Ema (1): Elogio de lo popular

Si la película plantea, en alguna forma, “sublimar” el reggaeton, resulta decidor que este tenga que pasar primero por el filtro del “buen gusto”.

La música en el cine de Pablo Larraín ha coincidido, a grandes rasgos, con las expectativas de su figura. Por una parte, ha utilizado guiños de época (como en Tony Manero), bandas sonoras originales (como en Jackie), y, por otro, ha predominado el uso de la música clásica. Esta tercera elección resulta especialmente adecuada al tipo de relato sórdido y claustrofóbico que el cineasta ha retratado en el pasado. La música clásica sugiere en este tipo de cine, al menos desde la instalación de la marca Haneke, un signo de clase y sofisticación para los personajes, así como también el anuncio de un evento que espera a interrumpir su calma. Recordado es el primer asesinato de Castro en Tony Manero (2008), o el momento en la playa durante El club (2015), cuando se desencadenan paralelamente los momentos más densos al sonido de Arvo Pärt. El compositor estonio, como algunos ya han empezado a reclamar, se ha convertido en un regular de las escenas más intensas de cineastas de renombre (Malick, Moretti, Sorrentino), una especie de sello de refinamiento y grandilocuencia del cine festivalero.

Por esta razón, cuando los primeros materiales de difusión de Ema anunciaban que el reggaeton ocuparía un lugar central en su última película, el gesto generaba, por lo menos, curiosidad. Con la colaboración del músico electrónico Nicolas Jaar y una preponderancia del elemento musical, la nueva película de Larraín pronosticaba un camino poco familiar considerando las propuestas anteriores del cineasta. Si bien Neruda (2016) y Jackie (2016), dos películas afines, abrían una nueva faceta metabiográfica, todavía se trataba de películas que planteaban un juego con lo histórico, como en obras anteriores. Ema, a diferencia de la igualmente no-histórica El club, prometía una historia más cotidiana, más próxima a una temática “contingente”, pero menos ambiciosa discursivamente.

Sin embargo, la escena de apertura disipaba las expectativas de una película más “pequeña”. Ema comienza con una coreografía a gran escala en la que una compañía de danza interpreta una obra frente a una pelota de luz que se asemeja a una gran masa de fuego. Paralelo a los pasos del grupo, se intercalan distintos momentos de la vida de Ema (Mariana di Girolamo) y Gastón (Gael García Bernal) con rapidez. Más que proporcionar detalles de la trama, esta serie de fragmentos nos entrega solo destellos de esta. Entendemos en este montaje que ella es una bailarina profesional y él su coreógrafo. Entendemos que acaban de pasar por un trauma familiar, pero no estamos seguros de qué se trata.

Se trata de un tipo de montaje que ya ha sido comparado con Clímax (Gaspar Noé, 2018) y The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016), dos películas donde el elemento musical también configura de alguna forma el ritmo de la narración. En los tres casos existen elementos emparentados al formato del videoclip: una naturaleza excepcionalmente elíptica, asociaciones rítmicas y morfológicas entre imágenes, y un tipo de relato que se combina con la seducción del lenguaje publicitario. La diferencia de estos casos con los abundantes ejemplos de películas “cliperas” en los noventa está en que el elemento pop se juega de otra forma. Tanto Noé como Winding Refn no buscan una versión más ligera de su relato al incluir estos elementos. Como sucede al ver Anima (Paul Thomas Anderson, 2019), parece existir un impulso por hacer la versión “elevada” de aquel formato pop.

Una vez que la introducción musical finaliza, descubrimos que el quiebre familiar entre Ema y Gastón se originó en el momento que decidieron devolver a su hijo adoptado al Sename. La decisión fue tomada después de que este quemara, al parecer de manera intencional, el rostro de la hermana de Ema. Sin embargo, este incidente pasa a segundo plano en las siguientes escenas, ya que Ema y su administración del deseo toman mayor relevancia frente al conflicto personal y social presentado. La película de Larraín está más cerca del “estudio de personaje” que del melodrama familiar.

En ese sentido, el personaje que plantea Larraín resulta calculadamente impenetrable. Los comportamientos de Ema son ambiguos y mezquinos, y el tono distanciado con que los interpreta Di Girolamo refuerzan la dificultad para empatizar. Existe, a su vez, un elemento extravagante en el comportamiento de los personajes cercanos a Ema, quienes casi siempre recitan mecánicamente sus líneas. Los personajes fuera de este mundo, en cambio, parecen manejar un tono más naturalista. Esto provoca que el personaje de Catalina Saavedra, por ejemplo, se enfurezca con chilenismos frente a la pareja de Ema y Gastón, neutros en su acento, emocionalidad y habla. Podría tratarse de una torpeza en el manejo de tonos actorales, pero pareciera que Larraín tratara de enfrentar el sonido de la asistente social con el de la joven pareja artística.

Esta es una de las dicotomías que plantea Larraín en una película repleta de estas. Existe una marcada brecha generacional entre ambos integrantes de la pareja, acentuada en la incapacidad de Gastón por comprender el actuar de Ema. Gastón pareciera funcionar como una especie de alter ego del propio Larraín: es un artista serio y respetado en su ambiente, con dificultades para soltar el control. Si Ema exaspera a Gastón es porque ambos funcionan como representantes opuestos en cada aspecto del espectro emocional. En ese sentido, si Gastón es autoritario, masculino y racional, Ema aparece como la presencia intempestiva, espontánea y más “sincera” artísticamente.

Además del cliché en torno a las cualidades masculinas y femeninas que esto representa, esta oposición conlleva otro tipo de problemas. Si Ema es la presencia misteriosa y desestabilizadora del relato, la película intenta exponer este comportamiento como una nueva matriz en torno al deseo juvenil. Cuando Gastón se muestra más anticuado a la hora de juzgar a Ema, más pareciera que la obra tratara exponer su actitud sexual y afectiva como un nuevo paradigma relacional. Sin embargo, lo que procura mostrarse como una lectura del poliamor o los nuevos modelos de relación, termina por transformarse en una caricatura simplista de cierto tipo de “amor libre” visto a la distancia.

A pesar de esto, la intención de no juzgar estos comportamientos, como lo hace reiteradamente Gastón, termina por invertir la fórmula planteada. En vez de tratarse de un reproche generacional, Ema funciona más bien como un tributo sin propósito a todo lo que se entiende como “nuevo”. Cuando Gastón lanza un rabioso ataque contra el reggaeton frente a Ema y sus amigas es evidente que su discurso se encuentra desfasado. Larraín presenta una oposición: la condena al reggaeton como un género vulgar y misógino, contra las nuevas lecturas feministas respecto a la agencia y el deseo dentro del baile urbano. La dicotomía planteada podría funcionar si es que el reggaeton no gozara en la actualidad de una apreciación general más positiva, o al menos no tan reductiva, incluyendo cierta apreciación paternalista, cuando no irónica, de parte de los sectores altos. Durante esos momentos, Larraín pareciera querer jugar en el terreno de la autocrítica, exponiendo la actitud reaccionaria de su generación. Sin embargo, encuentra siempre una posición de resguardo en el que las posiciones están claras.

Es aquí donde la defensa del reggaeton como género se vuelve particularmente engañosa. Si la película plantea, en alguna forma, “sublimar” el reggaeton, resulta decidor que este tenga que pasar primero por el filtro del “buen gusto”. Larraín no utiliza cualquier tipo de reggaeton, sino una versión estilizada en manos de Jaar, primeramente, o a través de los ritmos del “neoperreo” de Tomasa del Real, asociados a un discurso “alternativo” respecto al género. En ningún caso aparecen, tampoco en los bailes de Ema y su grupo, tan alejados de algo cercano al perreo, los elementos vulgares que Gastón denuncia. Tanto el baile como la música que escuchan e interpretan Ema y su grupo parecen estar más cerca del “buen gusto” de Gastón que del reggaeton más masivo. Pareciera que la única manera en que Larraín puede concebir su elogio de la “baja cultura” fuera después de aplicarle el filtro de lo cool. Se trata de un tributo que viene desde arriba, un “homenaje” a la cultura popular que esconde su desprecio a esta.

Con esta combinación, no es extraño que el desarrollo del “plan” posterior de Ema alcance rápidamente un punto absurdo. El personaje de Di Girolamo está planteado como una antiheroína, como alguien que confunde al espectador respecto a su actuar. Sin embargo, la mitad de sus acciones solo parecen empujar la densidad sicosexual de la historia. El discurso que se esboza sobre la autoridad sobre el propio cuerpo aparece como otra excusa para desencadenar relaciones improbables y provocadoras. De la misma forma en que la Población Márquez de Valparaíso es utilizada como un fondo de colores para la fantasía hípster, el personaje de Ema se queda en ese ímpetu por incomodarnos y poco más. La crisis del Sename, a su vez, también aparece como una excusa para construir un relato estilizado, donde las luces y las texturas ocultan el nulo interés por el problema planteado. Todo en Ema funciona como una superficie de estilo que plantea una versión “elevada” de lo popular, una defensa que, en el fondo, reclama reafirmar la existencia de una alta cultura.
Nota comentarista: 4/10

Título original: Ema. Dirección: Pablo Larraín. Guion: Alejandro Moreno, Guillermo Calderón, Pablo Larraín. Producción: Juan de Dios Larraín. Casa productora: Fábula Films. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Música: Nicolas Jaar. Reparto: Mariana di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Paola Giannini, Catalina Saavedra, Mariana Loyola, Giannina Fruttero, Cristián Suárez, Amparo Noguera. País: Chile. Año: 2019. Duración: 102 min.