XVI BAFICI: Algunas películas (retrospectivas, competencias, cine argentino)

La feliz desmesura de BAFICI nos recuerda cada año, del modo más pedestre, que el punto de vista del ojo de Dios es inaccesible a estos modestos humanos: 380 mil personas; 41 países; 237 invitados; 504 películas; 4 competencias; 8 focos; 1.010 funciones; 31 charlas, encuentros y presentaciones de libros…: mucho más de lo que nadie puede personalmente recorrer en 12 días.

Sin embargo, la prevención que impone el pragmático relativismo no debería obturar la necesidad de un balance que trascienda de algún modo el capricho personal o la coartada solipsista que nos libera de la responsabilidad de decir algo relevante para el común (algún común, por lo menos).

RETROSPECTIVAS

El 16 BAFICI habilitó el contacto con filmografías casi secretas, como las de la portuguesa Rita Azevedo Gomes y el israelí Uri Zohar.

De Zohar, vimos A Hole in the Moon, una película de 1965 que –nos explicaba Ariel Schweitzer, crítico de “Cahiers du Cinema” quien vino acompañando la retrospectiva- marca una ruptura cinematográfica en su país que abre paso al movimiento conocido como “nueva sensibilidad”, una especie de “nouvelle vague” o de “nuevo cine” israelí. Se trata de una película que ostensiblemente se sitúa en los márgenes, tanto por sus propuestas formales, sus registros narrativos heterogéneos, su extravagancia iconográfica; como por lo desafiante de su contenido. Sin embargo, “márgenes” no es aquí prescindente o despreocupada autonomía:  A Hole in the Moon encarna una crítica mordaz e impiadosa al sentido común sionista, a la agresividad de la política exterior e interior israelí, al mismo tiempo que una autorreflexión sobre el lugar del cine en ese escenario. Es significativo que, tras este film, Zohar –según nos señaló Schweitzer- revierta hacia temas más vinculados a los aspectos íntimos de la subjetividad juvenil de su época, sin tantos ecos explícitos en la política. Se nos antoja que quizá esa cruda explicitación política inicial haya sido (sea) la condición para seguir hablando, para seguir filmando.

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Las “portuguesas maneras” de Azevedo Gomes, en cambio, deslumbran y conmueven por su exquisita sensibilidad. La fragilidad –explícita en el título de la obra más celebrada de la retrospectiva: Frágil como o mundo– es la nota dominante que recorre las dos películas que pudimos ver –la de mentas y O som da terra a tremer.  Asistimos al delicado y precario equilibrio entre una imagen que, si acompaña a sus personajes en la experiencia perceptiva de sus entornos naturales y urbanos, no renuncia al mismo tiempo al recurso a la teatralidad y a la mediación literaria. En las películas de Rita Azevedo Gomes paisaje y poesía; registro y representación se confunden en un solo lenguaje que, quizás más aún que hacer visible lo invisible o conocido lo desconocido, nos desorienta respecto de los supuestos que dicta nuestra racionalidad y nos arrastra a una poética más bella, incierta y amenazante.

 Competencias internacionales, Panorama: los cines del presente

BAFICI  es también, siempre, la posibilidad de una puesta al día con las filmografías del mundo.

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Mary is happy. Mary is Happy(Competencia Internacional), del tailandés Nawapol Thamrongrattanarit, reconstruye el hipotético recorrido emocional de una adolescente a partir de una serie de 410 tweets consecutivos. La clave íntima y personal de ese recorrido doloroso -aunque también jalonado de un humor muchas veces absurdo- podría configurar algo así como una Bildungsroman en tiempos del 2.0. Pero Thamrongrattanarit envuelve a ese hilo narrativo personal en una suerte de alegoría política nacional tailandesa que reduplica los registros de lectura y resignifica el misterio de la belleza sencilla de sus planos.

 

La última película (Competencia Vanguardia y Género – Raya Martin y Mark Peranson – Finlandia, México, Dinamarca) responde con humor y optimismo a la aplastante angustia de la cinefilia nostálgica. En su recorrido, que coincide con el cacareado fin del mundo del calendario maya,  por el México yucateco para filmar la última película en celuloide, Alex -un director de cine estadounidense- afronta el choque con una cultura cuyo presente no le resulta menos extraño que su pasado. Mientras sortea todo tipo de dificultades para llevar adelante el rodaje, Alex reflexiona sobre el destino de su propia cultura; sobre la memoria y la creación humanas y su mercantilización; y sobre los límites y posibilidades del cine mismo. La última película –lúdico contrapunto con film de Denis Hopper (The Last Movie, 1971)- recurre -en su yuxtaposición de medios, lenguajes y referencias- a la tradición, al presente y al futuro. Es, más que ninguna otra cosa, una película feliz porque la hace gente que no se conforma

Sacro Gra (Panorama, Italia-Francia), del ítalo-estadounidense Gianfranco Rosi, es una de las películas más bellas, sugestivas y potencialmente productivas del 16 BAFICI. Ganadora en Venecia, pasó casi de incógnito por el festival. La cámara de Rosi se mezcla o se detiene en una serie de escenas, como aguafuertes, de la vida de los personajes más diversos que circulan, viven o trabajan en las inmediaciones del viaducto que da nombre a la película y que circunda a la vieja Roma. Sacro Gra es la contracara de La grande bellezza, es una película construida de gestos mínimos que se quieren significativos, en una Roma periférica y “no filmable”, tan distante de la sofisticación de Jep Gambardella y sus amigos, como de la degradación de los brutti, sporchi e cattivi. En cada acto de estos personajes que discurren muy lejos de la magnificencia heredada del imperio –y más allá de la opinión que cada uno de ellos pueda merecernos- brilla un atisbo de nobleza o de desesperada voluntad de trascendencia.

ReMIne, el último movimiento obrero(Panorama – Competencia DDHH – Marcos Merino, España) sea quizá verdaderamente una “última película”. En el cine europeo actual es habitual la reverberación del canto de cisne de una vieja burguesía que ya no acierta con su destino (lo escuchamos, por ejemplo, en otra película que se proyectó en este festival, Un chateau en Italie, de Valeria Bruni-Tedeschi). Menos frecuente es encontrar, aunque más  no sea, los ecos de las voces del proletariado del siglo XX cuya experiencia, aplastada por transformaciones materiales que echaron por tierra todos los supuestos sobre los que se afirmaba ese colectivo identitario, se nos aparece hoy más como mítica que como histórica. ReMIne documenta la última lucha de los mineros asturianos que se resisten a que las minas de carbón en las que trabajaron sus abuelos, sus padres y ahora ellos mismos sean barridas del mundo. La lucha fue heroica y consistente, y movilizó los espíritus de toda España; aun así, estaba destinada al fracaso. Quizás, porque, como el propio Merino admitió al finalizar la proyección, todo esto pertenece ya al pasado. Pero, ¿qué desechar y qué retener de ese pasado.

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En Iranien (Competencia Internacional – Francia-Suiza), Mehran Tamadon -cineasta nacido en Irán pero que eligió estudiar y vivir en Francia- hace una curiosa y atractiva proposición a un grupo de viejos conocidos suyos que, a diferencia de él, se reconocen religiosos y apoyan al régimen iraní. Tamadon -defensor del laicismo y de la democracia- los invita a pasar unos días a una de las casas de su madre, en las afueras de Teheran. Durante esa breve convivencia, cada uno conservará un espacio privado junto a sus familias, pero el living de la casa constituirá un espacio compartido por todos ellos, cuyas normas habrán de ser acordadas por los protagonistas en sucesivos encuentros.La película registra estos intercambios con honestidad palmaria y de ellos se sigue la constatación de la insalvable aporía constitutiva de la cultura occidental: el contenido central de esta cultura particular –la del occidente cristiano (luego, laico y democrático)- es el universalismo; pero el universalismo nunca puede reconocerse a si mismo como contenido particular, por mucho que, en ciertas versiones, pretenda articularse con una defensa de la diversidad o del multiculturalismo. El diálogo llega aquí a un punto muerto que recuerda mucho a las amargas reflexiones de Claude Levi Strauss, cuando en 1971 enfrentó a la UNESCO y osó afirmar que “cada cultura tenía derecho a permanecer ciega y sorda a los valores del Otro, e incluso a cuestionarlos”.

 

Dos películas argentinas: Dónde está la politicidad

La muestra de cine argentino dejó este año algunos títulos notables y una producción que, en conjunto, impresionó por su calidad. Doscrónicas publicadas en este mismo blog comentan varios de los films argentinos que tuvimos oportunidad de ver.

Aquí nos concentraremos en una breve reflexión sostenida en otros dos de ellos: Fantasmas de la ruta(Panorama – Argentina), de José Celestino Campusano e Historia del miedo (Competencia Argentina – Argentina-Uruguay-Francia-Alemania-Qatar), primer largometraje de Benjamín Naishtat. La decisión no da cuenta del interés que encierran otras películas presentadas en el festival; pero tampoco es arbitraria.

Estamos en Argentina, donde, como alguna vez señalara Alejandro Grimson, todo conflicto étnico, social o cultural se expresa en el lenguaje de la política (a diferencia de lo que ocurre en EE.UU. o en Brasil, por ejemplo). Pero entonces, ¿qué hay de notoriamente político en el cine argentino de hoy, un cine que, como ya reiteradamente se ha escrito, viene eludiendo la referencia explícita al fenómeno del kirchnerismo aun cuando este produjo transformaciones de una hondura insospechable 10 años atrás?

La propuesta exagerada, estilizada –para facilitar, sí: la confrontación- es que la cesura más radicalmente significativa que agrupa, de un lado y de otro, a los films argentinos del presente no consiste en la toma de posición frente al gobierno; ni en el reconocimiento de la realidad de la explotación (Reimón); ni en la puesta en escena de los debates políticos o culturales (Tres D); ni en la voluntad de  representar “la realidad” (Mauro), aunque todos estos aspectos en su forma de manifestarse se vinculen a esa cesura.

Lo que separa a unos y otros -en el cine como fuera del cine- es que mientras unos ponen en escena personajes que circulan como átomos desconectados entre sí y que no pueden ser otra cosa que víctimas de la sordera del mundo; otros encuentran aun en medio del caos, de la miseria y de todas las dificultades imaginables, no individuos autosuficientes -y, por ello mismo, insuficientes- sino redes de personas constitutivamente ligadas entre sí: la conexión, aunque pueda ser reforzada por la construcción y por la voluntad, es dato. El reconocimiento o la falta de reconocimiento de que no existe un estado pre-social -un  grado cero al que referirnos a partir del que se construiría lo social- sino que esto nos viene dado, y de que no elegimos con quiénes,  y de que, en todo caso, el desafío es decidir qué hacemos con ello, constituye la diferencia decisiva entre estos dos cines y define lo propiamente político en la Argentina actual.

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Historia del miedo escenifica los temores sociales que atraviesan a distintos segmentos de la clase media argentina (como se sabe, en este país, “clase media” no es una posición respecto del mundo de la producción, sino un “estado del alma”). La sensación creciente de un peligro que acecha desde fuera (fuera del country, fuera del auto, fuera de los lugares donde se trabaja) pero que nunca se hace concreto, pone de manifiesto cuánto hay de imaginario y de autoflagelante en esta representación social anclada en el aislamiento. La de Naishtat es una buena película, lo es por razones formales, pero también porque expresa la verdad de un segmento social hecho de individuos que no aciertan a encontrar qué los vincula con el resto de sus semejantes. También, desde este punto de vista, podría ser una película hondamente conformista porque su verdad no es la crítica (aunque, es cierto, tampoco la absolución), sino la mera constatación de esta autopercepción autómata y alelada, cuyas causas parecerían residir en la falta de respuestas que se buscan siempre afuera (escena del hospital), en una especie de orfandad y de impotencia de origen.

Todo lo que se diga acerca de Fantasmas de la ruta estará siempre en deuda con una película que parecería confirmar que el cine fuera “más grande que la vida”. El escenario de un conurbano rayano en lo rural es, para Campusano, simplemente eso: un escenario. Está representado sin condescendencias, pero sin regodeos; son los lugares que Campusano y sus personajes conocen, donde viven y se mueven. En él se despliega, a partir del secuestro de una joven por una red de trata, toda una trama -amorosa, delictiva, detectivesca y hasta policial- de implicaciones personales, de miserias, heroísmos y complicidades colectivas; también de oscuros complots del poder formal (cuya debilidad se insinúa mayor de lo que muchos quieren imaginar) e informal. Nada en la película es complaciente con el estado de las cosas, ni con las decisiones de ninguno de sus personajes. Pero nada tampoco los reduce a meras víctimas, a títeres del mundo; ni los reenvía a ninguna mistificación individualista. Aun Antonella, la joven secuestrada y reducida a la peor de las condiciones – a diferencia del Solomon Northup de la ganadora del Oscar 12 Years a Slave– se salva a sí misma porque puede construir vínculos allí donde parecía imposible. La lateralidad misma con que Fantasmas de la ruta  pone en escena a los poderes fácticos y a la institución estatal frente a las redes y comunidades más o menos informales que configuran el panorama social de ese conurbano contiene, por sí sola, una potente toma de posición política.

El rostro, (Competencia Argentina), de Gustavo Fontán y Si je sui perdu c´est pas grave (Competencia Argentina), de Santiago Loza son otras dos extraordinarias películas que, quizás, tengamos oportunidad de comentar más adelante.

 

Carla Maglio