Informe XII Sanfic (1): Lecciones, laberintos, archivos
Sin duda alguna este fue el mejor Sanfic que se ha visto en los últimos años. Ello se expresó en la calidad de programación, las actividades formativas y un concepto general del festival que se desglosó en concentración de elementos y señales claras. Una muy de ellas fue el énfasis en la visita de Paul Schrader, tanto en sus notas de prensa como en las actividades de difusión. La retrospectiva de Schrader debiese servir como línea rectora de la curatoría, recordando al festival la filiación que tiene con el cine independiente americano (pensemos en las visitas previas de Abel Ferrara o Jem Cohen) y las dimensiones formativas vinculadas a su público objetivo. La actividad de su conferencia, bien guiada por Joel Poblete y apoyada por el cinépata Alberto Fuguet, repletó una sala de Corpartes y si no hubiese sido por la ausencia de audífonos para la traducción del inglés, podemos decir que fue el ejemplo de una buena master class, en la que se recorrió su obra, pero sobre todo su punto de vista sobre el cine que a lo largo de su carrera lo ha llevado por idas y venidas con la Industria. Schrader representa, antes que “el genio”, al cineasta artesano comprometido con los procesos y el rigor de la puesta en escena. En un momento Fuguet le preguntó “¿Y ustedes en los setentas sabían que estaban en los setentas?”, Schrader presto (como en casi toda la conferencia) le respondió que sí. Y que la diferencia es que en ese momento el cine permeaba toda la discusión pública en un clima cultural y político de transformaciones. Perteneciente a la generación del Nuevo Hollywood, Schrader es un cineasta consciente de su momento histórico y las lecciones que se podían obtener de una industria en crisis, moviéndose entre sus fisuras y posibilidades artísticas. Fue bonito poder recorrer, por ejemplo, su admiración por el cine de Bertolucci vinculando la fotografía de El conformista (1970) con su propio filme American Gigolo (1980), “un filme sobre las superficies” donde la narrativa de la imagen era fundamental. O su vínculo con la cultura japonesa a partir su guionización de Yakuza (Sidney Pollack, 1975) y el posterior biopic Mishima (1985).
Aunque guionista, la lección de Schrader vino por sus puntuaciones: quien haya sabido escuchar se habrá enterado que al hablar de cine se enfatizaron elementos vinculados al proceso cinematográfico en su conjunto -incluso de la dirección de actores- haciendo énfasis, antes que en el guión como estructura, en la puesta en escena como materialización y trabajo, sabiendo combinar con inteligencia las tradiciones americanas y europeas apuntando hacia la sofisticación narrativa. Da la sensación que Schrader, omnívoro devorador del sistema de producción-posiblemente un cineasta “termita” como le habría gustado a Farber-, se encuentra adaptándose a un nuevo momento de soltura de amarras, lo que cerró con su máxima al momento de hacer su última película Dog Eat Dog (2016):“hoy la única regla es que no hay reglas”.
Sobre esta película, me quedo a medias tintas. Mucho más jugada en todo sentido que uno de sus últimos filmes, The Canyons (2013), es un trabajo que acusa recibo del cinismo de Tarantino o Guy Ritchie utilizando el montaje como si fuese un Good Fellas hiperventilada, pero que más allá de la búsqueda de adaptación estilística no me dice mucho más. La película aborda un trío de personajes que se encuentran atrapados en un círculo delincuencial, aunque cada cual a su manera haya intentado salir de ello al parecer todo su entorno los condiciona a cometer actos delictuales. Ahondando en el patetismo los personajes se sostienen por las caracterizaciones de Nicholas Cage y Willem Dafoe. Como muchos de los filmes de Schrader, es un viaje en descenso hacia infiernos personales, donde la degradación y la autodestrucción se combinan con drogas, asesinatos, traiciones y alguna pregunta metafísica, lo que cierra en un final trágico donde un personaje encuentra su propio destino. De cargado nihilismo y aunque ligeramente fallida, es señal eso sí de un Schrader que no se da por vencido.
Elle: laberintos mentales
Por su parte Paul Verhoeven (Robocop, Bajos instintos, Total Recall, Starship Troopers) ha demostrado a lo largo de su carrera versatilidad, sabiendo ingresar a estructuras narrativas para pervertirlas o llevarlas al paroxismo. En Black Book ingresó al universo del thriller político ambientado en la segunda guerra mundial, en un juego donde las paradojas de la historia, el contraespionaje y el punto de vista obligaban a preguntarse por el lugar del complot y el estatuto de verdad histórica. Su más reciente película, Elle, es una nueva prueba de su maestría narrativa y capacidad de jugar con el punto de vista narrativo. El personaje de Michelle, interpretado magistralmente por Isabelle Huppert, es un personaje que se va develando a lo largo del filme, sorprendiendo por ir más allá de los límites de lo esperable. Lo que parte como un thriller paranoico lentamente complejiza, subvierte y transgrede las relaciones víctima/victimario ingresando al universo mental (y genético) de la psicopatía, jugando con la complicidad y capacidad de empatía por parte del espectador. Aquí Verhoeven ingresa al mundo de un personaje en contradicción con su propia historia familiar y la capacidad de sobrellevar la dimensión destructiva presenta al interior de sí misma. Elle pasa así a acercar aquello que tiene de extrañamiento un personaje hiper-adaptado a su entorno social, haciendo de paso un retrato ácido de la clase alta francesa. Verhoeven contamina formas y géneros: es capaz de usar la elegancia y distanciamiento formal de un Haneke para llevar el absurdo y el humor subversivo de Buñuel, habiendo aprendido del suspense Hitchcockiano un ABC elemental. Mucho más allá del “know who” de la estructura narrativa del thriller de psicopáta, Elle lleva a preguntarse por la capacidad que tendrá -o no- el cine de subvertir, contaminar o transgredir las certezas del género, sorprendiendo en sus giros narrativos. El resultado es un híbrido que remata en el absurdo y el humor. Verhoeven nos lleva -como Lynch, Fincher, Polanski o Brian de Palma- a un terreno de laberintos mentales e incertidumbres, tomando riesgos narrativos y estéticos.
Archivos latinoamericanos
Dos filmes de archivo dan noticias de la historia del cine latinoamericano y la posibilidad del cine de recuperar su memoria. Por su parte La historia negra del cine mexicano (Andrés García Franco), es un homenaje a la época de oro y el rescate de la figura de Miguel Contreras Torres, pionero y director de más de 70 películas donde combinó los géneros populares con la búsqueda de identidad cultural, proyecto que se vio interrumpido por el ingreso de las multinacionales a manos sobre todo del millonario William O. Jenkins, cuestión que el mismo Contreras Torres testificó en su libro homónimo al nombre del filme. Viajando por un archivo sorprendente y un sinnúmero de filmes que dirigió y actuó (entre ellos: Zítari, El león de (la) Sierra Morena, Revolución (La sombra de Pancho Villa), La emperatriz loca) el director de La historia negra… busca recuperar la memoria del cine mexicano como también su propia historia familiar, ya que Contreras Torres es un tío abuelo. Algo extendido y desordenado hacia el cierre, pero con una historia sorprendente y una utilización del material de archivo y entrevistas a destacados críticos como Pedro Ayala Blanco o Carlos Monsiváis, el filme tiene antes que nada un valor patrimonial.
Desde otro ángulo Cinema novo dirigido por Eryck Rocha (hijo de Glauber a quien ya dedicó su filme Rocha que voa), es un documental sobre el movimiento brasilero de los sesentas que es en realidad un re-montaje de archivos que incluyen fragmentos de filmes, entrevistas y materiales de la época que tiene una estructura libre y ensayística con ausencia total de voz over (a diferencia del documental mexicano, cuya estructura se basa en ello), el que va hilvanando figuras y discursos que abordan distintos elementos presentes en la época: registros de Glauber Rocha, Nelson Pereyra dos Santos, Paulo Cesar Saraceni, Joaquim Pedro Andrade, León Hirszman, Geraldo Sarno se van conectando con fragmentos de películas clásicas del Cinema Novo como Dios y el diablo en la tierra del sol, Cinco veces favela, Los herederos, O desafio, o Macunaíma desde una lectura que enfatiza la búsqueda de un cine arraigado en la cultura nacional, así también rodeado de controversia y búsqueda de afianzar un público interesado, cuestión que fue su principal dificultad. Hay registros sorprendentes, por ejemplo en Francia, que registra la relación comunitaria de los cineasta y el interés que generó en figuras como Jean Rouch y la revista Cahiers du cinema, que funciona como homenaje tardío y algo melancólico de un otrora tiempo de transformaciones culturales. Por otro lado, es cierto que del Cinema Novo hay mucho escrito y varios documentales, lo que resulta interesante del documental de Eryck Rocha es la incursión en el documental ensayo, desde una dimensión poética y a la vez material de los filmes, lo que resulta en una especie de collage proliferante e inmersivo.
No al cine de calidad
Por otra parte, Fuocoammare (Gianfranco Rosi, premio en Berlín) es un documental en torno a la isla de Lampedusa, lugar que se ha transformado en una puerta de entrada inmigrante a Europa. El documental está partido en dos: por un lado la vida cotidiana en la isla de tranquila rutina y pasar relativamente cómodo, donde Rosi construye una serie de situaciones de tono cómico que recuerdan a la comedia italiana clásica. Por otro lado, la llegada de grupos humanos procedentes de África que realizan el viaje en condiciones deplorables y riesgosas, quienes llegan con grandes problemas de salud y que vienen huyendo de la guerra y la hambruna. La isla está custodiada por sofisticadas estaciones que funcionan como colchón para la vida tranquila de la isla. Filmado con rigor y belleza desde un punto de vista observacional (hay un gran trabajo de investigación previa), el documental de Rosi no se define desde el punto de vista ético: a lo largo del filme se presenta a retazos testimonios de lo que se va a ver hacia el cierre, contrastando con el tono de humor en torno a las situaciones de un niño, hasta que se intruduce a la presentación de cuerpos y cadáveres que vienen en los barcos. No se trata de auto-censura sino del valor ético o estético de los cadáveres mostrados, como si fuera el mismo cuidado tratamiento formal el que expulsa del cuadro a los cuerpos anónimos (sin nombre) mientras otros tienen -al interior de las barreras fronterizas- derecho a ser personajes. Existe una geopolítica del cuadro, es la misma que hace que consideremos este documental como sintomático de un premio otorgado a la buena consciencia cínica de un festival internacional y que redunda en lo siguiente: no todo premio es calidad y no todo criterio de calidad es cinematográficamente válido o indiscutible. En este caso - pensando en qué criterios, para quien se filmó - el gesto ligeramente provocador de Rosi no deja de tener una pregunta por el valor de esos planos (que imagen, para quien , con que objetivo) lo que redunda en una especie de miseria chic para festival internacional .
Iván Pinto