Interstellar (2): La débil ciencia
Desde Perú, Mónica Delgado, crítica amiga y una de las personas a cargo del interesante sitio Desistfilm escribe contra la última de Christopher Nolan.
Entrar al espacio exterior, permanecer en él por años, cruzar agujeros negros y demás constelaciones es cosa entretenida para Christopher Nolan, quien convierte a Interstellar en una serie de sucesos anodinos bajo el amparo de un nuevo nonsense dentro de la racionalidad del sci-fi. Si bien existe coherencia con algunas motivaciones de sus anteriores filmes, como el juego temporal de Memento o la gravedad de los sueños en Inception, en su más reciente película hay algo que el cineasta estadounidense sacrifica en pos de la materialidad de un drama familiar, que sacude los cimientos del amor filial, y que baña a su filme de una lucha constante contra algo elemental en el cine: la verosimilitud. El problema no está en su “versión” de la teoría de la relatividad o de la física cuántica, en su descripción del espacio exterior como único cubil de esperanza ante la mortalidad de la tierra, sino en todo aquello que acompaña este supuesto y que lo debilita con torpeza: padre de 45 años que viaja años luz y que espera encontrar a su hija en la misma edad que tenía él cuando la dejó (aunque según la lógica del filme debemos suponer que Jessica Chastain tengo un poco más de treinta años). También debemos suponer que Michael Caine es un villano en ciernes que manda a su hija a lo desconocido, con cientos de embriones in vitro, pese a tener la certeza de que afuera de la tierra no hay nada que cobije vida. Así como también debemos suponer que hay alguna manera lógica y científica de poner a Matthew McConaughey como el mentor de alguna teoría física impensable de cinco dimensiones que lo acerca en el tiempo y en el espacio al “fantasma” que juega con su hija en medio de unos campos apocalípticos de maíz. Esta vuelta de tuerca que luce en fondo y forma como el gran develamiento propio del cine de horror (“la materialidad o humanidad del fantasma”, y coloco un ejemplo trillado: Los otros de Amenábar), aparece como un gran nonsense hasta por momentos burlesco dentro de la racionalidad que propone Nolan. Lo que despega como una épica de salvación de la humanidad termina como drama generacional de “en busca del tiempo perdido”, y que acaba con algo común a la mentalidad redentora de los EEUU: la colonización, aunque esta vez se trate de un desierto para bebés clonados. Por otro lado, la relación padre e hija tiene un aspecto enrarecido, y que sucumbe a la idea de un amor filial puro, sobre todo reflejado en los videos mensajeros que llegan intactos a pesar de estar a millones de años luz, más de veinte años después y en otra galaxia. Nolan evita que sus personajes se encuentren, lo que queda explícito en ese “No te quiere ver aún” que Casey Affleck explica sobre su hermana física al padre, quien ahora parece su tío menor, con su irrenunciable dejo sureño que luce en casi una decena de filmes, y que debemos suponer que aquí es verídico. Chastain y McConaughey solo se podrán ver cuando el tiempo de atracción y deseo termine, cuando la hija sea una anciana al borde de la muerte, rodeada de hijos y nietos y donde a nadie le importará que el “abuelo” Cooper esté de regreso. El “mundo” de nave espacial deshumanizado y puntos menos para Nolan y su reprimida modosidad. Si en La Guerra de los Mundos de Steven Spielberg, Tom Cruise es un padre de familia torpe, de baja autoestima ante los hijos, apostando todo por darle otra imagen a su lado timorato y perdedor, para luchar contra una horda extraterrestre para ganarse un lugar en la memoria de su familia, en Interstellar Matthew McConaughey se ubica en un polo opuesto en esta captura de un lugar de privilegio, y su inserción como héroe de la humanidad se debe a pistas extrañas y de apariencia incoherente que lo llevan a conducir una nave espacial por una nueva galaxia mientras extraña la armonía hogareña sin demasiado aspaviento. Lo que mueve a Cooper es el amor a la hija, la premisa que lanzara samaritanamente Anne Hathaway al develar su deseo por encontrar a su amante perdido en algún planeta desconocido: “el amor es la fuerza más grande del universo”. Hay una intención antojadiza que hace que Nolan articule su film a partir del giro, lo que convierte el inicio y el epílogo en una serie de justificaciones trilladas, solo comparables a ese montaje paralelo del cruce de un agujero negro con el incendio de unos campos de maíz, en una alianza dispar e indigesta. O con el alabado montaje sonoro de su despedida de los campos, cuando abandona a la hija, y el conteo de la NASA sobre el despegue de la nave que lo llevará al viaje interespacial, porque sencillamente hay una cosa que no se ve, con enfoque mesiánico, que mueve el mundo y que nadie puede explicar. Nolan modela a McConaughey como marioneta hacia el deseo de un grupo de científicos sui generis, para hacerlo parte de un grupo en busca de un redentor y a la caza de un nuevo lugar para la humanidad a punto de extinguirse. Y aquí entra la cuota de grandilocuencia del film, que no está en la banda sonora, en la relación de padre e hija, en el grito de eureka impostado, en la maldad televisiva de Matt Damon, en el Cassey Affleck con dejo sureño en su vigésima performance bajo ese mismo estilo, sino en la reducción de un drama universal bajo el disfraz sci-fi a un asunto privado de un granjero que llora como 25 veces, y que va a la caza del tiempo y el espacio en quinta dimensión, por el amor infinito hacia su hija que lo llama aún “fantasma”, hasta la muerte. Pero ¿qué significa Interstellar en la carrera de Nolan? Por un lado, ratifica el trabajo al alimón en el guión que realiza con su hermano Jonathan, en su apuesta por un toque de virtuosismo narrativo, en sus juegos de tiempo. Y comprueba también los estallidos de algunos momentos que logran que su reciente película no caía al abismo del todo, como las escenas de silencio en el espacio exterior y dentro de la “fastuosidad” de los agujeros negros. Pero por otro lado lo reafirma como una cineasta irregular, que no se convence de sus propios pequeños logros y se detiene en alargar grandes traspiés. Interstellar parte de una idea novedosa, desde el relato de un mundo a punto de desaparecer donde un granjero con ínfulas de vaquero aguerrido cambia el maíz por el timón de una nave espacial. Pero fácilmente Nolan deja la épica de la colonización por el drama insípido del reencuentro con la hija que te lleva cincuenta años. El trueque del amor lo puede todo por el motor del sci-fi: el triunfo de la racionalidad de la ciencia. Mónica Delgado