Informe XXXIV Festival Internacional de Cine de Mar del Plata: La ciudad del cine

En cierto sentido, el ambiente de Mar del Plata propicia esa momentánea separación del mundo en nombre de la cinefilia. Tal como me habían comentado, el público del festival conversa de cine de una manera que no había presenciado antes. Antes del comienzo de cada función, quienes estuviesen detrás de mí platicaban siempre de lo que habían entrado a ver antes, mientras que cada fila de salida se convertía en una polifonía de respuestas más o menos elaboradas ante al “¿qué te pareció?”. El espacio cinéfilo que delimita el festival parece funcionar a través de un reglamento propio, paralelo al de la vida de la ciudad y las visitas masivas a la playa.

Hace unos meses recibí la notificación que indicaba que formaría parte del Segundo Taller de Crítica y Jurado Joven del Festival de Mar del Plata. La noticia me alegraba no solo por la posibilidad del taller en sí, también era la oportunidad de participar en uno de los encuentros cinéfilos latinoamericanos que más llamaban mi atención desde la distancia. La programación inabarcable de Mar del Plata, con sus retrospectivas e invitados, sugería uno de esos eventos en los que uno se puede perder en el intento de dimensionar a medias la propuesta del festival. Sumado a esto, se trataba del segundo año bajo la dirección de Cecilia Barrionuevo, de quien se comentaba que estaba consolidando una nueva coherencia programática después de algunas ediciones confusas (apreciación que no puedo comprobar, pero que me tocó escuchar en más de una ocasión). Por lo tanto, el viaje a Mar del Plata era un evento marcado en el calendario, la promesa de una placentera interrupción de mis actividades cotidianas.

Sin embargo, la interrupción tomó un camino inusitado, muy diferente al que había planificado al principio. El alzamiento del 18 de octubre había transformado nuestro cotidiano y nos había hecho reconsiderar el significado de interrumpir la “normalidad”. El día anterior al viaje me encontré esperando la recordada declaración del presidente de la noche del 12 noviembre. Como sabemos, en vez de los rumores de la reactivación del toque de queda, Piñera nos sorprendió con una declaración que superaba sus niveles habituales de cantinfleo, en un discurso que, como se comprobó, fue prácticamente improvisado. Si bien el viaje se podía concretar, el escape que significaba antes asistir al festival se transformaba en estar lejos durante días cruciales en los que la represión policial se recrudeció, haciendo sentir la burbuja festivalera como algo más patente todavía. El “escape” a Mar del Plata ahora significaba un ir y venir mental e, incluso, cierto sentimiento de culpa que varias y varios hemos sentido frente al goce en estos días. 

En cierto sentido, el ambiente de Mar del Plata propicia esa momentánea separación del mundo en nombre de la cinefilia. Tal como me habían comentado, el público del festival conversa de cine de una manera que no había presenciado antes. Antes del comienzo de cada función, quienes estuviesen detrás de mí platicaban siempre de lo que habían entrado a ver antes, mientras que cada fila de salida se convertía en una polifonía de respuestas más o menos elaboradas ante al “¿qué te pareció?”. La audiencia de la tercera edad argentina, que ya conocía de lejos por las devotas ancianas de Las cinéphilas (María Álvarez, 2017), era especialmente sorprendente por la disciplina de su militancia cinéfila. “Cuatro funciones diarias o ninguna”, me comentó una alegre señora. El espacio cinéfilo que delimita el festival parece funcionar a través de un reglamento propio, paralelo al de la vida de la ciudad y las visitas masivas a la playa. Debido a que el taller no me permitió ver todas las películas que hubiese deseado, propongo un recorrido azaroso por la desordenada parrilla que el cronograma me permitió armar. 

 

El círculo mágico

El historiador Johan Huizinga definía cada espacio de juego como una especie de “círculo mágico” que comparten mentalmente los participantes mientras el juego transcurre. Además de los juegos con delimitaciones literales como el tenis o las bolitas, la definición también incluye los juegos cuyo espacio imaginario se delimita a través de una serie de reglas internas que se diferencian de las del mundo “real”. Este “círculo mágico” es el que permite que cada juego funcione, ya que cada participante entra en un estado de juego que necesita de la suspensión de las reglas sociales convencionales.

Esta denominación de un espacio reglamentado de separación podría ser lo que opera en Nunca subí el Provincia (2019), la última película del cada vez más digresivo Ignacio Agüero. Desde El otro día (2012), Agüero pareciera cada vez más interesado en profundizar un sistema creativo, más que una poética. Ya sea en esta o en Como me da la gana II (2016), Agüero crea dispositivos que propician el accidente afortunado, aquellos momentos en los que el cineasta puede intuir a nivel general, pero que difícilmente puede planificar. Como decía Bresson, el cineasta entra en un “estado de ignorancia y curiosidad intensas” que, aun así, le permite “ver las cosas antes” (imposible no citar algún fragmento de Notas sobre el cinematógrafo después de la edición de bolsillo obsequiada por mi compañero de taller y amigo Eduardo Cruz).

Si en las dos películas mencionadas el dispositivo movilizaba al cineasta a rodajes y casas ajenas, el espacio delimitado en Nunca subí el Provincia es explícitamente sedentario, una exploración de la evolución física de la esquina de su casa y sus habitantes. Si temáticamente la idea pudiese resonar a la denuncia inmobiliaria de Aquí se construye (o Ya no existe el lugar donde nací) (2000), el montaje y los ejes “argumentales” no permiten que se articule una unidad discursiva clara. Si en algún momento de Como me da la gana II la dispersión era tal que la película se “reiniciaba”, el nuevo film de Agüero radicaliza la idea de desvariar dentro de su propia propuesta, regresando cada tanto a la escritura epistolar como un “centro” lúdico.

Sin saber nada de ella, escuché suficientes comentarios sobre The World is Full of Secrets (Graham Swon, 2018) como para cambiar los planes de mi agenda. Las descripciones que me dieron definían el debut de Swon (reconocido por su trabajo como productor de Dan Sallitt, Matías Piñeiro, Jem Cohen y más) por su extravagancia, por lo que esperaba una pieza abstracta o alguna narración del tipo lyncheana. Sin embargo, la extrañeza que provoca ver The World is Full of Secrets viene dada, parcialmente, por su convencionalidad. Los primeros diálogos y la ambientación noventera remiten a un tipo de relato adolescente reconocible, donde un grupo de chicas quinceañeras se juntan en una casa para juguetear con el miedo de contarse historias escabrosas. El lenguaje es coloquial y remite a distintas series y películas de terror de la década, en que el miedo autoprovocado de las pijamadas se convierte eventualmente en una amenaza real.

Si el contexto y el lenguaje pertenecen a un terreno reconocible, la formalidad visual de Swon se mueve radicalmente por otros lugares. Durante la primera media hora existen una cantidad inusual y casi absurda de fundidos en blanco, un recurso al que lentamente nos habituamos después de unos minutos de desconcierto. A su vez, cada tanto un plano se sostiene en un objeto, ignorando los rostros que sostienen el diálogo constante de las adolescentes. Posteriormente, en el extremo contrario de este recurso, Swon se detiene en el primer plano del rostro de una de las relatoras. Una vez que el plano supera, de manera inesperada, algunos minutos de duración (incluso se incluye un chiste al respecto), nos damos cuenta de que no habrá cortes hasta que termine el extenso relato. Como un pariente muy lejano del plano secuencia de Siete años en mayo (Affonso Uchoa, 2019), el plano largo de Swon nos hace pasar de un estado de expectativa ante lo que vendrá a una actitud de escucha atenta y reposada. El relato de Emily (Alexa Shae Niziak) toma rápidamente un tono escabroso y violento que sería difícilmente tolerable a través de imágenes, pero que se encuentra filtrado por el lenguaje adolescente y el afable rostro de la joven.

Después de algunas escenas que coquetean con lo fantástico, Swon permite que un segundo relato, todavía más largo y violento que el primero, aparezca a través de un primer plano constante. Esta vez estamos preparados, por lo que escuchamos atentamente a la segunda relatora desde el principio. En cierta manera, las imágenes principales de The World is Full of Secrets son mentales y contienen una violencia gráfica explícita. Sin embargo, el ambiente de película de pijamada adolescente nunca se desvanece del todo. En un segundo nivel, la película de Swon nos hace preguntarnos por el nivel de ensayo que deben haber requerido ambos planos secuencias, especialmente en los momentos en que las adolescentes balbucean o se equivocan al relatar. Si estas erratas pertenecen al texto escrito o al desafío actoral que implicaba la escena es poco importante, se trata de un registro fidedigno, ficcional y documental al mismo tiempo, de los tics del relato oral íntimo.

 

Manaos y Río

Dentro del Taller de Crítica y Jurado Joven nos correspondía entregar el premio a mejor ópera prima de entre nueve largometrajes diferentes. Sorpresivamente, o no tanto, entregamos el Primer premio y la Mención honrosa a las dos películas brasileras de la lista. El cine contemporáneo brasilero se ha convertido en una presencia festivalera en crecimiento durante los últimos años, en parte gracias a los juegos con el género, los dispositivos de no ficción y su variedad estilística (“éxito” que bien podría durar menos de lo pensado, como advierte Victor Guimarães aquí.

A febre (2019) de Maya Da-rin sigue la rutina de Justino (Regis Mypuru), un portuario indígena que trabaja con containers en la ciudad. La vida de su protagonista transcurre entre los largos viajes a su trabajo y el racismo cotidiano que implica “integrarse” a la sociedad urbana brasilera. Después de enterarse de que su hija planea mudarse a Brasilia para estudiar medicina, Justino empieza a sufrir un inexplicable malestar físico que empieza a incidir en su desempeño laboral. Como en una fábula fassbindereana, la enfermedad de Justino parece ser una lenta somatización de los estímulos sociales.

A la manera de un héroe de western, Justino resiste y avanza casi de manera automática, más estoico que pasivo frente a los comentarios ofensivos de su compañero de trabajo. La trama oculta el problema de la integración social y su exigencia de la eliminación de la diferencia. La perdida de las raíces indígenas que su hermano le reclama empieza a instalarse como una presencia más evidente a medida que la fiebre de Justino aumenta. En este tránsito la película empieza de a poco a desprenderse de su cáscara clásica para entrar en un ambiente más misterioso y seductor. La selva amazónica del otro lado de la carretera empieza a operar como la oscuridad fascinante del bosque de Tropical Malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004). La transformación del personaje termina por dar vuelta la estructura interna de la propia película, desde lo que se podría esperar que se desarrolle como la historia de un héroe mundano, hasta un ambiente onírico y menos cerrado que incluye coqueteos con lo fantástico.

Por otro lado, Un film de verão (2019) de Jo Serfaty podría inscribirse dentro de un grupo de ficciones fronterizas brasileras que incluye a las películas más recientes de Adirley Queirós, Affonso Uchoa y Juliana Antunes. El debut de Serfaty comparte con estos el tratamiento de un sujeto documental que participa de manera directa en la creación de la obra, pero se distancia del retrato de la violencia que realiza el trío de cineastas mencionado. Un film de verão se plantea como un relato coral de cuatro adolescentes en la favela que funciona como una contraimagen de lo que podría asumirse es la vida allá. Más que ignorar el aspecto más violento del territorio de los jóvenes, Serfaty sabe que esta imagen sigue activa, aunque no sea parte de la película. Incluir el elemento se vuelve innecesario cuando películas como Ciudad de Dios (Kátia Lund y Fernando Meirelles, 2002) se han encargado de conformar y difundir un imaginario visual de las favelas.

Las primeras escenas funcionan para presentar al cuarteto. Con cierta distancia observacional en un comienzo, la película presenta diversas viñetas de las vidas de Caio, Karol, Junior y Ronaldo. Sin jerarquías dramáticas claras, Serfaty aprovecha la ola de calor para asociar distintos momentos, como sucede con los enlaces de Do the Right Thing (Spike Lee, 1989). De a poco, la participación del grupo en la película empieza a hacerse más explícita, hasta el punto de incluir distintos planos amateur grabados por sus protagonistas. Entre otros momentos “dirigidos” por los cuatro jóvenes se incluye la aparición de una versión íntima, y en selfie, de una canción de The Smiths interpretada por Junior, y una emulación carioca de un videoclip J-pop protagonizado por Karol. Serfaty permite que la impronta de sus protagonistas en la película sea directa, dejándose llevar por gustos e intereses ajenos en varias escenas.

 

Arena, recortes, patrones, muñecos

Dentro de las particularidades de la programación de Mar del Plata se encuentran distintas “cartas blancas” en las que programadores ajenos al festival presentan sus propias elecciones. Este era el caso de los dos programas especiales presentados por Haden Guest en nombre del Harvard Film Archive. El primero de estos se encontraba dedicado a Dominique Benicheti, pero me lo perdí a pesar de los buenos comentarios que recibí sobre su obra. El segundo programa, en cambio, pasó inmediatamente a ser mi momento más esperado del festival una vez que puede revisar el catálogo. Private Dreams, Visual Music: An Experimental Animation Primer agrupó una serie de cortometrajes de animación experimental (o no tanto) realizados entre 1952 y 1992. Con clásicos como Free Radicals (Len Lye, 1958) o Asparagus (1979) de la recientemente fallecida Suzan Pitt, el programa de Harvard planteaba un recorrido parcial por hitos de la animación que difícilmente se puedan ver en conjunto por fuera de los festivales dedicados a la animación.

Además del primitivismo visual de Lye, la sicodelia cut-out de Pitt o la obsesión de patrones y formas de Allures (Jordan Belson, 1961), el compilado de Harvard incluía algunas piezas menos conocidas. Abstronic (Mary Ellen Bute, 1951) abría la selección con un cortometraje que recordaba a algunas de las películas sin cámara de Norman McLaren. El trabajo de Ellen Bute es todavía más clínico que el del canadiense, mezclando distintos dibujos de corte científico con patrones de colores.

Algo menos abstracta resultaba Sand or Peter and the Wolf (1969), trabajo debut de Caroline Leaf, maestra de la animación con arena y de la pintura sobre vidrio. Lo más curioso de Sand podría estar encontrarse en su torpeza. Mientras que trabajos más reconocidos como The Street (1976) y Two Sisters (1990) muestran un gran refinamiento en el movimiento y en el diseño de personajes, su adaptación del cuento de Pedro y el lobo se desarrolla con siluetas y movimientos poco detallados. Trabajando con arena sobre una caja de luz, Sand es al mismo tiempo un anticipo y un desvío de lo que sería el trabajo posterior de Leaf.

El movimiento y los diseños poco “logrados” son la máxima virtud de Vessel (1992), la ecléctica mezcla de técnicas animada por Helen Hill. Hill, a quien no conocía, fue estudiante de Suzan Pitt, con quien podríamos asociar por su colorido uso de las figuras recortadas. Sin embargo, a diferencia de su maestra, el trabajo de Hill está repleto de figuras con poca definición y movimientos erráticos. Las idas y vueltas que tiene la torpe niña protagonista de Vessel funcionan en concordancia con la inocencia lo-fi pop de su banda sonora, la canción “Cast a Shadow” de Beat Happening. Cuando entran distintas fotografías y texturas “realistas”, la falta de delicadeza de Hill se revela como un juego con el carácter más infantil de la animación y su fascinación primordial por ver un personaje cobrar vida.

Por último, River Lethe (Amy Kravitz, 1985) y Milk of Amnesia (Jeff Scher, 1992) presentaban versiones poco familiares de técnicas reconocidas. Como en el clásico estudio de los estilos de caminata de Walking (Ryan Larkin, 1968), el cortometraje de Kravitz funciona como una muestra las posibilidades de animar el agua de un río. Con mayor o menor definición, las olas dibujadas por Kravitz pasan por distintos grados de abstracción, siendo claramente un río, a ratos, o solo sugiriéndolo a través de líneas difusas. El corto de Scher, por su parte, presentaba un tipo de rotoscopía extremadamente inestable. Si la técnica se ha utilizado para mostrar paisajes y personajes poliformes, como hizo Linklater en Walking Life (2001), en este caso las diferentes formas de dibujar a cada personaje van variando constantemente entre cuadro y cuadro. En una epiléptica ráfaga de imágenes, Scher varía el estilo de relleno de cada personaje (rellenos de color, líneas desordenadas, patrones de figuras geométricas, etc) en el mismo momento en que apenas alcanzamos a reconocerlo. La esquizofrenia del trabajo de Scher fue el cierre perfecto para un programa basado en las distintas formas del movimiento, a la vez que demuestra, nuevamente, que la libertad de las técnicas animadas se ha desarrollado principalmente en laboratorios de cortometrajes.