Sergio Larraín: el instante eterno: Imágenes fuera del tiempo

No estamos ante una película de viaje, más allá de que la realización se desplaza a Europa y Estados Unidos para recabar recuerdos, relatos y fotografías; no es una película epistolar, pese a que las cartas parecen poseer una potencia que no termina de desarrollarse; no se trata de una reconstrucción de las herencias y referencias artísticas de Larraín al interior del campo de la fotografía chilena, y bien somos inundados por impresiones, afectos y lecturas de quienes parecen ser sus pares o discípulos. Cada uno de estos segmentos es un mundo en sí, y de su atractivo se justifica la presencia en el montaje, pero la poca densidad que cada uno tiene termina por dejar una sensación de insatisfacción. 

El documental chileno se ha transformado, particularmente en la última década, en un amplio repositorio de creatividad. Disímiles propuestas abordan temas y problemas transversales, desde la memoria y la posmemoria hasta conflictos ambientales, la inmigración, el paisaje, la ciudad, la violencia, el archivo, la marginalidad. Los últimos años permiten sacar cuentas alegres en la medida que se diversifican las miradas y las soluciones cinematográficas que las abordan son tanto o más relevantes, con propuestas experimentales, coqueteos con el cine de género, consolidación de estilos en narradores y narradoras de trayectoria, y sorpresas llamativas desde perspectivas debutantes. En este panorama de bonanza puede que cada estreno tenga que lidiar con una expectativa en aumento, y nosotros, las y los espectadores, tendemos a demandarles más. Esto aumenta si aquella nueva obra se centra al interior de un universo rico y llamativo, como es el caso de Sergio Larraín: El instante eterno, último largometraje del director nacional Sebastián Moreno, que retrata la vida del icónico fotógrafo chileno, probablemente el más importante nacido en este suelo.

Navegando por el trabajo fotográfico de Larraín, y recurriendo a archivos y entrevistas con familiares, colegas y expertos, Moreno reconstruye la vida de este complejo personaje, poniendo el énfasis en su singular carácter y su inconfundible talento. Los conflictos con su padre, las complejas relaciones con sus hijos, sus experiencias como corresponsal de la prestigiosa agencia Magnum, sus postreros acercamientos a las drogas y al budismo, son algunas de las aguas que recorre la cinta, sin dar mucha pausa ni respiro. El relato está articulado casi enteramente a partir de la influencia que tuvo Larraín en otros y cómo ellos lo recuerdan, valoran o (en una ocasión) cuestionan; solo un resto proviene desde su propia voz, la que emerge en registros de audio y video, o bien por cartas que envió a amigos o familia. Más que nada, el fotógrafo habla desde su obra. Un océano de imágenes acompaña a los entrevistados, complementando o corroborando cada episodio retratado, dando cuenta de la magnitud del trabajo de Larraín, sus alcances estilísticos y formales, su capacidad para captar lo que el fotógrafo Oscar Gatica llama en un momento del metraje “el milagro de la realidad”. Por cierto, esa habilidad para atrapar el instante termina por articular el elemento más interesante de la película, que está en la exploración de esos materiales. 

El tono informativo de la pieza se vuelve, en su progresión, algo redundante y agotador. El salto es constante entre archivo y entrevista, pasando una y otra vez por tiras de prueba, vistas a través de movimientos de cámara verticales u horizontales, deteniéndose en el cuadro destacado, fotografía que realza lo dicho por el o la hablante de turno. Esta estructura reiterativa se refuerza por un ritmo constante, como decíamos, que no se da respiros, pasando de un área temática a otra de manera acelerada, configurando un camino serpenteante y confuso. Si bien es interesante la opción por no capitular el filme, haciendo explícita una división estructural, la sumatoria de secuencias, que además no poseen acentuación ni transiciones, termina por pasar demasiado rápido de un tema a otro, en donde cada uno no termina de presentarse cuando ya se está pasando al siguiente.

La estrategia narrativa convencional que utiliza el documental, basada en la exposición y el archivo ilustrativo, funciona en tanto que somos capaces de comprender la densidad estética de la obra de Larraín y las distintas etapas de su vida personal y profesional. No obstante, se hace hincapié en cómo el fotógrafo trasciende normas estándar de composición, alejando las figuras de sus puntos fuertes, fragmentándolas, lacerándolas gracias a los márgenes de la imagen. Esa preocupación formal, así como las inmersiones de Larraín en comunidades subalternas, niños de la calle o prostíbulos porteños, no superan su presentación en la trama, sin trascender visualmente.

Es verdad, no podemos exigirle al documental ser algo que no es. El asunto es que se presentan tantas subtramas, tantos recursos que no son explotados, que surge la pregunta por si, en la amplitud del personaje, el esfuerzo cinematográfico se diluye. No estamos ante una película de viaje, más allá de que la realización se desplaza a Europa y Estados Unidos para recabar recuerdos, relatos y fotografías; no es una película epistolar, pese a que las cartas parecen poseer una potencia que no termina de desarrollarse; no se trata de una reconstrucción de las herencias y referencias artísticas de Larraín al interior del campo de la fotografía chilena, y bien somos inundados por impresiones, afectos y lecturas de quienes parecen ser sus pares o discípulos. Cada uno de estos segmentos es un mundo en sí, y de su atractivo se justifica la presencia en el montaje, pero la poca densidad que cada uno tiene termina por dejar una sensación de insatisfacción. 

Sebastián Moreno ha construido una interesante carrera en el documental monográfico. Algunas de sus obras más destacadas están atravesadas por la memoria política y social de Chile, y por la configuración documental de personajes e instituciones: resaltan La ciudad de los fotógrafos (2006), Habeas Corpus (junto a Claudia Barril, 2015) o Guerrero (2017). En El instante eterno, aunque perdura cierta línea temática, el componente político está ausente. Larraín se establece como un personaje sin contexto: vive en una Europa y un Chile separados del tiempo histórico, y su trabajo es comprendido desde una vocación profundamente personal. Luis Poirot -de los fotógrafos entrevistados quien se percibe como el más cercano a Larraín- declara que ve en la soledad de los rostros que fotografía la propia soledad de quien controla el obturador. En este sentido, las prostitutas, los niños de la calle o los mafiosos sicilianos no serían en sí mismos sujetos relevantes, sino que reflejos de una subjetividad herida, pero que cuenta con privilegios de clase, privilegios que siempre lo separarán de aquellos sujetos marginales que captura desprevenidos, con los que buscaría reflejarse. Esta elaboración conflictiva de lo autoral queda en el aire y no alcanza a ser problematizada en la película. Como decíamos, el documental chileno hoy vive un gran presente, y en ese horizonte, la obra de Moreno se instala como continuidad en las temáticas relevantes, aunque desde su presentación fílmica, las expectativas superan al resultado.

 

Título original: Sergio Larraín: El instante eterno. Dirección: Sebastián Moreno. Guion: Claudia Barril, Sebastián Moreno. Casa productora: Las Películas del Pez. Producción general: Claudia Barril, Gonzalo Rodríguez Bubis, Karina Yuri. Fotografía: Maura Morales Bergmann, Sebastián Moreno. Montaje: Sebastián Moreno. Sonido: Carlos Sánchez, Cristián Larrea. Música: José Miguel Tobar, Miguel Miranda. País: Chile. Año: 2021. Duración: 90 min.