Algunas series (5) The Crown: ¡Dios salve a la Reina!
Hace un año atrás, muchos nos preguntábamos sobre el verdadero sentido de una extensa serie de T.V. (la más cara hasta la fecha) dedicada a la monarquía británica del último siglo. Pasada una temporada de The Crown, las dudas han sido resueltas. El dinero invertido no ha sido en vano, las extensas filmaciones poco a poco dan sus frutos, podemos estar tranquilos. Este no es el despropósito que muchos pensábamos que sería. Al contrario, The Crown bien puede ser una de las series más bellas, adultas y exigentes de los últimos años. Los reparos no eran menores, al menos desde un punto de vista socio-cultural: en medio de un ambiente efervescente que descree de las instituciones democráticas, de una coyuntura un tanto enfermiza de desconfianzas recíprocas, de desánimos y decepciones, de críticas populistas de lado y lado como telón de fondo imperante, realizar esta serie bien podía ser una movida contra-intuitiva, ilógica. Pero a medida que pasan los capítulos y los episodios, The Crown muestra las cartas y va inoculando en los espectadores un discurso que bien puede ser una respuesta a las inseguridades actuales: la posibilidad de que ante el “malestar de las masas”, la solución no vaya tanto por la desmantelación de la idea de nación y de las descomposición de las elites, o el reforzamiento de la lucha por las desigualdades y la horizontalidad de las decisiones. No, nada de eso. Por esta serie circulan ideas poco populares y bastante alejadas de la vociferación de las masas. Ideas indignantes, incluso.
Lo que The Crown propone de manera honesta y sin una cuota de vergüenza es que lo que estamos echando de menos en el imaginario colectivo del orden político, es el “carácter solemne” como contrapeso al “carácter eficiente” de los instituciones democráticas. La Corona como espacio simbólico que da sentido y que está más allá del bien y del mal. Por sobre las pequeñeces, zancadillas, egoísmo y menudencias de la política contingente, el orden noble y milenario de la monarquía. Bien pueden ser catalogadas de ideas retrogradas y reaccionarias, pero en medio de un debate público que alcanza niveles de frivolidad algo vergonzosos, es estimulante saber que existe una serie de T.V. que se aleja del lugar común y que ofrece una mirada distinta al desconcierto que nos aqueja. La voz moral que transmite esta tesis, una voz que bien puede ser el discurso sapiencial que subyace a todo The Crown, está personificada en la figura de María de Teck (abuela de Isabel II), quien en diversas ocasiones le recuerda a su nieta cual es su verdadera y más importante función: “La monarquía es una misión sagrada para honrar y dignificar la Tierra. Para darle a la gente común un modelo por el qué luchar, un modelo de nobleza y deber para guiarlos en sus míseras vidas. La monarquía es una llamada de Dios”, para más adelante agregar, “vi caer a tres grandes monarquías, porque sus líderes no supieron separar los deseos personales del deber”.
Y he aquí el verdadero tema que tutela cada uno de los capítulos de la serie: la anteposición del deber de Estado por sobre los sentimientos de las personas. Nadie se salva en esta exigencia que implica elecciones dolorosas y cargas que uno debe asumir sin haberlas deseado. Y como un espiral de obligaciones que nunca se ven compensadas del todo, ninguna autoridad logra escapar de los compromisos que conlleva cada cargo. Ahí está la compungida princesa Margarita que, en medio de fiestas glamorosas y una vida confortable, debe lidiar con la imposibilidad de legalizar su amor con el coronel Peter Townsend. Una relación ilícita por las exigencias clericales y las imposiciones políticas que intimidan cualquier decisión que no sea consultada previamente al Primer Ministro, el contrapeso de la monarquía. Lo de Margarita y Townsend es un amor prohibido que no termina ni en el romanticismo de la tragedia ni en el final feliz de la novela rosa; tan solo en una declaración de prensa, todo sea por mantener las leyes y el Estado. Hasta el mas popular cuento de hadas (la princesa enamorada de un simple ciudadano) debe ser subsumido por la tradición y los poderes de la Iglesia, espacios de orgullo y herencia, aglutinadores de cierta conciencia nacional.
Y si Churchill, como Primer Ministro, pareciera un equilibrio político necesario que demanda a la Corona una conducta que no “destruya el espejismo ni rompa el hechizo” que se le reclama, él mismo es prisionero de estas mismas imposiciones al tener que dejar el poder al ver mermada su salud y al agudizarse las contradicciones interiores que atormentan a un personaje que, terminada la guerra, “todavía cree que es el padre de la nación” pero que reprime fuertes traumas nunca del todo superadas (para mayor detalle, ver el capítulo “Asesinos”, en donde un simple retrato que le regala el Parlamento por sus 80 años de edad detonan en Churchill una serie de recriminaciones destempladas que terminan en el reconocimiento de su aspecto “frágil, encorvado y patético”). Y el esposo de la Reina Isabel II, ¿se salva? Felipe, Duque de Edimburgo, es tal vez el primero en darse cuenta del lugar que ocupará en la arquitectura monárquica. Ser el consorte de Isabel es obedecer órdenes de una mujer, adscribir a ciertos protocolos que lo instalan en un lugar secundario. De ahí la hostilidad e intransigencia inicial de él, alguien que pierde su apellido, títulos, nacionalidad, influencia, un personaje que fastidiosa y lentamente se resigna a ser lo que no quiere ser. Una figura decorativa cuyo único espacio de libertad son las escapadas nocturnas a furtivas reuniones con mujeres y alcohol, pobres sustitutos de una autoridad no del todo clara y que apenas logra detentar.
En este punto vale la pena detenerse en Isabel II. The Crown la describe como una joven algo ingenua y tímida, con una educación escasa, pero con un sentido común que la acerca a los lindes de cierto entendimiento instintivo de cómo se conforman las tramas del poder y de sus obligaciones como reina. Alguien que expresa un tranquilo consentimiento a los límites que su inteligencia e instrucción le dan como margen de acción. Ella también sufre con cierto estoicismo la distancia casi irreparable hacia su hermana Margarita, una relación que se debate entre la envidia y la animosidad camuflada en los buenos modales. Reconoce las infidelidades de su esposo Felipe como reacciones torpes e infantiles de alguien que se siente incómodo e inútil dentro del esquema monárquico. Por último, Isabel siente por Churchill una admiración casi paternal, de una gratitud inmensa por su labor durante la Gran Guerra, pero al mismo tiempo reconoce que pertenece a otra época, y que su hora de dimitir como Premier es inminente. Lo que impresiona en la figura de Isabel II es la temprana idea que tiene de sí misma como un ser en continuo aprendizaje, una joven que entiende que debe reconciliar sus reducidos márgenes de acción junto al compromiso simbólico y desapasionado que conlleva la Corona.
Pero si hay algo en donde The Crown impresiona es en sus detalles de producción. Aquí hay un cuidado en la puesta en escena pocas veces visto, lugares cuidadosamente reconstituidos, una ostentación que, es cierto, amaga por momentos en devorar a los propios personajes y a la trama misma de la serie. Pero lo que la salva de estos peligros es que está magníficamente filmada y bien escrita. Utilizando una fotografía algo brumosa que remite a un Londres de los años cincuenta aún contaminado, el cromatismo apagado de la imagen acentúa los tonos grises, semi oscuros, poniendo en relieve una luz natural débil, penumbrosa, que sirve de contrapunto a la supuesta magnificencia y el glamour que suponemos propios de la nobleza. En un estupendo ensayo titulado “El último tabú: la estupidización de las películas americanas”, Phillip Lopate reconoce que en décadas pasadas a las películas de Hollywood “se les permitía respirar”. Pues bien, en The Crown hay oxígeno, aire y espacio por donde circular sin temores a tropezar con los objetos o con otros personajes. Esto es algo poco común en el escenario del cine contemporáneo mainstream. Aquí se releva la composición de los encuadres, la alternación de primeros planos con grandes panorámicas, la elegancia de una cámara paciente, que no teme a una comprensión madura de las imágenes que avanzan sin apremio, captando, degustando, saboreando cada escena. Indulgente en silencios y diálogos que no se agolpan unos tras otros, en la serie podemos transitar por esos largos salones e intentar hurgar qué se esconde detrás de esos rostros, en palabras del abdicado y malogrado Eduardo VIII: “sacados de una página grotesca”, mitad dioses, mitad humanos. Un lujo.
Título original: The Crown. Año: 2016 - . País: Reino Unido - Estados Unidos. Temporadas: 1 - . Episodios: 10 . Canal: Netflix. Creador: Peter Morgan. Guión: Peter Morgan. Fotografía: Adriano Goldman, Ole Bratt Birkeland. Reparto: Claire Foy, Matt Smith, Vanessa Kirby, Eileen Atkins, Jeremy Northam, Victoria Hamilton, Ben Miles, Greg Wise, Jared Harris, John Lithgow.