La jauría y el debate feminista: Una indeterminación inadecuada

La narración adapta varias situaciones de la vida real, como las movilizaciones feministas del 2018 en Chile y en Argentina; casos como el de violación grupal perpetrada por La manada en España; la adopción ilegal de recién nacidos por parte del sacerdote chileno Gerardo Joannon, o el de la web Nido.org. La violencia como actitud soterrada en la cotidianidad está presente en las interrelaciones de todos los personajes, por eso algunas figuras paternas y maternas parecen seres implacables o que mienten y ocultan hechos. Una segunda categoría de violencia que habita en las imágenes de la serie aparece formalmente en dos estructuras distintas, la iglesia católica y la tecnología al servicio de la entretención.

La jauría denota un tipo de trabajo de gran calibre, fue creada por una maquinaria y destinada a audiencias monumentales (poco después de su estreno se vendió para ser transmitida en canales de la televisión rusa), siguiendo esta línea, se entiende que la serie, más que autoras o autores, fue hecha por las marcas Fábula, Fremantle y Amazon. Su estreno fue apenas unos días después del conjunto de cortometrajes Homemade, alojada en Netflix, y un mes después de El presidente, en Amazon, lo que hace pensar en la ajetreada agenda de los hermanos Larraín durante los últimos años hasta el presente, y además, en que sus contenidos comparten un modo de producción que integra a varios directores, guionistas y creadores, en el caso de la última entrega de la productora, se encuentran entre ellos a Lucía Puenzo (El niño pez, 2009; Wakolda, 2013), Marialy Rivas (Joven y alocada, 2012) y Sergio Castro (La mujer de barro, 2014).

La narración adapta varias situaciones de la vida real, como las movilizaciones feministas del mayo del ‘18 en Chile y las propias en Argentina; casos como el de violación grupal perpetrada por La manada en España; el de adopción ilegal de recién nacidos por parte del sacerdote chileno Gerardo Joannon; y también el de la web Nido.org, donde 34 mil usuarios, con supuestas vidas normales, expresaban sus fantasías de tortura y humillación al género femenino, incluidas algunas líderes feministas. La suma de estos hechos está puesta en pantalla en ocho capítulos, cuyo lenguaje se ubica de manera muy clara en el género policial con una tendencia leve al terror, ya que en varias escenas aparecen cuerpos mutilados y ensangrentados. Su discurso está casi al día con estos sucesos de la sociedad actual que ocurren y afectan, en este caso particular, a familias e hijes de la clase alta. La violencia como actitud soterrada en la cotidianidad está presente en las interrelaciones de todos los personajes, por eso algunas figuras paternas y maternas parecen seres implacables o que mienten y ocultan hechos; aunque para el bien del espacio intergeneracional feminista también aparecen quienes alcanzan a tomar conciencia de errores cometidos, como es el caso de Verónica (Amparo Noguera), madre de Blanca, la estudiante y líder feminista desaparecida que impulsa el relato.

Una segunda categoría de violencia que habita en las imágenes de la serie, y afecta directamente desde fuera a los núcleos familiares, aparece formalmente en dos estructuras distintas, la primera es la iglesia católica y la segunda es la tecnología al servicio de la entretención. Esta última tiene una manera de hacer daño que la producción toma como columna narrativa, un juego online geolocalizado que canaliza sentimientos de frustración masculina en venganza y tortura dirigida al género femenino. Una vez que se descubre la existencia de esta organización clandestina, y se la relaciona al caso de Blanca, la institución encargada de entregar a los culpables a la justicia, Policía de Investigaciones (PDI), encarga a tres detectives de distintos departamentos el desmantelamiento de la red criminal.

Dentro de la institución estatal las relaciones jerarquizadas de sus integrantes aparecen de manera positiva hasta cierto punto. Antonia Zegers encarna a Olivia, quien es la primera comandante, su mano derecha es Carla (María Gracia Omegna), la segunda detective. Entre ellas existe una relación de amistad que enriquece el trabajo que hacen. El jefe de la PDI es Ricardo (Alejandro Goic), si bien tiene la capacidad de establecer relaciones afectivas y no totalitarias con sus subalternas, su cargo recibe presiones de sus superiores en el ministerio de Justicia que debilitan el poder afirmativo que las detectives establecen para encontrar a Blanca. En esta línea se hace evidente un tercer tipo de violencia externo e indirecto a las familias y víctimas por parte del sistema judicial, pero que, al igual que la iglesia, aparece como un elemento más de la puesta en escena, como un problema sin solución.

La tercera detective es Elisa Murillo, interpretada por Daniela Vega (Una mujer fantástica, 2017; Tales From the City, 2019), de quien diré más ya que su imagen transmite una contradicción. Desde mi visión, la figura de Vega denota una subjetividad encarnada[1] que simboliza un capital real de la inteligencia feminista transgénero, por lo cual es cuestionable el hecho de que su personaje no esté constituido sobre la base psíquica de la figura pública que hay detrás, es decir, Elisa Murillo no cuenta con una biografía trans. Entiendo que este aspecto será difícil de entender para un lente que analice La jauría de manera más racional, ya que podrá decir lo esperable, que es una serie de ficción, por lo tanto, todo vale. Sin embargo, cabe preguntarse porqué Murillo trasmite constantemente un misterio que está producido en la manera en que se la filma.

En la primera escena que aparece, en un campo abierto, la cámara se acerca lentamente hacia el lugar donde ella se encuentra. El sonido es una combinación del canto de unos pájaros con una música como de obertura. Luego, se usa un primer plano contrapicado para enfocar su cara, pero detrás de ella está el sol, en un cielo despejado, que rompe sus contornos, se hace difícil verla, como si Elisa fuera una enviada del más allá o una conciencia insustancial. Este montaje, desde un punto de vista narrativo, no modifica realmente la potencia específica que Daniela Vega lleva consigo -me refiero a su singularidad en el activismo político dentro del medio artístico-, de manera tal que su personaje cisgénero intensifica una sensación de extrañamiento que está producida mediante un estudio de la iluminación en su fotografía, y también a través de su relación de amistad con Petersen (Alfredo Castro) -exdetective y exprofesor cancelado por los empleados de la PDI debido a su culpabilidad en una serie de asesinatos-, cuya puesta en escena recuerda a la película Seven (David Fincher, 1995).

Esta manera de poner en imagen a Daniela Vega dentro de una historia que repite en todos sus capítulos la llegada del discurso feminista a la sociedad chilena y argentina, entrega espacio para pensar en una celebración del discurso feminista radical que es fraticida y actúa imitando al patriarcado, es decir, sacrificando a un otro, que en este caso son las agrupaciones organizadas bajo la sigla LGTBI. De este modo, se puede percibir la instalación de una tensión entre la heteronormatividad y la emergencia de nuevos géneros; pero aun así se le entrega a Elisa/Daniela una consciencia ética que se construye alrededor de su amor y lealtad a la verdad, un tipo de conocimiento que precede a su poder.  

Esta contradicción llega a hacer eco de la paradoja de un antiguo debate acerca del papel de la mujer en la sociedad, cuando el filósofo Friedrich Hegel negaba la capacidad de conciencia del sexo femenino y, por lo tanto, su acceso a intervenir en la cosa pública, en la ley del hombre, argumentando que esta división tenía como objetivo el cuidado de los espacios domésticos que estaban relacionados a la mujer, a “la ley divina e inconsciente que se erige sobre la vida de un pueblo”[2]. Esta teoría nos recuerda el problema siempre presente en la concepción de lo femenino en relación a los antagonismos y lo masculino; en La jauría este conflicto se materializa finalmente en la imagen de Vega que renuncia a transmitir el reconocimiento a su trayectoria, con lo corre el riesgo de cancelar su lugar en lo político y de banalizar su cuerpo y lo que simboliza.

Para terminar, no tengo argumentos para decir que no me gustó ver La jauría, pero percibo que la imagen de Daniela Vega encarna un sueño que no es el adecuado en este momento, ya que su cuerpo y testimonio no debería ser visibilizado de manera indeterminada en una serie acerca la violencia de género.

 

Titulo original: La Jauría. Temporadas: 1. Episodios: 8. Creación: Sergio Castro, Enrique Videla. Guion: Paula del Fierro, Enrique Videla, Leonel D'Agostino, Lucía Puenzo, Julio Rojas. Dirección: Lucía Puenzo, Marialy Rivas, Sergio Castro, Nicolás Puenzo. Casas productoras: Fábula, Fremantle. Reparto: Antonia Zegers, María Gracia Omegna, Daniela Vega, Alberto Guerra, Paula Luchsinger, Mariana di Girolamo, Lucas Balmaceda. Pais: Chile. Año: 2020. Distribución: Amazon.


[1] El sujeto encarnado, según Rosi Braidotti (Por una política afirmativa, 2018), es aquel que está situado y es capaz de poner en escena una serie de (inter)acciones discontinuas en el espacio y el tiempo. Las nuevas subjetividades emergentes son entendidas, desde este punto de vista, como un nudo de las relaciones de poder y saber en vilo entre la inflación discursiva y la ausencia de sustancia.

[2] Cadahia, M. L. “Su voz desatará tu lengua. Antígona, lo femenino y lo plebeyo.” Ideas y Valores 68. Sup. n.°5 (2019).