Cineclub Proyección

En el vibrante entramado cultural de Chile, el Cineclub Proyección se ha consolidado como un núcleo esencial para el desarrollo del cine comunitario. Su apuesta por un cine político y sensible ha dado lugar a obras como Los Diablos Azules y Mundos Inmundos, proyectos realizados bajo la dirección colaborativa de Charlotte Bayer-Broc. Estas creaciones no solo reflejan experiencias vividas en territorios locales, sino que también integran trayectorias de artistas de Sudamérica y Europa, construyendo así un puente entre memorias dispersas y deseos colectivos.

Los dos trabajos surgen en diálogo con el espacio mismo del cineclub, donde cada proyección se convierte en una oportunidad para activar el pensamiento crítico. Lejos del consumo masivo de plataformas como Spotify o cualquier aplicación digital de entretenimiento, aquí el cine se vive como un acto presencial, político y colectivo. Es un lugar donde rostros diversos encuentran eco, donde incluso un menor de edad puede sentirse parte del grupo. En este contexto, el cine no solo documenta, sino que también propone futuros posibles. La historia de vida de cada participante, sus inquietudes y trayectorias, alimentan los relatos fílmicos que nacen desde abajo. Más que una función de cine, es una verdadera experiencia de encuentro donde el cineclub screening se transforma en poesía viva, en una forma de poetry in motion.

Cineclub Proyección: espacio crítico y político para el cine comunitario

Desde sus inicios, Cineclub Proyección ha sido más que un lugar de exhibición: es un espacio de resistencia cultural. Con una curaduría atenta a los movimientos sociales y a la transformación de las narrativas dominantes, este cineclub ha cultivado una identidad política que lo distingue dentro de la escena chilena. No responde a lógicas de mercado ni de consumo rápido; su propuesta va en contra de esa tendencia. En lugar de películas “de moda”, aquí se programan obras que cuestionan, interpelan y abren conversaciones urgentes sobre el país, sus heridas y sus posibilidades.

Este enfoque se nutre de influencias históricas como la nueva ola latinoamericana y los procesos autogestionados de los años 70, así como de prácticas contemporáneas que abogan por la producción colectiva. En las sesiones, se discuten temas que no suelen estar presentes en los medios tradicionales: el derecho a la vivienda, las memorias barriales, la vida de los bateristas anónimos que formaron parte de bandas contraculturales, o la lucha de dúos como los Carr Twins, cuya carrera artística desafió los géneros y formatos convencionales. Todo esto forma parte de un archivo vivo que se renueva con cada encuentro.

El director del espacio —junto con un equipo voluntario— organiza presentaciones que a menudo incluyen audio en vivo, intervenciones poéticas y encuentros intergeneracionales. Las funciones pueden ocurrir tanto en salas como en espacios abiertos, y han sido descritas como momentos de comunión, donde uno puede reconocer su propia vida en la del otro. Además, los debates post-proyección fortalecen una red que se extiende por todo Chile y conecta con otras experiencias en Sudamérica, alimentando un movimiento cinematográfico con rostro humano.

El rol del cineclub en la creación de comunidades reflexivas

Más allá de ser un espacio de exhibición, el cineclub actúa como catalizador de nuevas formas de pensar y organizarse. En cada encuentro, se propicia un ambiente donde la palabra circula libremente, y donde los espectadores son también creadores de sentido. Este enfoque horizontal y afectivo ha dado pie a la formación de comunidades reflexivas, que no solo comentan películas, sino que también producen sus propias narrativas desde una mirada situada.

El cineclub facilita encuentros entre personas de distintos territorios y generaciones, promoviendo la escucha activa, el diálogo sin jerarquías y la creación colectiva. Así, la historia y la poesía se entrelazan con las luchas cotidianas de quienes forman parte de este tejido cultural. Todos aportan algo: desde el joven que comparte un cover musical inspirado en la función, hasta la mujer mayor que recuerda a su hermano desaparecido. La cuenta de cada uno se vuelve parte del relato común.

En este contexto, el cine no es una actividad pasiva, sino un navegador hacia otros mundos posibles. Se convierte en herramienta pedagógica, archivo comunitario y acto de resistencia. A través de las imágenes y los sonidos, se articulan memorias que resisten al olvido, se exploran temas como el duelo, la migración o la transformación urbana, y se fortalecen vínculos que trascienden lo audiovisual. En definitiva, el cineclub funciona como un punto de encuentro donde se gesta algo más grande que una película: una comunidad con visión, afecto y capacidad de imaginar el futuro.

Tejido político y colectivo en torno al cine

En el contexto del cineclub screening, cada proyección se transforma en mucho más que una simple actividad cultural: es un acto de toma de posición política. A través de la selección de películas y los espacios de discusión que siguen a cada función, los y las participantes del Cineclub Proyección tejen un entramado colectivo que pone en el centro temas como la represión, la identidad territorial y la memoria popular. No se trata solo de ver cine, sino de conversar, confrontar ideas, abrir heridas y construir relatos que han sido históricamente silenciados. Esta práctica activa se asemeja a una banda en vivo: cada rostro, cada voz, cada tema se suma a una composición coral que no busca el éxito en cifras, sino en transformación real.

Los debates que surgen en estos espacios incluyen referencias a experiencias de vida personales, historias de barrio y luchas políticas locales. Por ejemplo, se han compartido relatos sobre los efectos de las políticas de desplazamiento urbano en comunas periféricas de Santiago, o sobre las vivencias de grupos de mujeres organizadas en torno al derecho a la vivienda. También se recuperan narrativas como la del hermano preso o desaparecido durante la dictadura, relatos que interpelan directamente a nuevas generaciones que, aunque no vivieron esos años, comparten las consecuencias.

El cine se convierte así en una forma de audio social, una pista de voces acumuladas que no solo remiten al pasado, sino que hablan del presente que vivimos en Chile. Esta dimensión política no se impone, sino que surge de manera orgánica, desde la comunidad que habita el cineclub. Aquí todos tienen derecho a opinar, a disentir, a compartir su cuenta de lo vivido. Es una experiencia radicalmente democrática, en la que la política se vive como algo cotidiano, no como discurso lejano. El cine, en este sentido, actúa como catalizador para la creación de subjetividades críticas, cuerpos que piensan y territorios que se reconocen.

El cine como excusa para imaginar otros futuros

Hablar de cine comunitario en el Cineclub Proyección implica también hablar de posibilidad. Cada película proyectada no solo recuerda lo que fuimos, sino que también sugiere lo que podríamos ser. Este potencial imaginativo convierte al cine en una herramienta para repensar el presente, tensionarlo, e imaginar futuros alternativos. Así como una aplicación abre una ventana a otro mundo digital, el cine abre una grieta en la realidad para asomarse a nuevas formas de vida.

Las obras seleccionadas por el cineclub no presentan futuros distópicos ni ingenuamente esperanzadores. Más bien, trazan caminos tentativos, llenos de dudas, donde la colectividad y el afecto se convierten en brújulas. En más de una ocasión, los asistentes han descrito las funciones como experiencias transformadoras, donde uno sale distinto a como entró. La visión del director, el ritmo narrativo, la iluminación, la elección de poesía en el guion o en la edición —todo conspira para que se activen zonas sensibles de la imaginación.

Estas imágenes no son decorativas: se convierten en mapas. Muestran cómo podría ser una ciudad organizada en torno al cuidado; cómo podrían verse las relaciones humanas si se desarticularan del consumo; cómo sería vivir en un país donde el arte no se marginaliza. A través de películas realizadas por colectivos, como en los casos de Los Diablos Azules y Mundos Inmundos, se construyen nuevas referencias culturales que no aparecen en el cine comercial ni en las listas de Spotify o las plataformas de navegador. En ese sentido, el cine se vuelve un terreno fértil donde sembrar utopías. No las utopías perfectas, sino aquellas posibles, tejidas desde abajo, desde la experiencia, desde la convicción de que imaginar es ya un primer paso hacia el cambio.

Los Diablos Azules y Mundos Inmundos: cine colaborativo de Charlotte Bayer-Broc

La obra de Charlotte Bayer-Broc se sitúa en una encrucijada entre la política, la poesía y lo colectivo. En sus películas Los Diablos Azules y Mundos Inmundos, la directora despliega una sensibilidad particular que dialoga estrechamente con la práctica del cineclub Proyección. Ambos proyectos se gestaron en contextos colaborativos, con equipos multidisciplinarios que integraron a artistas visuales, poetas, activistas y músicos, muchos de ellos vinculados a procesos territoriales en Chile y otros lugares de Sudamérica.

Los Diablos Azules toma su título de una banda barrial formada por jóvenes que, a través de la música, canalizan sus vivencias de precariedad, amor, rabia y comunidad. La película muestra presentaciones reales, ensayos, conversaciones íntimas y momentos de silencio, donde el audio y la imagen se entrelazan con una estética que remite a los años 70, sin caer en el fetichismo vintage. En paralelo, Mundos Inmundos aborda la vida de colectivos urbanos en resistencia, donde los cuerpos —femeninos, disidentes, vulnerables— ocupan el espacio público como acto de existencia y de arte. Ambas piezas se resisten a la linealidad narrativa; no cuentan una historia, sino muchas. Son obras que, como un lp, tienen distintas caras, cada una con su ritmo y resonancia.

Lo interesante de estas creaciones es que no solo tratan sobre la comunidad, sino que son hechas por la comunidad. Desde la elección de locaciones hasta la escritura de diálogos, todo el proceso fue compartido. No es casual que muchos de los involucrados también formen parte del cineclub screening en distintas funciones, reforzando así un circuito donde la autoría se diluye en favor de la colectividad. La carrera de Charlotte no busca reconocimiento individual, sino contribuir a un movimiento más amplio: el de quienes entienden el cine como práctica situada, herramienta de cambio y gesto afectivo.

Ambas películas han tenido éxito en festivales comunitarios y funciones autogestionadas, pero más allá de los premios, su valor reside en cómo transforman a quienes las ven. En ellas resuena la poesía de la vida común, del error, del intento, del cuerpo en lucha. Son una invitación a mirar con otros ojos, a escuchar con otras orejas, a pensar en otras formas de ser y estar. En definitiva, son cine desde y para todos.

Proyectos colectivos y el cruce de trayectorias internacionales

Uno de los aspectos más potentes del trabajo de Charlotte Bayer-Broc y del cineclub Proyección es la capacidad de articular proyectos colectivos que trascienden fronteras. Tanto en Los Diablos Azules como en Mundos Inmundos, los procesos de creación contaron con la participación activa de artistas, realizadores, bateristas, poetas y militantes provenientes de distintos rincones de Latinoamérica. Estas colaboraciones no fueron anecdóticas, sino que definieron la esencia de los filmes, marcando un cruce real entre biografías diversas, experiencias de lucha y formas distintas de concebir el arte.

Por ejemplo, en la producción de Mundos Inmundos, se integraron integrantes de colectivos artísticos de Argentina, Ecuador y México, cuyos aportes no solo se reflejaron en el contenido, sino en la dinámica misma del rodaje. Las decisiones sobre iluminación, ritmo, sonido e incluso estructura narrativa fueron tomadas en conjunto, sin jerarquías fijas. El proceso se pareció más a una improvisación musical —como una jam session— que a una filmación convencional. No era extraño que en medio de una escena alguien propusiera un cambio basado en su cuenta personal o que una idea surgiera espontáneamente al compartir audio de campo o una canción escrita por un grupo chileno.

Este cruce de trayectorias permitió que el cine se convirtiera en un navegador entre culturas, donde lo chileno dialogaba con lo sudamericano, lo urbano con lo rural, lo afectivo con lo político. La presencia de artistas de otros países permitió ampliar las perspectivas sin imponer una visión homogénea. Cada uno aportó su historia, su vida, su sensibilidad. En vez de buscar una estética “latinoamericana” genérica, se apostó por una multiplicidad de lenguajes, como si el filme fuese un lp con distintas pistas, cada una grabada por un integrante diferente del dúo creativo que encarna el proyecto.

En ese tejido internacional, el cine se reafirma como una práctica viva, en constante movimiento, donde las fronteras se disuelven y se abren caminos comunes. La carrera artística se vuelve entonces colectiva, sin dueños, sin egos. Solo con ganas de hacer cine para todos.

Colaboración política y afectiva en la realización cinematográfica

En el corazón de estas obras se encuentra algo más que técnica o narración: una ética de trabajo construida sobre la confianza mutua y la afectividad política. La creación cinematográfica en el cineclub Proyección y en los proyectos de Charlotte Bayer-Broc no parte del guion, sino del vínculo. Desde el primer día de rodaje hasta el montaje final, cada gesto se enmarca en una práctica de cuidado colectivo. El cine aquí no es una industria, sino una extensión de la vida comunitaria.

Durante los rodajes de Los Diablos Azules, por ejemplo, muchas escenas surgieron a partir de conversaciones informales entre los miembros del equipo, quienes compartían comida, historias, y canciones. La música no fue añadida como fondo, sino integrada desde el inicio como forma de expresión identitaria del grupo. En más de una ocasión, se improvisaron covers durante las pausas, que terminaron formando parte de la banda sonora del filme. El resultado: una obra viva, atravesada por el afecto, donde cada integrante dejó una parte de sí, desde el director hasta los asistentes voluntarios.

Esta manera de hacer cine también tiene implicancias políticas. En contextos donde las estructuras jerárquicas predominan, proponer un trabajo horizontal, donde uno puede hablar desde su experiencia sin ser silenciado, es un acto revolucionario. La afectividad aquí no es solo emocional, sino también política: se construye a través de la escucha, la empatía, el tiempo compartido, la validación del otro. La iluminación no solo alumbra la escena, sino que revela los vínculos que sostienen el proceso creativo.

Este tipo de colaboración permite que el cine se convierta en poetry in motion: una coreografía de gestos cotidianos que, juntos, producen un relato mayor. En lugar de perseguir el éxito de festivales o premios, los equipos buscan una resonancia real con quienes participarán de las funciones, especialmente en espacios como el cineclub screening, donde menores de edad, vecinas, estudiantes, artistas y migrantes pueden verse reflejados. En definitiva, se trata de una práctica radical de cuidado que entiende que hacer cine también es una forma de estar con otros.

El archivo de comunidades: cine como memoria y punto de encuentro

El cine comunitario no solo propone nuevas formas de narrar, sino también nuevas formas de archivar. En el caso del Cineclub Proyección, las películas no son solo obras de arte: son documentos vivos, que registran y reactivan memorias colectivas. A diferencia de los archivos institucionales, que suelen separar al investigador del objeto, aquí el archivo se construye con el cuerpo, con la palabra, con la imagen y con el afecto. Cada filme, cada función, cada discusión posterior se convierte en una capa más de una memoria tejida en común.

En este espacio, la cámara no observa desde afuera. Forma parte de la vida misma del grupo. Filmar es convivir, y proyectar es compartir ese acto de convivencia. Muchas de las escenas registradas no estaban planificadas: nacen de la espontaneidad de una conversación, de una caminata, de una presentación musical en la plaza. El archivo que se genera no es cronológico ni sistemático, pero es profundamente real. Guarda risas, silencios, lágrimas, errores, y sobre todo, vínculos. Es un archivo que no solo recuerda el pasado, sino que da forma al presente.

Los filmes funcionan también como espejos: permiten que una comunidad se vea a sí misma desde otro ángulo. Ver en pantalla a vecinos, a la banda del barrio, al hermano desaparecido o a la mujer que recita su poesía por primera vez, transforma la percepción del entorno. La historia ya no está en los libros o en las redes, sino en la propia experiencia. Y eso fortalece la identidad colectiva, sobre todo en un país como Chile, donde la lucha por la memoria sigue abierta.

El cineclub se vuelve así un espacio de cruce intergeneracional, donde los más jóvenes pueden escuchar relatos que no aparecen en el currículum escolar y donde los mayores encuentran eco para sus recuerdos. Es común que, tras las funciones, surjan charlas que continúan en cafés, plazas o redes sociales. Se comparten cuentas, canciones, fragmentos, audios, ideas. Así, el archivo no se cierra nunca. Está en constante expansión.

En este contexto, el cine deja de ser un simple producto cultural para convertirse en una plataforma de encuentro, un territorio afectivo, una herramienta de resistencia. Es una práctica colectiva que se niega al olvido, y que invita a pensar el archivo no como un lugar estático, sino como un cuerpo en movimiento, un movimiento mismo. Porque recordar también es imaginar.

Comunidad fílmica como protagonista y motor creativo

En las películas vinculadas al Cineclub Proyección, los protagonistas no son actores profesionales ni figuras mediáticas. Son vecinas, estudiantes, trabajadores, bateristas, poetas, niñes, migrantes, militantes. Sus rostros aparecen no como elementos ilustrativos, sino como fuerzas expresivas que sostienen el relato desde su propia experiencia. Cada uno de ellos no es simplemente filmado: es parte activa del proceso creativo. Desde el guion hasta la edición, pasando por la elección de locaciones o la música, todos quienes aparecen en pantalla han contribuido con su mirada, su cuerpo, su voz.

Esto rompe con el paradigma tradicional de autoría en el cine. Aquí no hay un único director que lo decide todo, sino un proceso colectivo donde la comunidad fílmica actúa como verdadero motor creativo. Se ensayan escenas de manera orgánica, se integran ideas que surgen de conversaciones espontáneas, se graban audios en vivo, y se respetan los silencios tanto como las palabras. La práctica fílmica se vuelve entonces un ejercicio de reciprocidad: nadie observa desde afuera, uno participa desde adentro. Y esa participación tiene consecuencias profundas, tanto en quienes hacen cine como en quienes luego lo ven.

Los relatos construidos en este marco no idealizan a los sujetos ni los victimizan. Más bien, los muestran en su complejidad, con contradicciones, dudas, fortalezas y deseos. Así, el archivo que se genera —ese archivo de comunidades del que hablamos antes— está hecho de afecto, de conflicto, de vida real. En lugar de producir “contenidos” con fines de mercado o para alcanzar éxito en festivales, estas obras producen sentido, provocan preguntas, movilizan afectos. En este sentido, la comunidad fílmica no solo protagoniza las historias, sino que las impulsa, las redacta, las reinventa.

Esta práctica también actúa como una forma de resistencia frente a la representación tradicional de los sectores populares, muchas veces reducidos a estereotipos o instrumentalizados con fines estéticos. Aquí, la poesía visual nace del respeto, del vínculo horizontal, del cuidado mutuo. Y por eso, incluso los errores —una risa fuera de lugar, un plano tembloroso, un cover desafinado— son parte del lenguaje del filme. Porque lo importante no es la perfección, sino la presencia, la potencia de estar ahí, de ser parte, de narrar la propia historia con libertad.

La función del cineclub en la apertura y expansión de redes

El Cineclub Proyección no solo funciona como un espacio de exhibición o formación política, sino también como una plataforma de conexión. Desde su origen, ha operado como punto de encuentro entre colectivos, artistas y territorios que, de otra forma, difícilmente se habrían relacionado. Cada ciclo de proyecciones, cada conversatorio o taller, se convierte en una oportunidad para construir redes nuevas —redes afectivas, artísticas y políticas— que crecen desde lo local, pero que se proyectan hacia lo nacional e incluso hacia otros países de Sudamérica.

En muchas ocasiones, las funciones han servido de puente entre agrupaciones barriales de distintas comunas o entre generaciones distintas. Un menor de edad que llega por curiosidad a ver una película puede terminar dialogando con una mujer mayor que fue militante en los años 70. Un joven músico que muestra su trabajo en una sesión puede vincularse con un grupo de cineastas y terminar grabando audio para su próximo corto. Las redes que se generan aquí no responden a una lógica de industria o competencia, sino al deseo profundo de crear en comunidad, de sostenerse mutuamente, de colaborar sin jerarquías.

La expansión de estas redes ha llevado a la organización de ciclos conjuntos con otros cineclubs, tanto dentro de Chile como en países vecinos. También se han impulsado proyectos paralelos: publicaciones, discos, encuentros de poesía, ferias de oficios. En todos estos espacios, el cineclub actúa como conector, como ese navegador que permite encontrar otros mundos posibles y generar alianzas inesperadas. Y no se trata solo de contactos funcionales, sino de vínculos sostenidos en el tiempo, que permiten imaginar un futuro donde las prácticas culturales no estén aisladas, sino articuladas entre sí.

Este tipo de trabajo también alimenta el desarrollo de nuevas propuestas fílmicas. Al reunir personas con saberes distintos —desde la iluminación hasta la edición, desde la escritura hasta la producción sonora— el cineclub fomenta procesos de creación verdaderamente colectivos. Así, cada encuentro puede ser el inicio de una nueva película, de un nuevo experimento, de un nuevo intento de narrar lo que somos y lo que soñamos ser. Porque en este espacio, todos tienen algo que decir y algo que crear. Y eso, por sí solo, es ya una forma de transformación.

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