcelamiento hablan menos de lo que se ha dejado afuera y más de lo que se puede descubrir, odiar, desear y amar después de los conteos, cuando se cierran las puertas y se apagan las luces.

 

Título original: El príncipe. Dirección: Sebastián Muñoz. Guion: Luis Barrales, Sebastián Muñoz (adaptación de novela de Mario Muñoz). Fotografía: Enrique Stindt. Montaje: Danielle Fillios. Música: Ángela Acuña. Reparto: Alfredo Castro, Juan Carlos Maldonado, Gastón Pauls, Sebastián Ayala, Lucas Balmaceda, Jaime Leiva, Catalina Martin, Cesare Serra, Paola Volpato, Nicolás Zárate, Paula Zúñiga. País: Chile. Año: 2019. Duración: 96 min.