Informe V AricaDoc (2): Los provocadores de ayer y hoy. Sobre el Foco Travis Wilkerson + Santiago Álvarez

El formato online de los festivales permite que por su similitud con las plataformas streaming los visionados adopten una compulsión similar. Si en presencial hay que tratar de ajustar horarios y salas, generando adrenalina y el trabajo de la memoria y las anotaciones furtivas; las funciones programadas para el computador permiten detenerse para tomar notas y, así, este informe pudo ir elaborándose durante el visionado mismo. La efectividad programática y curatorial de la reciente versión de AricaDoc permitía programarse recorridos teñidos de cine político, reflexivo y teorizante que podían partir con Travis Wilkerson visitando silos nucleares en el Midwest estadounidense y terminar en una escuela francesa con sus estudiantes de cine en paro. En su manifiesto Notas incompletas sobre el carácter del Nuevo Cine, abogando por una nueva “imperfección” del cine, Wilkerson pone que este no debe reconocer fronteras nacionales ni identificarse como ficción o documental. Un poco acerca de eso, y también sobre el uso de las nuevas tecnologías como nueva caméra-stylo, trataran las líneas de este informe, dividido en dos partes.

El formato online de los festivales permite que por su similitud con las plataformas streaming los visionados adopten una compulsión similar. Si en presencial hay que tratar de ajustar horarios y salas, generando adrenalina y el trabajo de la memoria y las anotaciones furtivas; las funciones programadas para el computador permiten detenerse para tomar notas y, así, este informe pudo ir elaborándose durante el visionado mismo. La efectividad programática y curatorial de la reciente versión de AricaDoc permitía programarse recorridos teñidos de cine político, reflexivo y teorizante que podían partir con Travis Wilkerson visitando silos nucleares en el Midwest estadounidense y terminar en una escuela francesa con sus estudiantes de cine en paro. En su manifiesto Notas incompletas sobre el carácter del Nuevo Cine, abogando por una nueva “imperfección” del cine, Wilkerson pone que este no debe reconocer fronteras nacionales ni identificarse como ficción o documental. Un poco acerca de eso, y también sobre el uso de las nuevas tecnologías como nueva caméra-stylo, trataran las líneas de este informe, dividido en dos partes.

 

I- La contrahistoria: Travis Wilkerson y Santiago Álvarez

Lo peculiar del cine de de Travis Wilkerson dentro del espectro de realizadores políticos estadounidenses del presente siglo es que reconoce de inmediato una filiación con el cine agit-prop del cubano Santiago Álvarez, a diferencia de sus coterráneos, que parten de la tradición izquierdista norteamericana y del cine vanguardista y político europeo. Ciertamente Wilkerson comparte esos referentes, pero la alusión latinoamericana al “Tercer Cine” se destaca. De hecho, su primer largo From Accelerated Under-Development - In the Idiom of Santiago Alvarez (Subdesarrollo acelerado: en el idioma de Santiago Álvarez, 1999) es un trabajo sobre su mentor en su estilo, a la vez que un biopic político y una reflexión sobre el cine comprometido. Acá hay que interrumpir el Foco Wilkerson, abrir otro párrafo y hablar del cineasta cubano.

El cubano reportero

AricaDoc presentó dos trabajos de Álvarez relativos a Chile: De América soy hijo y a ella me debo (1972) y ¿Cómo, por qué y para qué se asesina a un general? (1971). El primero un largo sobre la visita de Fidel Castro durante la UP y el segundo un corto sobre el atentado al general Schneider, en ellos se aprecia que una forma de entender el cine que está más cerca de lo que hizo la vanguardia rusa de Dziga Vertov que lo que muchos de sus contemporáneos hacían en el cine político, no en vano fue uno de los fundadores del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos tras la revolución y luego dirigió el Noticiero Latinoamericano del ICAIC. De partida se trata un fin activista para el aquí y ahora que busca informar con perspectiva ideológica, es decir, subrayar una visión de conflicto antiimperialista, al servicio de la revolución, para lo que se vale del uso desbordado del material rodado y del archivo, a los que se manipula y comenta -mediante montaje, imagen fija y en movimiento, texto y narración- y conseguir ese relato explicativo y persuasivo. Los collages de Álvarez son un relato épico de su época: no eran solo para y desde Cuba, abarcaban el mundo en su división de Guerra Fría, con sus conflictos -como la violencia racial estadounidense en Now (1965) o la guerra en Vietnam en Hanoi, martes 13 (1967), dos de sus clásicos más famosos-, trabajo que hizo eco en Latinoamérica, por ejemplo en el empleo retórico de archivo y narración y su sentido de urgencia y análisis en La hora de los hornos (Solanas y Getino, 1968), y otros lados: por ejemplo en Francia, Agnès Varda, Godard y Chris Marker tomaron nota de la obra del cubano.

Como se puede apreciar en las películas mostradas en AricaDoc, la fuerza de las imágenes está en su manipulación contrastada, cerebral y arrojada, como quien manipula una imprenta en blanco y negro, para llenar una biblioteca con la rapidez y descaro de un fanzine punk. La inteligencia de Álvarez debe tanto al lenguaje de los medios impresos como los periódicos y las revistas de reportajes ilustrados como del cómic y el avant-garde cinematográfico, a la vez que conjugados con el uso de la música para sincopar y comentar la imagen -en este apartado el uso de música “psicodélica” le llevó reprimendas de la burocracia estatal-  que todavía hoy merece ser más visto y estudiado. En un momento de la película que le dedica Wilkerson, se explica que su trabajo fue desarrollándose a medida que se iba haciendo; una heterodoxia nacida de la falta de recursos, del desprejuicio iconoclasta, a la vez que de una inventiva recursiva de los recursos posibilitados por los medios de masas y la reelaboración de sus iconografías que se ponían al servicio de trabajos por lo general breves, en una cadena operativa de tiempos cortos que pudo ebullir a lo largo de poco más de una década pero que a la larga tuvo que topar con el muro de lo permitido por el oficialismo castrista: todos rasgos que, más allá de lo anecdótico, definen su cine como obra vanguardista y sus caracter contradictorio, en tanto se despliega como actividad revolucionaria, bajo el manto de lo político, pero a la vez liberada de un fin práctico en los elementos de su creación. 

¿Cómo, por qué y para qué se asesina a un general? está más en la órbita del noticiero y en él se exponen los actores y contexto del asesinato de Scheider mediante una representación de esos recursos collage que nombramos antes en los que inevitablemente, desde una perspectiva actual, resuenan ecos de géneros como el thriller de complot, pues, de hecho, de eso se trata: un complot político, a manos de la extrema derecha con apoyo de la CIA, cuya intención fue secuestrar al general en jefe de ejercito y tensar el triunfo de Allende. Imágenes de los participantes y de ese momento se yuxtaponen a otras, como la de un revólver apuntando, dejando que la narración sea llevada por voz off, las imágenes mismas o textos; aunque prime en este caso la palabra para informar, y la imagen y música para dotar sentido ideológicamente cargado la postura de quienes intervienen este caso de lucha. Así se exponen, por un lado, los eventos y actantes del atentado a la luz de la violencia política en Chile de ese año, a la vez que las implicancias de un suceso enmarcado, en una panorámica amplia, no solo el conflicto particular de un país en elecciones camino a un proceso político, sino también su rol en el antagonismo global entre los ejes capitalista y socialista.

En De América soy hijo y a ella me debo esto es llevado a un nivel superior. Ya no se trata de un caso particular, sino de la historia de varias naciones que confluyen en lo que estaba sucediendo durante la UP que es visitada por Castro. Por un lado, la introducción hace una breve historia del intervencionismo capitalista y explotador de Estados Unidos y sitúa una ideal hermandad latinoamericana de cuño martiniano que se ve ejemplarizada en el líder cubano, elevado a un estatus de rockstar (uno de los aspectos que más ha envejecido del film) según se aprecia en las inmensa convocatoria en calles, estadios y espaciós públicos y laborales. Hay largos segmentos que siguen el recorrido de Castro por industrias y sitios en Chile, junto con discursos, tomados cámara en mano, los que serán intervenidos. La música, repertorio de la Nueva Canción Chilena, acompaña esas imágenes, mientras de vez en cuando interviene voz off o juegos de montaje. Pero, además, se intercalan grandes segmentos de desvíos discursivos de las secuencias en Chile que van ampliando, espaciando, el contexto coyuntural de los logros de la UP a una dimensión que intenta rescatar la historia y cultura latinoamericana (y, en contraste, del imperialismo, sin miedo al uso de caricaturas), al igual que la chilena (por ejemplo, lo relativo a la explotación del cobre) como si de una forma más dispersa se repasaran ciertos momentos de la primera parte de La hora de los hornos, que puede funcionar en forma paralela respecto a la historia Argentina. Principalmente el montaje de variados archivos característico de Álvarez se ocupa al comienzo, partiendo por la secuencia de títulos. Ese segmento inicial podría funcionar autónomamente como ejemplo de la forma expresiva del realizador, con títulos donde se pierde la jerarquía de los que la componen a la vez que se cita bibliografía usada para el film, aunque, a larga, a la película se le puede adjudicar un exceso en la presencia de Castro en desmedro de la de Allende, que surge más plenamente al final. En cierta forma esa crítica sirve para poner en perspectiva la complicación que significó para el gobierno la larga visita del jerarca isleño, que por un lado significó un elemento aglutinador, pero por otro significó un grado de intervencionismo y momentánea pérdida de focalización en la agenda del proceso chileno.

El gringo wildcat

No queda muy clara la instancia en la que Wilkerson conoció a Álvarez, pero no es importante, sí lo es el dato que por culpa de un desperfecto el material de una entrevista quedó inutilizable, lo que llevó a adoptar el tipo de Accelerated Under-development. Sin embargo, la distancia entre un realizador y otro es tanta como la de dos continentes o el paso del tiempo entre los sesenta y hoy. El cine de Wilkerson busca en el pasado de su país desde la perspectiva de los perdedores y los desamparados, junto con criticar el intervencionismo militar, el desastre ecológico y el racismo, pero su acercamiento difiere, por ejemplo, del de John Gianvito (quien estuvo presente con un foco en el pasado Frontera Sur), con quien colaboró en el film ómnibus Far from Afghanistan (2012). Pese a tratar asuntos similares -y también a sus propios dichos- en Wilkerson el internacionalismo es más abstracto, resaltando en cambio el lado más personal, íntimo de lo político (que prácticamente no se observa en el cine de Gianvito, en ese sentido más impersonal al momento de enunciar su denuncia), que parte en muchos momentos de elementos familiares para luego ampliar el espectro a su nación. 

En Nuclear Family (2021) eso es evidente, parte del recuerdo de su madre, obsesionada por las bases militares de ofensiva atómica, llevó a sus hijos en un viaje por los silos nucleares cercanos a la región donde vivían. El miedo maternal transmitido al hijo en forma de pesadillas, acabadas una vez se independizó de adulto, vuelven durante la administración de Trump, por lo que esta vez lleva a su familia en un nuevo road trip por los silos a medio camino entre un diario, estampa familiar y denuncia. La ironía del doble sentido del título (“familia nuclear”) tiene impresa la huella de la paranoia en la constitución del estilo de vida familiar estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, algo que se expande al ver una película anterior, Distinguished Flying Cross (Cruz voladora distinguida, 2011) donde Wilkerson y su hermano conversan con su padre que les cuenta sobre su paso por Vietnam como piloto de helicóptero. Se adivina que los progenitores, sumado al hecho de vivir en Butte, un pueblito  minero cuyo pasado de explotación y lucha sindical rescata en An Injury to One (Una herida a uno, 2002) -y en prácticamente en toda su filmografía-, terminaron por alimentar una neurosis que vio su vía de escape en el cine y haciendo estos documentales. Pero más allá de un biografismo anecdótico la revisión de la historia se abre paso para terminar definiendo la forma en que en su cine se entiende el lugar común que dictamina que “lo político es personal”. Finalmente, esta familia es tan víctima de la locura atómica como cualquiera de los personajes de Dr Strangelove de Kubrick, incluyendo explosiones nucleares al ritmo de música.

Adentro y afuera del círculo familiar pasa no solo lo cotidiano, también la historia, como demuestra el dispositivo simple con que se ejecuta Distinguished Flying Cross. Sentados a la mesa, bebiendo algún alcohol, los dos hermanos se sientan cada uno a un lado y el padre a la cabecera, dando pie a que les cuente cómo se hizo piloto, su llegada a Vietnam, las misiones que le tocaron, cómo fue que llegó a ser condecorado (de ahí la “distinción” a la que refiere el título) y su vuelta a casa. Ese hilo es separado por títulos que distinguen unidades temáticas e imágenes de archivo de Vietnam como para que ese poco de formalismo aleje lo conversacional de una informalidad y acerque el recuerdo a una sistemática histórica. Es evidente el lazo íntimo familiar y que este logra tanto que el padre adquiera un tono distendido, igual que los hijos, con muchas risas e ironías pero que también sirven como mecanismo de defensa para historias que no pierden de vista lo terrible. Esa forma de construir la memoria (distanciándose) y de exponer los recuerdos (incluyendo humor) se intuye es la manera en que este veterano puede salvar su mala conciencia públicamente. En este relato de guerra no hay heroicismo: así como se desacreditan de parte del exuniformado tanto la política extranjera de Estados Unidos en esa época, como las decisiones militares, tampoco ve valor alguno en el contradictorio mérito de obtener una medalla por algo que fue un error táctico durante una incursión de la que pudo sobrevivir junto con otros porque en realidad no había nada más que hacer. Acá Wilkerson pone en boca de su padre algo que vemos representado en la guerra filmada por Coppola: un gigantesco y absurdo despropósito.

En An Injury to One podemos observar los rasgos autorales de Wilkerson con toda claridad. La voz narradora es la suya, sobre imágenes de archivo o propias, a las que añade textos, mientras va tejiendo una retórica que incluye datos, interrogantes y apelaciones, mientras que segmenta la narración en secuencias informativas y secuencias “líricas”, a menudo donde la imagen recae en la naturaleza y la pista sonora es musical, particularmente canciones a las que suele incluir con sus letras mediante textos. Este aspecto musical de su cine es uno de los más distinguibles, recurre muchas veces a intérpretes o bandas del rock indie (como Dirty Three o Jim O'Rourke) y en no pocas ocasiones las canciones se dejan correr enteras, algo que permite extender la duración de los filmes y parecer, dependiendo de la paciencia, aburrido o lírico. Se trata de una forma de comentario que abre el trabajo de aliento agitador a otras áreas de lo sensible, justamente más reposadas o sensibles. An Injury to One usa un repertorio de canciones folk de protesta en versiones distendidas y minimalistas que ofrecen contraste al relato negro, sobre el asesinato de Frank Little -dirigente sindicalista, miembro de la Industrial Workers of the World- cuando realizaba acciones en la mina de Butte en 1917, acto criminal enmarcado en la busqueda de mejores condiciones laborales de los trabajadores que verán no solo negados sus derechos sino también la desarticulación de su sindicato. El hecho inspiró a Dashiell Hammet una de sus novelas (él estuvo ahí) y funciona como uno de los datos para que la película de paso a una lectura a la luz de la historia del sindicalismo y el izquierdismo comunista estadounidense que tuvo su punto álgido antes de que el macarthysmo entrara en escena, es decir, que en parte fue lo que condujo a él, siendo su momento más notorio, dejando en el olvido purgas anteriores. La conclusión es desoladora, a la pérdida del referente y el contrapeso que podía dar la lucha de clases sobrevino la explotación -la de Butte llegó a ser la mina cuprífera más grande del país- que dejó como legado no billones de dólares que se fueron con los dueños del capital y que sumió al poblado en el desempleo y la pobreza, sino una catástrofe ambiental por contaminación de terrenos y aguas que convirtió en tierra baldía esa zona. La historia del capitalismo es la historia de estos crímenes. Mucho peor que el Flint natal de Michael Moore, Butte también es, paradojalmente, una ciudad del subdesarrollo en un país primermundista.

Butte es de hecho el escenario para la única ficción de Wilkerson, Who Killed Cock Robin? (¿Quién mató a Cock Robin?, 2005), cuyo título proviene de una rima infantil sobre un zorzal petirrojo, pero que se asocia a un crimen. Se trata de una película de bajísimo presupuesto sobre el derrotero de un joven desempleado que es de alguna forma traicionado por un amigo y abandonado a su suerte en un pueblo sin oportunidades. La música y la memoria sindical están presentes en partes de la película, ya que en su vagabundeo de los personajes los personajes tocan guitarra y conversan sobre el pasado de su ciudad a la vez que se quejan del fracaso de cualquier emancipación y postura política que no sea el conformismo. El protagonista llega a representar la crisis y contradicción del american way of life y el desprecio que Butte sufre de su propia nación. La película en sí es bastante opaca, como su trío de personajes masculinos, y solo a la luz de la filmografía de Wilkerson pude captar algo más de lo anecdótico de la trama -casi no hay guion, en ese sentido es bastante indie- y que por lo general tiene a estar demarcada por una representación en espacios cerrados o sitios vacíos, peladeros o campos del estado de Montana. Como se trata de un relato de caída personal, el protagonista sale de la cárcel para encontrar un callejón sin salida económico y existencial que lo volverá un verdadero fuera de la ley -en un acto ambiguo, casi eludido de la representación como el de Belmondo y el policía en Sin aliento- que antes ha alcanzado su mejor expresión en una larga secuencia, y con guitarra en mano, en una construcción abandonada. La película habla de una orfandad -no se ven figuras paternas o “edificantes”- en tiempos neoliberales que, para este caso, desemboca en un no future estadounidense que fácilmente se puede llegar a  ver reflejado en el lumpen white trash neofascista, pero que está presente a lo largo de todas las sociedades.

El trasfondo de ese film habla de un falta de estructura que justamente otorga la conciencia de clase y que se veía alimentada por la organización sindical, a la que Wilkerson vuelve en otro sitio. California es el escenario de Los Angeles Red Squad (2013) donde el guiño pulp y de tabloide sensacionalista vibra levemente en una construcción de pocos recursos, aunque siempre los mismos, tal vez más frontales que nunca: una imagen, texto, voz y música. La primera imagen, a la que se le superponen esos otros tres elementos, es decidora del estilo minimalista adoptado: un atardecer de una vista desde una colina con el perfil de la urbe de fondo. La voz de Wilkerson esta vez cuenta la historia de un anti-héroe, de un villano, William Hynes, jefe policial que organizó vigilancias, delaciones, agentes encubiertos, manipulación mediática y complots contra sindicatos y comunistas de la ciudad. Como si de un pequeño J. Edgar Hoover se tratara, sus labores entre los años 20 y 30 son presentadas con información de archivo textual y segmentos musicales que van tomando forma serial -aunque en vista de su lentitud y minimalismo a la larga termina por exasperar- que vislumbra conjugaciones más lúdicas por parte de Wilkerson que serán exploradas en sus dos siguientes filmes: Machine Gun or Typewriter? (¿Ametralladora o máquina de escribir?, 2015) y Did You Wonder Who Fired the Gun? (¿Te preguntaste quién disparó el arma?, 2017).

En Machine Gun or Typewriter? Los Angeles vuelve a protagonizar una historia de subversión, pero esta vez desde la actualidad, en tiempos del movimiento Occupy, que sirve para contextualizar un relato en tono confesional (que en cierta forma recuerda lo que se ha popularizado como la voz de Rorschach, el personaje de Watchmen) de un locutor de radio pirata libertara, con el que Wilkerson fantasea un romance del underground que lleva a la pareja a recorrer distintos lugares de la ciudad (de bares a cementerios) y conocer historias olvidadas. Algo de arqueología del saber a la que acostumbra Wilkerson se vuelve a colar en una serie de relatos que habla de fondo de la violencia como elemento estructurante de la historia encarnada en edificios y locaciones. La actitud performática -con desencanto y gravedad- es resaltada con el aire “podcast” que tiene la película, con el director detrás de un micrófono que tapa su rostro mientras va procediendo a contar lo que semeja cuasi el guión de algún thriller pero proferido en segunda persona, donde el tú es la mujer que recuerda el relato del locutor. En cierto punto se hace evidente la deuda con Chris Marker, vía cita a Vértigo de Hitchcock, y todo el dispositivo metaficcional y de memoria ensamblado y presentado de forma tecnológica y audiovisual sirve de ancla para unir pasado y presente, recuerdo e información, ficción y documental. La pregunta por la militancia: escoger ametralladora o máquina de escribir ha estado siempre al fondo del cine político y de agitación. El cine como fusil se plantea como otro de los rasgos que componen la genealogía que propone el cine de Wilkerson: hay otra historia del capitalismo, así como hay otra historia del cine que han sido ocultadas para luego ser negadas y olvidadas, instalando en su lugar una versión oficial que niega su violencia fundadora y usurpadora que se vuelve ficción consoladora sino derechamente amnesia. Para combatir eso es que las películas deben develar esas historias, mostrar los cadáveres en el ropero.

Uno de esos cadáveres es el de Bill Spawn, hombre negro asesinado por el bisabuelo de Wilkerson en Dothan, Alabama, por el que fue acusado de asesinato pero salió libre e impune. En la que tal vez sea la obra maestra de Wilkerson, Did You Wonder Who Fired the Gun?, la historia familiar es indagada como viaje detectivesco al pueblo de su abuelo y familia materna y sus alrededores, pleno Dixieland, el sur profundo y racista, que aún vive bajo el mito de la secesión y la pureza racial. El asesinato de un hombre negro por parte de un blanco gatilla en Wilkerson esta busqueda de las raices racistas de su familia que se narra en su voz (la película fue exhibida en giras como documental en vivo, con el director narracndo mientras se proyectaba a la audiencia), pero a la luz de la ficción liberal, heroica de Para matar a un ruiseñor, novela y película, que en la imagen del Atticus Finch de Gregory Peck presenta al hombre blanco tal como se quiere ver proyectado: moralemente sobrio, insobornable respetuoso de la ley, intachable y puritanamente limpido. Pero detrás de ese bloque está todo lo indeseable que tiene al prejuicio y el privilegio racista que la película va develando. Aunque le resulta infructuoso el obtener información sobre el bisabuelo, Wilkerson se va volviendo figura non grata para los lugareños, a la vez que escarba en el pasado de una familia que no queda para nada bien parada.

Finalmente, ya avisó el director en un principio que esto iba a ser una pesadilla, la película más parece estar cerca del mundo de David Lynch que del de la película de Mulligan. Para eso los recursos consabidos de Wilkerson toman nuevo aire en el blanco y negro, en los visados a rosa y purupura de porciones de la imagen, en la reiteración de canciones, en una narración menos artificiosa que la anterior película y en el cierre con la vuelta a Atticus Finch virado en negativo, cayéndo su máscara así como la del bisabuelo. Luego de ver Did You Wonder Who Fired the Gun? el abogado intrepretado por Peck dejó de ser el héroe magnanimo y la sospecha se instaló indeleble. Queda la sensación de una idea de civilidad que el cine estadounidense ha representado por décadas, la de la construcción de la justicia. La justicia por las propias manos, cuando no se consigue por las vías regulares, a la vez que la negación de la justicia para los desposeídos y la imposición de un orden legal discriminatorio que beneficia a los poderosos se erige en este ejemplo de impunidad como herencia del esclavismo sureño. El presente se ve casi como una tierra fantasmal de edificios venidos a menos, clausurados, donde fantasmas hacen sombra de la violencia pasada que se perpetúa. El mito de la justicia como falsedad, fundado en la sangre racial es proyectado por la película hacia el presente. Como dice Wilkerson, es como una espiral. Solo quedan las tumbas de los anónimos, cuando no hay desaparecidos, tragados por la infamia histórica; no en vano estas dos últimas películas tienen largos momentos en cementerios llamados Mount Zion, de California y de Georgetown. La historia que se cuenta dos veces es la que permite llegar a los mismos puntos desde sitios diferentes y verlos así con perspectivas opuestas: Rosa Sparks en un relato es la iniciadora de un movimiento de derechos civiles por negarse a dar el asiento en un bus, el el otro es la última acción de una activista que llevaba toda una vida investigando y ayudando en casos de violencia racial contra mujeres negras. La historia es difiere dependiendo de quien la cuenta, como bien sabemos.