Informe XXV Fidocs (3): Tiempos de extrañeza, vuelta del fílmico y rescate de archivos

Una reclusión permanente supeditada al modo de producción industrial de alimentos, es la que sufre la vaca lechera Luma que la directora británica Andrea Arnold sigue con una cámara incisiva y movediza que casi respira junto con el animal, en Cow, el documental más sentido de esta edición de Fidocs, que logra una identificación impresionante en su condición de hembra y la explotación que sufre. Una de las primeras escenas y que quedan en la retina por su crudeza simbólica, es la de Luma recién parida, que incluso sin expulsar completamente la placenta debe caminar por el establo para que le extraigan la leche.

El año de la eterna tormenta, película estrenada en Cannes que agrupa cortometrajes con miradas de distintos realizadores internacionales sobre las cuarentenas por covid en el mundo, que reúne a la realizadora chilena Dominga Sotomayor con directores de renombre como el iraní Jafar Panahi o el tailandés Apitchatpong Weerasethakul, tuvo su estreno nacional en la 25° edición del Festival Internacional de Documentales de Santiago (FIDOCS).

Siguiendo su sello autoral que la ha proyectado a nivel internacional y en la misma locación que sirvió de base a Tarde para morir joven, es la Comunidad ecológica de Peñalolén donde vive una mujer (su madre, la actriz Francisca Castillo) que se refugia en el canto colectivo vía zoom durante la cuarentena, hasta que debe trasladarse a Santiago para conocer a un nuevo integrante de la familia que acaba de nacer. En medio de las duras restricciones a la libertad de movimiento y desplazamiento, junto a su hija menor buscan el permiso en comisaría virtual para poder salir de la casa, sin encontrar entre los motivos el nacimiento de un nuevo ser humano, en este corto Sin título de Dominga Sotomayor. 

Tal como en Correspondencias, de co-autoría con la catalana Carla Simón (donde la realidad de la pandemia se impuso a la reflexión sobre los anhelos de una mujer joven, al integrar imágenes de su autoría sobre la revuelta), hay en el cortometraje un guiño a la movilización popular del 18 de octubre cuando la madre y la hermana pasan por una Plaza Dignidad rodeada de fuerza pública represiva. A pesar de que el permiso duraba sólo dos horas (las mismas que según comentó la directora en la presentación en el Cine Arte Alameda, tenía diariamente para poder filmar en exteriores), la protagonista logra tener cercanía afectiva a pesar de la distancia de un balcón, en un gesto de amor que representa la continuidad de la vida a pesar de las dificultades y amenazas del coronavirus. Los niños siguieron naciendo y eso es motivo de celebración, así como el arte y la música de los cantos colectivos on line, que cierra la película colectiva en una señal esperanzadora. 

Quizás el más logrado de los cortometrajes de esta película sea el de un realizador que ha desarrollado gran parte de su carrera "encerrado" pero por razones políticas, al ser sentenciado a no ejercer el cine durante veinte años, a pesar de lo cual siempre se las ha ingeniado para seguir creando, incluso dentro de su casa (previo a la pandemia). El director iraní Jafar Panahi ya había filmado en su casa en una hacienda en Closed curtains (2013), cubriendo las ventanas con cortinas negras para ocultar su identidad tras recoger a un perro (considerado impuro en la ley islámica). 

En El año de la eterna tormenta, Panahi recurre al humor y, nuevamente, a los animales. La relación entre su anciana madre -que llega al departamento de su hijo vestida de mameluco blanco confundiéndose con algún agente de control, porque no toleraba más la distancia con su familia-, y la iguana Iggy (la mascota de su nieta), alude a los vínculos que también se forjan con seres de la naturaleza en medio del encierro. 

Una reclusión permanente supeditada al modo de producción industrial de alimentos, es la que sufre la vaca lechera Luma que la directora británica Andrea Arnold sigue con una cámara incisiva y movediza que casi respira junto con el animal, en Cow, el documental más sentido de esta edición de Fidocs, que logra una identificación impresionante en su condición de hembra y la explotación que sufre. Una de las primeras escenas y que quedan en la retina por su crudeza simbólica, es la de Luma recién parida, que incluso sin expulsar completamente la placenta debe caminar por el establo para que le extraigan la leche. Son seis o siete los partos que se contabilizan durante el rodaje, casi como una condición permanente para la producción de leche que sus propios terneros no pueden tomar directamente de las ubres sino de biberones, porque son separados tempranamente de su madre. Los extractores de leche actúan con la mecanicidad de una maquinaria que casi se vuelve una extensión de la propia vaca y de sus ubres a punto de reventar, acaso como una imagen apocalíptica de aquello en que hemos convertido a los seres sintientes.

De un animal y su situación de explotación para el usufructo humano saltamos en Gaucho americano del chileno Nicolás Molina, a miles de ellos agrupados en piños de ovejas que dos arrieros de la Patagonia chilena con sus caballos y ovejas deben guiar en un rancho del oeste de Estado Unidos, al cual viajaron en busca de una nueva vida de cowboys y para poder ahorrar para volver a Chile. Un gaucho más maduro (que no habla el idioma) y otro más joven se enfrentarán a la soledad de las montañas y, en el caso de este último, a la falta de posibilidades de encontrar pareja en ese país, por lo que un colega americano le sugiere una aplicación de citas especial para vaqueros solteros. Los corderos y ovejas son retratados con imágenes aéreas en grandes extensiones que le dan una dimensión pictórica a la fotografía de Gaucho. Ya en Flow (2017), su película anterior, Nicolás Molina había trabajado con una imponente fotografía de paisajes, contribuyendo más que a una visión naturalista de la geografía, a una mirada sociológica de la geografía humana que habita territorios tan disímiles como las riberas de ríos tan distantes como el Biobío en Chile y el Ganges en la India. 

  En el caso de Travesía travesti, la tercera película de Nicolás Videla luego de El diablo es magnífico (2016) y Naomi Campbel (2013, en co-autoría con Camila José Donoso), la obra de teatro del mismo nombre cuya última función coincidió con el estallido social de octubre de 2019, impulsa un ejercicio de memoria trans al recuperar las voces, archivos y entrevistas de ellas contando sus propias historias. Sin embargo, por momentos se queda en las riñas, pugnas y tensiones entre integrantes del grupo que buscan reunir a un elenco fracturado y las que no conciben volver a recrear la obra. 

Sobre la alineación del trabajo y sus efectos sobre los cuerpos que enferman, la sinfonía de una ciudad en la alturas como La Paz, las huellas históricas y arquitectónicas de la capital donde escasea el oxígeno y de su experimentación con una aventura audiovisual nos habla el director boliviano Kiro Russo, en su segunda película después de Viejo calavera (2016), El Gran Movimiento, ganadora de la Competencia Internacional de Fidocs. En una interesante conversación que tuvimos con Kiro Russo, el director ganador del Premio Especial del Jurado en la sección Horizonte del Festival de Venecia, contó que en su decisión de recuperar la técnica cinematográfica original y hacer la película en 16mm fue muy duro cargar a cuestas una cámara de esas características. Pero su interés iba más allá de esas dificultades, por cuanto El Gran Movimiento se relaciona con las sinfonías urbanas del cine de principios de los años veinte, con el pensamiento del cine mudo y se constituye en una oda a la capital boliviana. La textura del fílmico le parecía más coherente con las sinfonías de la ciudad y la particular topografía paceña. Para Russo, Max, un actor natural de la película surgido de los mercados paceños que tiene un lado místico con conocimientos ancestrales, es conocedor de La Paz y también es visto por las señoras del mercado como un loco y comediante, es una especie de Chaplin de la vida real, con quien el director trabó una amistad desde 2004. Como cineasta, a Russo le interesaba usar 16mm para capturar el tiempo; como equipo, tenían que tener una organicidad tal que le permitiera saber cuándo tirar y cuándo cortar un plano, porque a diferencia del digital en fílmico no es eterno lo que se puede rodar y requiere una precisión y una conciencia de hacer cine.   

El fílmico también resultó ganador de la competencia de cortometrajes de Fidocs, con Susurros del hormigón del joven director Matías Rojas, que junto a la productora ejecutiva Kathalina Araya encontraron en el Persa Bíobío una lata en 16mm que había estado sin uso por más de 40 años, la que convirtieron en una propuesta ecléctica y libertaria que mezcla el color y el blanco y negro, el discurso político y la performance para denunciar la degradación ambiental que sufre la ciudad de Villa Alemana, el control y las restricciones a la libertad de un sistema opresor. 

Otra ganadora de Fidocs fue El cielo está rojo de la joven directora Francina Carbonell, que se llevó el premio al mejor documental de la Competencia Nacional, con una obra que partió como una tesis de la Universidad de Chile y se convirtió en la dirección de Francina en un documento con ribetes históricos, que a casi once años de la tragedia de la Cárcel de San Miguel indaga en las torpezas y fisuras del sistema penal que evidencian los archivos, más que por lo que muestran, por lo que ocultan: la desidia de los gendarmes, el desinterés y apatía por la población carcelaria que sufre la sobrepoblación, el hacinamiento, la indignidad, la discriminación del sistema penal a la pobreza y la permanente violación de los derechos humanos de las personas privadas de libertad. 

Según comentó Francina Carbonell en un interesantísimo diálogo que tuvimos -en que cuestiona la criminalización de la pobreza-, cuando lograron acceder a la carpeta judicial por la muerte de las 81 personas privadas de libertad, se encontraron con un abultado material, que implicaba horas y horas de visionado, con un caso muy complejo de muchas aristas y con imágenes muy duras de ver: se enfrentaron a un nivel de violencia, dolor y deshumanización que cuesta mucho mirar.

La directora analizó los agujeros de cada archivo: no solamente lo que estaban mostrando, sino también sus fallas y sus rarezas, como en una arqueología de las imágenes. Era como trabajar con la ausencia, con lo que no se veía. La escena en que la cámara de seguridad es desviada por un operario que hace un zoom, no a las bocanadas de humo que salían de la torre 5 el edificio, sino al suelo, hablan más que de la desidia de algunos funcionarios de Gendarmería, lisa y llanamente de su intención de ocultar lo que estaba sucediendo. Había gestos muy audiovisuales de cómo filmar, manos que encuadran de cierta forma las cámaras de seguridad para que no quede registro de lo que estaba sucediendo, presencia de gendarmes ejerciendo presión a las personas privadas de libertad durante las reconstituciones de escena. Obstrucción a la justicia pura y dura. Francina cuestiona cómo las instituciones que filmaban lo que se supone eran evidencias y que debieran tener una calidad ilustrativa de lo que pasó, en realidad estaban siendo manipuladas de muchas maneras.-