Informe XXII FIDOCS (1): Fricciones cartográficas
La edición de Fidocs 2018 pudo reafirmar la búsqueda discursiva que el nuevo equipo programador empezó a trazar desde la versión anterior. En primer lugar, de la interpretación laxa que manejan de la práctica documental. El año pasado fue La vendedora de fósforos (Alejo Moguillansky, 2017) la película que más levantó sospechas, al ser incluida a pesar de proceder a través de prácticas identificadas como más propias de la ficción. En esta edición, al menos para mí, la sorpresa se dio con la inclusión de Una vez la noche (Antonia Rossi, 2018), recreación ilustrada -literalmente- de cuatro relatos diversos. Una película que se podría emparentar con el cine de animación, pero que a su vez elimina el movimiento a través de planos estáticos, es decir, una animación despojada de su elemento “mágico”. El “pie” documental en la obra se basaría, entonces, en el proceso de investigación llevado a cabo por Rossi. Este notable filme, resulta evidente, no pasa a ser parte de Fidocs por una falta de rigurosidad conceptual, al contrario, se trata de una intención programadora que tensiona, sin necesidad de justificar, las categorías. Por lo demás, la obra de Rossi tampoco es un caso de una tensión ficción-documental “visible” en pantalla, como la de cierta tradición de cine “fronterizo”. La programación del festival ni siquiera busca localizar esa frontera para tensionarla, sino que ya asume una indiferenciación radical de las categorías y sus límites.
Los desajustes territoriales fueron, justamente, uno de los ejes que definieron mi experiencia en esta edición de Fidocs. Las películas de este año presentaban tensiones cartográficas de parte de cineastas que exploran por fuera de su territorio o que, por otro lado, buscan cuestionar los cambios del habitar dentro de sus propios espacios. De la mano de esta reflexión, las cintas de este año cuestionaban a su vez la propia imagen del cine, entendida como otra clase de recorte territorial. Entre esos dos ejes, territorio e imagen, paso a describir algunas de mis impresiones de la más reciente versión de Fidocs.
Mapeos visuales
El primer mapeo territorial se establece en Brasil. O processo (Maria Augusta Ramos, 2018), parte de la competencia internacional, es un documental que remite a otros ejercicios cinematográficos que han sido calificados de “urgentes”. Como sucede con La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975-79), en la película permanece la sensación de que la cineasta trabajó “al calor” de un acontecimiento que exigía alguna clase de registro. En este caso se trata del golpe institucional organizado por el senado brasileño en 2016 para destituir a la presidenta Dilma Rousseff. Las primeras escenas mantienen una tensión permanente que, como en la película de Guzmán, propone una comparación visual entre los dos bandos para observar sus diferencias. La cámara, sin embargo, mantiene una mirada distante y observacional que se aleja de las estrategias formales del cine “urgente”, más cercana a Wiseman que al clásico documental nacional. Además, se integra también un tercer elemento en el montaje que pasa desapercibido en un comienzo: la imagen televisiva.
Las más de dos horas del documental de Augusta Ramos dejan, especialmente a la luz del presente brasilero, una sensación pesada y pesimista. El desenlace no solo lo conocemos desde el inicio por tratarse de un hecho noticioso reciente, sino también porque sus protagonistas se encargan de anunciarlo desde las primeras escenas. El equipo de defensa del PT sabe que, como dicen en una escena, “las cartas están marcadas” desde el comienzo. La victoria del célebre fraude orquestado por la oposición, entre quienes se encuentra el recién electo Jair Bolsonaro, emisor de uno de los discursos más horripilantes de la película, no fue una sorpresa para nadie. Por esta razón, el gesto de Augusta Ramos de pensar la imagen televisiva adquiere relevancia. Las espaldas de las senadoras y senadores de la oposición que profieren sus denuncias sirven como una especie de “contraplano” frente a las imágenes frontales de la televisión del senado. Cada participante del debate está en conciencia de estar entregando una imagen determinada, con lo que se revela el gesto performativo de las intervenciones políticas. O processo termina, quizás involuntariamente, resultando una película a la que sus dos años de espera entre rodaje y estreno han convertido en una constatación aún más amarga de esto.
Por otro lado, El dorado XXI (2016), parte del foco de la portuguesa Salomé Lamas, presenta un punto de vista igualmente distante, pero formalmente mucho más radical en su observación. Como en Tempestad (Tatiana Huezo, 2016) o la más reciente Las cruces (Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, 2018), ganadora de la competencia nacional de este año, la mezcla de testimonios estructura el sonido y el impulso narrativo general. Es, hasta cierto punto, un camino convencional a través del que se pueden identificar personajes y se nos describen eventos relacionados con los temas de las obra. Sin embargo, la imagen no posee correspondencia directa con eso que oímos. Mientras los testimonios describen la destructiva rutina de unas buscadoras de oro en La Rinconada, Perú, un plano de casi una hora de duración nos muestra la interminable entrada y salida de quienes trabajan en la mina.
La duración del plano de Lamas produce un efecto que transita desde la descripción etnográfica a terrenos más indescriptibles. Si en un comienzo la mezcla del relato con la imagen puede tener una función descriptiva de denuncia, de a poco el desfile de rostros anónimos empieza a generar una impresión de carácter más abstracto. La imposibilidad de imantar las voces a un cuerpo específico provoca que, primero, relacionemos el relato con cada cuerpo que pasa, para después estar en permanente fricción entre la “narración” y el plano de las entradas al trabajo.
La segunda parte de la película, marcadísima por el final del monumental plano, sigue un itinerario más clásico. Podrían existir sospechas sobre la manera en que la directora portuguesa se dedica a registrar los ritos de los habitantes de La Rinconada en esta segunda mitad. Sin embargo, el efecto generado por el plano anterior sirve para generar una desconfianza hacia las imágenes siguientes. Lejos de la pretensión de objetividad o de la distancia “científica” de la etnografía clásica, la actitud de observación de Lamas sirve para cuestionar la capacidad de aquellos gestos de observación.
Imágenes paganas
[sic] (2009) define en poco más de 15 minutos varias de las preocupaciones formales presentadas en la obra de Eric Baudelaire, otro de los directores en foco de esta edición. El cortometraje muestra a una joven japonesa encargada de realizar “bokashi”, una técnica utilizada para oscurecer las partes de una imagen que pudieran despertar deseos sexuales al ser miradas. Jugando con la ambigüedad de las leyes japonesas, el corto avanza hasta llevar el extremo las posibles censuras a realizar. Desde los horizontes en imágenes del océano hasta los números indicadores de una fecha, todo elemento puede ser objeto de algún tipo de interpretación pictórica censurable. Baudelaire problematiza con esto las posibilidades de lectura de una imagen, elemento que se repetirá en el resto de sus películas exhibidas.
El cine de Baudelaire busca, intencionadamente, enredarse en esa clase de problemas teóricos en torno a la creación de imágenes. En Walked the Way Home (2018) se pasa directamente desde el registro rápido publicado en instagram al formato de exhibición en pantalla grande. Al igual que en los trabajos recientes de la estadounidense Penny Lane o en trabajos nacionales como Snap (Felipe Elgueta y Ananké Pereira, 2018), los formatos de registro en smartphone son trasladados a la experiencia de la exhibición cinematográfica. En el caso de Walked the Way Home, se trata de registros breves de militares en las calles de París. El director busca observar las fuerzas de “prevención” terrorista y su normalización en el paisaje europeo. Sin embargo, el formato escogido termina por trascender al tema y su denuncia. Más que una reflexión en torno a lo militar, la exhibición en formato grande del cortometraje nos lleva a pensar en los efectos de la imagen de instagram por fuera del celular. El ralenti que se aplica a cada clip genera un extrañamiento permanente al combinarse con el formato cuadrado que caracteriza a esa plataforma asentada en la rapidez y fugacidad de sus imágenes.
El punto álgido de estas imágenes vueltas sobre sí mismas se dio en The Anabasis of May and Fusako Shigenobu, Masao Adachi and 27 Years Without Images (2011). El relato se divide entre el período en que el cineasta japonés devenido guerrillero Masao Adachi pasó como aliado de la causa palestina, y la historia de paralela de formación identitaria de su hija May, que vivió parte de su infancia en el Líbano. Construída a través del recuento en off de Adachi y May, la obra de Baudelaire funciona como un intercambio epistolar, un diario de viajes, o como una película de ensayo, dependiendo del momento de la obra. Es, también, una cinta que dialoga con los metrajes perdidos de Adachi, parte de un corpúsculo de carácter militante que fue destruído íntegramente en un incendio. Las películas de Baudelaire preguntan tanto por los significados múltiples de la imagen, como por aquellas imágenes perdidas o ausentes. Nunca vemos a May o Masao Adachi frente a cámara, pero vemos el arresto de Fusako Shigenobu, fundadora del ejército rojo japonés y madre de May. Si bien el cine de Baudelaire mantiene generalmente una distancia más cerebral o teórica, su vínculo con el cineasta japonés devuelve el sentido original de la pregunta por lo político en la imagen.