Reporte Ficvaldivia (3). Nostalgias y postales: Bressane, Dumont, Rejtman #ficvaldivia

Cuando aún los resabios de la humedad Valdiviana persiguen con insistencia la cotidianidad de cada uno de nosotros, cuando las imágenes decantan y se aquietan aparece la palabra. En mi calidad de local, de nacida y criada en el rigor del humo y la lluvia, me permito el acápite de la nostalgia y junto con él, un cierto homenaje a lo que la ciudad aporta como reducto, a la configuración de este festival. Al ánimo de recibir, a la posibilidad de caminar en el barro sin sentir añoranza alguna de pavimento. Al “ambiente de festival” que aquí resulta ser una especie de consecuencia permanente y que en otros lugares  aparece falseada, constante impostura de espacios construidos por la escenografía del marketing más duro, sin posibilidad de identidad o memoria. Un agradecimiento a Valdivia, por permitirnos volver a Santiago con Nostalgia.

Pero bien, emociones y postales aparte, es preciso establecer discursos que no sólo hablen de cada obra en particular, si no que ayuden a entender la naturaleza de esta versión, a mi parecer divergente a la homogeneidad mostrada anteriormente. Si bien hay quienes esperan una parrilla atestada de grandes nombres, es bueno enfrentarse al desafío de expresiones nonatas, de materiales cinematográficos que hablen desde lugares difusos, que pongan en circulación nuevas poéticas. Hubo mixtura y eso se agradece. Mucho de Mograbi, de Caldini, de  Guiraudie  y una sección de gala arriesgada en sus propuestas, como el caso de Educação sentimental de Julio Bressane, uno de los últimos bastiones del cine marginal brasileño. Estamos ante una obra radical y abstracta, inspirada en el mito griego que versa sobre el amor de la Luna por el cuerpo de un joven menor, al cual sólo toca con su luz, símil de la historia que protagonizan Aurea y Aureo. El film es la traducción estilística de quien vive bajo el influjo de la literatura, de manera tal que el amor entre ambos será en una primera etapa fuertemente intelectualizante, tocado  por la luz del mito griego pero que ahora opera como metáfora del conocimiento. El guion es denso y en el rezuman filosofía, glosas,  paráfrasis de textos de tiempos remotos que se reinstalan en el presente, abriéndose paso entre la prosaica presencia de la carne que se anuncia, profética e intuitiva.  El erotismo parece desplegarse en la tensión pueril de quien es adoctrinado, frente a quien ejerce su verticalidad a través del poder del conocimiento. Mientras tanto, el cuerpo espera, pero lo hace en pausas verbales, desde los interminables silencios del cuerpo frente al placer, o bien, desde  la  carne que se repliega en sus formas tradicionales de amar para solazarse a través de métodos más sofisticados, un placer que se funda corpóreo ante la sola posibilidad de aprender a amar. En Bressane hay también una voluntad ontológica que se manifiesta como un vasto territorio atestado de preguntas. Preguntas sobre el cine y sus dispositivos, sobre la ficción, sobre los alcances del artificio y el uso y develamiento del mismo para hablar de un cine en estado puro. Y debe ser ésta una de las operaciones más interesantes de esta película. Llenar el plano de ornamentos, encausar la mirada a través de artefactos geométricos, apostillar  con sugerencias de cómo ver aquello que se ve, es lo que, finalmente nos devuelve un cine primigenio y desnudo, un cine que no omite aquello que no le compete, sino que lo refuerza para poder identificarlo. En este ejercicio aquello que se condiciona es la mirada, y quien resulte paralogizado será quien mire. Así como hay cines que levantan como una bandera su autoría, cines con gentilicios, cines que diseccionan al autor para multiplicar su presencia en cada una de sus partes, hay cines que hablan no desde quien muestra, si no desde quien mira. Al encauzar la mirada Bressane nos hace conscientes de nuestra calidad de espectadores y pone obstáculos en el libre tráfico de ver. Por lo mismo es metonímico, es un manipulador de la performance del cuerpo y su trayectoria en el tiempo. Todo es redefinido. De ahí que la sala aquella noche, casi a la una de la mañana se percibiera inquieta, buscando un código que lograra conectarlos con la realidad que conocían. Finalmente para muchos, todo terminó con el aplauso desacompasado de la extrañeza.

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Un poco más normalizadora fue la exhibición de Camille Claudel 1915 de Bruno Dumont. Normalizadora para quienes veían a Dumont por primera vez, un tanto complaciente para quienes veníamos con la crudeza de L´Humanité (1999) a cuestas, película ganadora de Cannes el año 99´una de sus mejores obras y que le valió formar parte de un protomovimiento inventado por la crítica para categorizar este “Nuevo Extremismo francés” junto a cineastas como Ozon y Noé. En Dumont nos enfrentamos a un cine que pretende la abstracción y por lo mismo opta por el ensimismamiento, por un guion lacónico  a cambio de un formalismo descarnado, que troca la palabra por el aullido. Su renuncia a las estructuras teatrales que sustentan la inteligibilidad de cine han sido renovadas por historias donde lo fenomenológico es aquello que prevalece, donde el hombre significa no por el ejercicio de su razón, sino por la fuga de su barbarie. En el punto en que el hombre es deformado por su propia naturaleza, Dumont se instala para hacer de esa mutación una película. Mucho más sobria, Camille Claudel no cumple con las necesidades de una biopic, pero si se instala en ese punto en el cual la grieta del ser humano se hace abismo. En el filme de Dumont Claudel acaba de ser internada en el manicomio en el cual, después sabremos, permanece durante casi treinta años, hasta su muerte. El punto de controversia es que su vocación al hiperrealismo lo lleva a reclutar un ejército de enfermos mentales reales, que no deben excluir nada de su performance habitual. Muy por el contrario, será necesario exacerbar la locura en pro de conseguir una perfecta escenografía  de lo grotesco donde la única banda sonora sea el silencio desgarrado por gritos y gemidos.  Son estos mismos anónimos que sin impostura babean en primerísimo primer plano, se extravían, se congelan en una mueca terrible que obliga a bajar la mirada. Hay quienes plantean ahí el límite. Pero hay quienes dicen que el minimalismo dramático y la reducción del artificio teatral  transforman a los actores en simples modelos implantados, siempre, en una naturaleza magnánima que los supera, los sublima. El actor como anécdota, lo redime… Sucede que  la frontalidad de esta obra no está en su tejido, en su sustancia, sino más bien en ciertas decisiones efectistas que sacuden el distanciamiento edulcorado  con el cual el cine de industria manipula el dolor y la ruina.  Más allá de eso, una Binoche impecable y el poético gesto de omitir la pieza escultórica como obra, para trasladarla al paisaje pétreo  y al rostro plisado  de Claudel. En él, la grieta y el surco emplazados en primer plano, son el gesto escultórico que no sólo horada la piel, sino que también, y sobre todo, esculpe al tiempo.

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Termino con una obra que se ha transformado en un clásico de la cinematografía argentina  y con la cual, después de verla en innumerables ocasiones he ido generando una relación de cariño. La sección 20=10+10, creada para celebrar los veinte años del FICV fue el momento ideal de rectificar este filme como un clásico incombustible. Silvia Prieto, obra de uno de los cultores del nuevo cine argentino, Martín Rejtman, transforma en prosa audiovisual la anodina existencia de una mujer que corta el pollo en doce partes, se compra un canario con la premisa que no cante, y contabiliza cada uno de los cafés que sirve en su trabajo de mesera. El tránsito de la historia irá imbricando personajes entrelazados por las circunstancias; personajes equivalentes en cuanto que han sido vaciados de toda afección y logran desplazarse sin preguntas en un territorio donde aquello que arbitra es el sinsentido. Esto mismo los transforma en cuerpos símiles que ocupan una praxis, una forma de pensar que es la que impera y que articula el relato sin una voz que comande este mundo desapegado y vacío. Silvia Prieto es un cúmulo de personajes ausentes, atonales, sin matices. Una búsqueda por mostrar un espacio poblado únicamente por todos los estados donde la vida, nuestra propia vida actúa como un formato tipo, un simulacro que por ser socialmente aprendido y aceptado, no se cuestiona a sí mismo. He ahí la importancia del nombre como falacia de una impronta, y el posterior descubrimiento de que en la misma ciudad, a un par de cuadras de la propia casa, otra persona ostenta ese mismo nombre. La identidad aparece como una falsa expectativa de individualización en una esfera donde somos idénticos porque no hacemos más que multiplicar el vacío que aprendemos. Tal vez por lo mismo en Silvia Prieto sobreviva esa voluntad de ubicar en primera fila lo insustancial, aquello insignificante que muchas veces es lo único que logra erigirse como una diferencia, transformando en narración aquello que en la cotidianidad  no es más que música de fondo. Silvia Prieto es un filme realista, pero porque  parafrasea no al mundo, si no a las imágenes que ella misma crea. Es realismo pero basado en una idea de realidad dentro de un mundo que puede ser o no posible, pero no por eso constituye un simulacro. En ese sentido, esta película es una experiencia a partir de la cual es posible entender un modo de hacer cine basado en procesos de realidad que el mismo genera, una creación de lo real desde lo individual, legislado solamente por los imperativos del arte y por una nueva producción de sentido.

Luna Ceballo