Informe XXII Ficvaldivia (3): Stinking Heaven (Nathan Silver, 2015)

La proyección de Stinking Heaven estuvo acompañada por un pequeño cortometraje: Riot, donde frente a la atenta cámara de video casera de su padre, un Silver infante dirige a lo déspota una película en la que recrea junto a sus amigos coetáneos las violentas protestas que se desataban en tierras gringas por aquel entonces. El pequeño Silver no usa palabras amables para pedir lo que quiere; grita y golpea. Al mismo tiempo que actúa de gangster pandillero cigarro en boca, discute mañoso con quien se le cruce en frente. Da instrucciones y se frustra mientras obliga a amigos y familiares a participar de su delirio.

Han pasado más de un par de décadas desde que Silver se aventurara frente a la cámara de su padre y uno siente que la forma del director de enfrentarse al hacer películas no ha cambiado demasiado: persisten ciertos dejos formales que invocan tiempos pasados; el 4:3 en Exit Elena, el video casero de Riot o el betacam en este caso, pero por sobre todo persiste el conflicto en las relaciones; aquella imposibilidad abrumadora de comunicar, el abismo entre un uno y un otro.

Situado en New Jersey en los años ’90 Stinking Heaven nos muestra a un grupo de adictos en rehabilitación que deciden vivir juntos bajo un pacto de reglas para intentar mantenerse sobrios. No es necesario ser demasiado brillante para darse cuenta que esta premisa no admite equilibrio. Silver nos somete a ser parte del grupo. El espectador pasa a ser un adicto más: inmerso en torcidas sesiones de psicodrama donde los miembros recrean los episodios más oscuros de sus vidas,  inmersos en incómodas cenas, llenas de roces, gritos y escándalos, inmersos a fin de cuentas en una vorágine enferma, donde reglas artificiales intentan sostener estructuras que ya están deshechas por dentro y que, cada vez que buscan encontrarse entre sí sucumben ante ese abismo que es el otro, también repleto de sus propios demonios.

La cámara es cómplice, siempre adentro, rara vez escapa de la casa; y cuando lo hace es solo para ver una vez más a los personajes fracasar, tropezar y sangrar frente a la agonía que se vuelve la vida cotidiana. Todos son inadaptados, el mundo real los agobia y acosa y pareciera ser que es solo en ese adentro sórdido pero conocido donde se pueden permitir fluir con todos sus fantasmas de por medio.

Hay sin embargo un tono de comedia que subyace toda la película. La incomodidad y el conflicto están exagerados de tal manera que constantemente se pasa de la angustia profunda a la risa incrédula. La película es consciente de quien mira y entra en un juego directo con el espectador, difuminando continuamente los bordes entre lo que es y no real dentro de la misma historia y nos recuerda cada cierto tiempo que aunque la sangre, la desesperación y la violencia son la constante y acosan a quien mira, todo es a fin de cuentas una puesta en escena, herramientas para jugar.

Detrás de ese juego, de esa forma lúdica de exponer los conflictos en la pantalla y de  enfrentarse al espectador se percibe aún vivo el espíritu de el niño que se entretiene haciendo películas en Riot, solo que ahora Silver no pega ni grita para obligarte a participar; pues cualquiera que quiera someterse a las emociones de jugar a las películas, de jugar al cine sabe que tener a ese niño hiperactivo de compañero vale la pena y que al terminar el día habrá por lo menos una historia, una escena que vale la pena contar.