Informe XVII Sanfic (IV): Exile, Premio mejor dirección de la Competencia internacional

Exile es un filme extremadamente subjetivo de principio a fin. El centro, que no es tal, se va diluyendo rápidamente y la premisa que pensábamos regiría la representación, es decir, el racismo y la victimización, nunca se va pero al mismo tiempo nunca se termina de instalar como discurso dominante.

Si se trata de perturbar con elegancia, nada o muy poco se le puede discutir a este filme en el que se narra el vía crucis de un hombre albanés de edad mediana, instalado en el corazón de una sociedad extranjera, la alemana, y en la cual intenta, en lucha con sus propios demonios (a esto iremos más adelante), ser considerado simplemente como uno más. Esto sea en la estructura del espacio laboral que ocupa, un laboratorio donde trabajan muchas personas, y en su propia familia de origen germano: esposa, dos hijas pequeñas y un recién nacido.

Exile es un filme extremadamente subjetivo de principio a fin. El centro, que no es tal, se va diluyendo rápidamente y la premisa que pensábamos regiría la representación, es decir, el racismo y la victimización, nunca se va pero al mismo tiempo nunca se termina de instalar como discurso dominante. Xhafer (Misel Maticevic) comienza a percibir señales, cada vez más inequívocas, de discriminación en su trabajo, las que vienen dirigidas en particular por otro hombre algo más viejo, pero local, un alemán, quien parece haber olvidado incluirlo en una lista de e-mails, o se resiste a entregarle un informe por razones no muy claras ni convincentes. Xhafer le declara rabiosamente a su esposa Nora (Sandra Huller) la forma en que suelen hacerlo sentir al vivir como extranjero en lo el que llama un país de hipócritas: o como un tonto o como un niño, odiosidad pura o paternalismo exacerbado. Ella parece ser más escéptica, quiere comprenderlo sin renegar de su propio país, aun cuando una frase que le suelta dice mucho del sentido común al respecto: si tuvieras aspecto de árabe o algo así podría ser racismo, le dice, tal vez solo se trate de animadversión personal. Desde ese sentido común el filme es honesto, sin embargo, como en Caché (2005) de Michael Haneke, aquí también hay algo escondido, solo que no de forma así de directa entre dos hombres de diferentes razas, sino dentro de una sola persona. Es como un teatro donde las contradicciones, incertezas y vacilaciones reflejan los misterios que giran alrededor y estructuran el suspenso, la permanente sensación de amenaza vista desde el ojo de la supuesta víctima. A diferencia de la del cineasta austriaco, aquí es esta última quién va hilvanando el hilo de signos. 

Por ello es también este un relato cargado a la paranoia o a la posibilidad de que esta se libere, ya que habemos de creerle a Xhafer o al menos de empatizar con sus razones a menos que las señales a su alrededor comiencen a dar cuenta de que no se trata de un simple receptáculo sino de un ojo cuyo eje gira junto con nosotros hacia un espacio en el que los grandes conceptos como el racismo y la antipatía, se van relativizando el uno en el otro. Xhafer continuamente atraviesa largos pasillos cada vez más oscuros, escaleras en caracol, en travelling de cámara que enfatizan su tránsito por un espacio simbólico indeterminado donde lo que hace cobrar foco al suspenso es lo sinuoso de los elementos progresivamente más bizarros o extremos: un niño misterioso que observa, las ratas colgando de las puertas o amamantando en las pesadillas, la animadversión (¿justa o no?) hacia una suegra con la que apenas intercambia unas desagradables palabras en un sola escena y estando la mujer situada más bien como fondo del plano, la presencia constante y no bienvenida en el teléfono o la oficina de una mujer que a diferencia del protagonista, no parece interesada en ocultar su aspecto de albanesa, una horrible historia familiar en el recuerdo que incluye una forma extrema de suicidio.        

En un momento avanzado de la historia el antagonista Urs (Rainer Bock) toma una sorprendente e impactante decisión apurada por la presión de un acto brutal que Xhafer ha cometido buscando el resarcimiento. La confesión que la esposa del primero le hace directamente al protagonista al visitarlo en su hogar, da cuenta de un giro en el sentido de victimario a víctima en un grado que anticipa los momentos finales de la película. Sorpresas que ya no parecen serlo tanto, imágenes chocantes, la amenaza sobre Xhafer no da tregua sino que lo va envolviendo en una pérdida de sentido de la realidad. Quién es verdaderamente culpable pareciera ser la pregunta que se ciñe sobre el relato, culpable del racismo, de las mentiras del mundo, de poder ser o no parte de algo digno o al menos claro. Exile como reza su título, habla de ser extranjero pero, como artefacto contemporáneo que es, no desde la simple objetividad del ellos-nosotros, sino de un yo hipertrofiado, cada vez más encerrado en torno a sí. Uno que puede ser un títere de la historia o un demiurgo de símbolos truncos, fracturados, que dificultan hasta el hartazgo la pretensión de erigirse simplemente como persona.