Amour (Michael Haneke, 2012)

Amour podría haber sido la película más tierna de Haneke, incluso rozar lo sensiblero. Pero, nuevamente,  el director austriaco (riguroso creador de formas) -que deslumbró al público internacional con la bergmaniana La cinta blanca– opta por un drama sobrio e intimista y por una mirada nada complaciente sobre sus personajes y situaciones en que se ven envueltos. Y ese resulta ser el mayor mérito de Amour,  la forma de sortear el sentimentalismo de la historia de un matrimonio mayor retratado  en el momento en el que la esposa cae gravemente enferma y la mansión donde habitan se convierte en un improvisado hospital del cuerpo y la mente. De nuevo  los largos planos secuencia, la utilización inteligente del sonido y la luz (sin abusar de la música clásica como “leit motiv”) y, sobre, todo un acercamiento intenso y casi impúdico  a dos personajes, Anne (Emmanuel Riva) y Georges (Jean Louis Trintignant) que, con diálogos inteligentes y dosificando los momentos de dolor y humor, se ven obligados a encarar la “muerte”, un tema ya capital en otras obras suyas como la mencionada La cinta blanca o El tiempo del lobo . Dos intérpretes míticos en la historia del cine francés y universal que dan lo mejor de sí mismos sin necesidad de grandes aspavientos gracias a un guión sabiamente construido.  Haneke no se anda, como casi nunca lo hace, con medias tintas, y opta por mostrar las dificultades de relación y comunicación que surgen entre dos seres que han vivido siempre juntos y en una “armonía” demasiado perfecta. Una relación en que el  “personaje  enfermo” se convierte (en cierto sentido) en la parte “más fuerte” del relato frente al desconcierto del marido incapaz de asistir impasible al implacable deterioro físico y mental de su esposa.

El director de El video de Benny vuelve a convertir lo cotidiano en inquietante, lo doméstico en salvaje, pero al centrarse sobre todo en la actuación de los dos personajes principales da una cierta calidez humana a un relato  nada novedoso pero contado con una mezcla de contención, impiedad  y sinceridad apabullantes.

Otros  personajes de la historia, no obstante, quedan algo desdibujados como el de la hija de ambos  (encarnado por Isabelle Huppert), la cuidadora o ese joven concertista de piano  que parece enviado del mundo exterior (y del principio de la historia)  para irrumpir con su música y su insultante juventud  en un  microcosmos maduro, decadente  y  desgarrado. Un drama de dos personajes que se mueven durante casi todo el metraje del filme  en el interior de una elegante casa que el director de Código desconocido descompone en fragmentos a través de una primorosa planificación al igual que descompone los recuerdos, las costumbres, las inquietudes culturales y humanas   y las expectativas de futuro de unos seres superados por las circunstancias.

Haneke no escatima detalles sobre la evolución de la enfermedad de la protagonista femenina pero elude el tremendismo incluyendo momentos de paz y una extraña mezcla de espiritualidad y fisicidad en la relación entre estos dos pianistas ancianos. La enfermedad es el tercer gran personaje de la historia.  Como  los jóvenes psicópatas de Funny Games o las misteriosas cintas de vídeo domésticas de Caché su  aparición  viene a perturbar la paz de un hogar aparentemente modélico, sacando lo peor y lo mejor de cada uno de los personajes.  El realizador toca con acierto, pero sin profundizar en ellos, temas como la sexualidad en la vejez, la eutanasia, la labor del cuidador y las rutinas, servidumbres  y recompensas del Amour con mayúsculas.