Informe Sanfic 18: La memoria sigue obstinada
La vuelta a las salas del festival SANFIC en su edición 18 tuvo en la competencia chilena el sello de la discusión política que en estos tiempos nos atraviesa como sociedad en relación con el modelo económico, las reflexiones sobre el estallido social de 2019 y la perspectiva de los derechos humanos y la memoria, como un continuo de preocupaciones sociales que siguen más que vigentes.
La vuelta a las salas del festival SANFIC en su edición 18 -que también tuvo programación online, para mantener el vínculo con el público de regiones ganado en pandemia-, tuvo en la competencia chilena el sello de la discusión política que en estos tiempos nos atraviesa como sociedad en relación con el modelo económico, las reflexiones sobre el estallido social de 2019 y la perspectiva de los derechos humanos y la memoria, como un continuo de preocupaciones sociales que siguen más que vigentes.
A pocos días del plebiscito por una Nueva Constitución para Chile y a semanas de una nueva conmemoración del golpe de Estado que ya se acerca al medio siglo desde que fue perpetrado, la película ganadora de la Competencia Nacional de SANFIC fue Villa Olímpica, del director argentino-chileno y mexicano por adopción Sebastián Kohan, que recoge la mirada de los hijos de las víctimas de violaciones a los derechos humanos que crecieron en un México acogedor y formaron su identidad desde el exilio, añorando un Chile que luego no encontraron a su vuelta al país que expulsó a sus padres.
Precedido de un importante recorrido internacional, este documental que echa mano de recreaciones y stop motion para refrescar la temática de derechos humanos, recuerda a El edificio de los chilenos (2010) de Macarena Aguiló, en el retrato de la vida de los niños y jóvenes que crecieron en complejos habitacionales en países de acogida, donde se desarrollaron comunidades que les ayudaban, en parte, a olvidar el horror de la dictadura chilena.
Construida para los deportistas en las Olimpiadas de México de 1968, la Villa Olímpica (no la de los edificios de Ñuñoa, sino del D.F. mexicano) se constituyó en los setenta en un barrio ocupado mayoritariamente por familias de exiliados chilenos y argentinos, cuyos hijos antes que los cuentos infantiles, aprendieron historias de violaciones a los derechos humanos. Las y los entrevistados en el documental ahora adultos, encontraron allí un espacio de contención, juegos y libertad en su niñez, mientras Chile se desangraba a miles de kilómetros.
La nostalgia sobre todo lo que fuera chileno caracterizaba al grupo de los “mientrastistas” (que creían que estarían en México “mientras tanto” se acababa la dictadura), que vivían con las maletas hechas e incluso dormían en sacos de dormir y carpas dentro de los departamentos esperando volver pronto a Chile. Los amigos argentinos de los niños chilenos fueron volviendo a su país, mientras ellos se quedaban esperando la caída de una de las dictaduras más largas del continente. Hasta que llegó la hora de regresar a un terruño añorado por sus padres, pero que no era lo que esperaban: Chile estaba lejos de ser la Tierra prometida y vino el desarraigo. “Nosotros no volvimos, ellos volvieron”. Fue un exilio al revés: terminaba el de los padres y comenzaba el de los hijos e hijas de los chilenos nacidos en México.
La temática de los derechos humanos encuentra un particular tratamiento en el documental Punto de encuentro, que le dio el premio a la Mejor Dirección de la Competencia Internacional de SANFIC a Roberto Baeza, con el seguimiento de los, a su vez, directores de cine Alfredo García y Paulina Costa de la Academia de cine La Toma (que además son los productores de la película), en un dispositivo teatral y cinematográfico que trae a la memoria a sus respectivos padres que se conocieron como prisioneros políticos en Villa Grimaldi y corrieron distinta suerte: uno sobrevivió y el otro continúa detenido desaparecido hasta hoy.
A través de la dirección de actores que representan a sus padres y madres antes y durante la detención, los protagonistas -los directores- someten a sus familiares y a sí mismos a un crudo ejercicio, como si fuera un juego de rol de constelaciones familiares que desencadenan fuertes reacciones emocionales y psicológicas. En una de las escenas, la esposa del ejecutado político (que tras perder a su marido también perdió al periodista Pepe Carrasco, su pareja posterior) proyecta en el actor a su amor cuando eran jóvenes, como si el tiempo le hubiera dado la oportunidad de volver a verlo antes de desaparecer.
En un dispositivo similar a la reconstrucción de una parte de la cárcel de Tiradentes en Brasil en el documental La torre de las doncellas de Susana Lira, en Punto de encuentro se reconstruye la celda en que se conocieron Alfredo García (ejecutado político) y Luis Costa (sobreviviente), espacio en que este último recuerda a través del habitar del cuerpo, que también es recorrido por sus familiares y que incorpora a los niños y niñas de ambas familias en una interesante forma de educación en derechos humanos, contribuyendo a la conformación de una cultura de derechos humanos y a la no repetición.
La periodista y realizadora Carolina Fuentes y el director Rafael Valdeavellano codirigen el documental El Efecto Ladrillo, una especie de secuela de su anterior trabajo Chicago Boys (2015) en el que indagaban en el origen del experimento neoliberal en Chile de la mano de los economistas que estudiaron en la Universidad de Chicago. En su segundo largometraje, la dupla de directores se cuela por las trizaduras de un modelo económico que presenta rasgos de fractura, a través de los cambios y reconversiones de las historias de vida de dos personajes impactados por la urgencia de las movilizaciones sociales y la agudización de las desigualdades durante la pandemia.
Ramiro (70) y Mariana (50) se ubican en posiciones opuestas en la brecha social que fractura a Chile: el primero como economista, empresario y uno de los redactores del manifiesto económico neoliberal chileno denominado "El ladrillo" y ella, una activista por los derechos humanos y profesora que pudo estudiar en la universidad recién a los 40 años, después de una niñez marcada por la pobreza y el trabajo infantil. Aunque no se conocen, se encuentran en el anhelo común de cambio impulsado por la revuelta popular de octubre de 2019, a pesar de que uno es un beneficiario y la otra es una víctima del modelo económico segregador y desigual impuesto a sangre y fuego en dictadura.
Sin embargo, en su afán por realizar “historias con impacto positivo” a través de la productora La ventana cine, El efecto ladrillo se obsesiona con mostrar un optimista acuerdo societal (tal vez representado en la Teletón como foco de solidaridad) que lamentablemente el tiempo ha parecido diluir. Es probable que los realizadores deban hacer una tercera parte de una trilogía sobre el modelo económico chileno, para tratar de comprender con mayor profundidad sociológica las complejidades de un proceso histórico en que una parte del pueblo movilizado en 2019 ha sucumbido a las falsedades de un sector minoritario aterrado por perder sus privilegios. Habrá que esperar hasta el 4 de septiembre para conocer cómo continúa esta historia.
Pedirle al documentalista Patricio Guzmán que a sus 81 años innove en su mirada autoral sobre las revoluciones populares y las violaciones a los derechos humanos que viene documentando hace más de cincuenta años, parece un contrasentido. Más bien su último documental, Mi país imaginario (estrenado en la sección Seance Special del Festival de Cannes 2022), debería ser leído desde la continuidad histórica de un proceso político y social, en que el realizador es documentalista y también un personaje protagónico.
Así como en La cordillera de los sueños (2019) Guzmán confiesa que el golpe de Estado de 1973 lo marcó para siempre, en Mi país imaginario reconoce que nunca imaginó que volvería a ver al pueblo chileno movilizado como ocurrió en 2019, en que el estallido social “incendió Chile”. Recuerda que cuando era un joven cineasta el reconocido documentalista francés Chris Marker lo apoyó en su filme El primer año (1972), del cual recupera imágenes de archivo que le dan esa perspectiva histórica a un continuo de movilización popular por un país más justo y menos desigual. Guzmán también cita archivos de La batalla de Chile de su propia autoría para graficar un Parlamento que durante años estuvo vacío en dictadura.
La elección únicamente de mujeres como entrevistadas (luego de conversar también con hombres), reconoce el pulso de una sociedad donde ellas han estado en todos los frentes durante la revuelta -en la primera línea, entre los rescatistas de salud, la ciencia política, la fotografía, la Convención Constitucional, etc.-, sin que la perspectiva feminista aparezca como una acción oportunista, sino que está abordada de manera transversal naturalmente. Guzmán apuesta por contar la historia sólo con mujeres, casi como un gesto de reparación simbólica por su ausencia histórica del lugar de enunciación que les corresponde en justicia recuperar.
En la 18° edición de SANFIC, también fue galardonada con el premio Signis de la crítica la ficción Vieja viejo del joven director chileno Ignacio Pavez, que en su segunda película después de Maleza (2017), aborda los problemas de salud, la precariedad y el abandono familiar que sufren la tercera y la cuarta edad, generando una vuelta de tuerca en las corporalidades de jóvenes actuando como viejos usando distintos formatos y filtros digitales para que los demás personajes puedan verse y sentirse como ellos.
Hay en el inicio de Vieja viejo una sensación de extrañeza al observar a la pareja conformada por Carmen y Jorge, que pareciera vivir en otra época o enfrentar algún grado de discapacidad que a Jorge le impide manejarse con normalidad. Incluso la música metal estridente que se escucha al principio descoloca al espectador, respondiendo al interés indómito de su director por filmar situaciones cercanas (la película se grabó en la casa de sus abuelos) sin encajar en etiquetas con las que lo han catalogado, como el “cine social” o la posible influencia de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola con la cámara sucia de su El pejesapo (2007).
En Vieja viejo vemos sus cuerpos jóvenes, pero adoloridos, en una casa con una decoración que pareciera haberse congelado en el tiempo, donde ella trabaja como costurera y realiza sin ayuda el trabajo doméstico y de cuidados. Ella lo cuida a él. Jorge necesita que Carmen le ponga inyecciones, tiene dificultades para contestar el celular y confiesa sentir miedo porque su cuerpo pareciera comenzar a fallar. Es la vejez, que se acerca como la lava de un volcán.
La riqueza del mundo del joven artista plástico Simón Farriol es una ficción sobre el horror de una batalla indeterminada del proceso de independencia de Chile, donde un campesino que termina sordo y un oficial que queda ciego -ambos heridos en un combate fuera de campo- tratan de sobrevivir en medio de una naturaleza virgen que toma el protagonismo. Incomunicados por la imposibilidad de escuchar y ver, respectivamente, y por las diferencias de clase entre ambos, los protagonistas se ven perdidos en el absurdo de un conflicto bélico, en que el sordo le pregunta al ciego: usted que es un hombre letrado, dígame, ¿por qué peleamos?
Desde su formación artística de origen, Fariol cita en una dramática escena en que el ciego y el sordo encuentran a un hombre retenido por una pareja y colgado de los pies, los grabados de Goya por la invasión napoleónica titulados “Los desastres de la guerra” en que se observa un brutal acto de castración, dando cuenta de la crudeza y atrocidad de las guerras.
La ópera prima de Fariol podría inscribirse en una corriente de revisionismo histórico y bélico latinoamericano, a la que también pertenecen la película Chaco (2020) de Diego Mondaca, en que el realizador boliviano cuestiona el rol de su país en ese conflicto bélico con Paraguay o Rey (2017), donde Niles Atallah propone un artificio con múltiples formatos artísticos frente a la imposibilidad de verosimilitud de la historia del abogado francés Orellie-Antoine de Tonnes que en 1860 se declaró rey de La Araucanía.