El documental de Alberdi no puede ni desea extraviarse en zonas oscuras de la conciencia o, incluso antes de eso, en reacciones muy humanas del proceso infernal que conduce a una persona hacia la disolución, y a quienes la rodean y cuidan a poder hastiarse a ratos, caer en desesperación, incluso desear su muerte, a veces. Todo muy humano, demasiado humano. Porque la pregunta ética (y cinematográfica) del porqué hacer este documental desde esa problemática yace sostenida en sus cimientos sobre el homenaje mismo al amor infinito profesado entre ambos, porque el tono de la película es la ternura infinita como único escudo ante la pérdida del pasado para uno de los dos, o mejor dicho, de este presente que se va disolviendo y que es más grave o más filmable que el miedo a la muerte misma, ya que puede desaparecer para siempre en cualquier momento del diario y cotidiano desamparo que Urrutia batalla por rechazar.