Verano 1993 (2): Inocencia interrumpida

"A los ojos de los niños, el mundo de los adultos es el de la impunidad, en el que todo está permitido. Un padre de familia explica entre risas a sus amigos cómo ha estampado su coche contra un árbol; por el contrario, su hijo de ocho años, si se le llega a caer una botella al querer ayudar, creerá haber cometido un crimen, porque el niño no ve la diferencia entre un accidente y un delito. A partir de este ejemplo puede nacer un drama en el cine, y esto demuestra que una película de niños se puede elaborar a partir de pequeñas anécdotas, ya que, en verdad, nada es pequeño en lo que concierne a la infancia."

François Truffaut, Reflexiones sobre los niños y el cine (Le Courier de l’Unesco, número especial Niños, 6 de febrero de 1975)

 

En 1959, Truffaut trajo al mundo en Les Quatre Cents Coups a Antoine Doinel, un niño travieso, huérfano, que desconocía el significado de un amparo real, que reía a pesar de las desgracias, y que corrió hacia el mar sin reconocer si era el fin de todo o el inicio de poder limpiarse de los males para abrazar una nueva vida. Doinel es el hijo más expuesto, el hijo más famoso, el hijo menos moderado, el hijo más inquieto. Doinel era él y Truffaut, con todos sus matices, sus alegrías y sus daños, se entregó públicamente y sin vergüenza a André Bazin, su padre fallecido a los 40 años de edad, en 1958, como una demostración de su infinito agradecimiento desde la humanidad y desde su formación autoral, tanto en las filas como crítico en el Cahiers Du Cinéma, como en su rol de realizador.

Es verdad. Es demasiado conmovedor ver en la pantalla la infancia en todos sus tonos. Colores grises, pasteles, cálidos… Tal como lo son los estados de ánimo colmados de alegría indomable y desgarros insostenibles. Una pequeña introducción para entender poco a poco los aciertos y adversidades que habitan en la pequeña Frida (Laia Artigas), que primero comienza a saber más de la vida por su energía, por su inquietud, por los juegos y por el amor de su entorno. La vida transcurre como la de cualquier niño en la primera etapa de descubrir e iniciar su conexión con el mundo. Mientras tanto, ella alza su fresco rostro, que no sabe de pecados, para ver los fuegos artificiales que se muestran como estallidos a punto de revelar galaxias inéditas, pero cuando aborda el auto, y las manos de sus seres queridos empiezan a agitarse para decir adiós, lentamente se intuye un vaticinio mustio. Así Carla Simón abre las puertas para escribir Verano 1993.

La noche y la melancolía se entrelazan en esa primera puerta, y los cuerpos lozanos van invadiendo la pantalla aumentando la densidad y los impulsos que se distancian de normas plenamente inflexibles. La inocencia florecida opta por colgarse de los árboles, por coexistir con el campo, con el verde preponderante, con el saludo de las gallinas por las mañanas, con la desnudez, con las risas, con los labios pintarrajeados y los disfraces. Allí están Frida, la pequeña Anna (Paula Robles), Marga y Esteve (Bruna Cusí, David Verdaguer), los padres de la segunda, mientras que la casa de campo, sus muros rústicos y los muebles de madera inacabados se vuelven otro mapa de una cartografía donde abunda la intimidad lejos de su natal Barcelona.

estiu 1993

Simón ante su Frida opta por los over shoulders para seguirle los pasos, se inclina por los primeros planos sobre su rostro, se agacha para adaptarse a los movimientos más genuinos de las dos niñas, y enfatiza en lo humano del individuo en tensión versus la inmensidad. Con lo último, se evidencia cuán impactante y sobrecogedora puede resultar registrar la niñez en su estado más puro. Lo auténtico de la misma niñez pone de relieve su fortaleza y reitera su veracidad. Y más allá de la tierna infancia, el vacío inexplicable.

Frida es querida, querible y quiere a los suyos, aunque en esa quietud en la que opta por sumergirse de vez en cuando no sabe articular de manera directa algo que la inquieta: saber cuál es el paradero de sus padres. Su abuela se encarga de que cumpla con sus rezos, de que no se olvide de Dios, y de que no olvide que sus padres no la echarán al olvido. Frida, lejos del primer hogar y todavía localizada en el paisaje natural, comienza a sentir el peso de sus errores, el peso de ser responsable de los daños que sufren los otros. Aún ríe, aún salta, aún nada, aún canta, baila y se disfraza. La pequeña Anna está junto a ella y le perdona sus faltas. Y Frida insiste en su posición de sentirse ajena a este verano de 1993.

Sin ir en la línea de Tomboy (2011), de Céline Sciamma, en el sentido de que no hay una representación del cine queer y LGBT+, sí hay una alineación con el estado emocional, con el crecimiento, el descubrimiento y la aceptación de que no todo ronda en una felicidad maciza -otra mirada lúgubre sobre la base del trauma es la que otorga Gregg Araki en Mysterious Skin (2004). Desde ahí, un modelo para armar y rondar en lasitud cuando ni los adultos ni los pares pueden ser aliados absolutos, mientras el dolor comienza a agitar por dentro. La insistencia por posarse sobre estos rostros y cuerpos frágiles, por el contrario de forzar una cámara arrebatada y veloz una y otra vez, son los que llevan al convencimiento y que trasladan a entender puntos trascendentales de sensibilidad.

Así como ocurre en la obra de Sciamma, aunque esta vez en España como escenario, Frida se manifiesta ante el florecimiento y desarrollo de percepciones propias de su edad, al igual que las pequeñas protagonistas de El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, y de Cría cuervos (1976), de Carlos Saura. Basta solo recordar que la actriz Ana Torrent (Ana en la primera y, coincidentemente, Ana bajo la dirección de Saura) es la figura principal de estas entregas, siendo la presencia clave e inolvidable de los retratos del universo infantil de la década de los setenta en el cine español. Y si el dedo apunta y se detiene en el mapa de Latinoamérica, Crónica de un niño solo (1965), de Leonardo Favio, es una muestra pura y sentida de la orfandad, dotada grandiosamente de la herencia del neorrealismo italiano, además de ser por excelencia una de las grandes películas, o la mejor, en la historia del cine hecho en Argentina.

VERANO-1993

Manifestando otra casualidad, si bien se piense en una primera instancia de que corresponde a un terreno de distinta naturaleza, Verano 1993 aterriza en el momento preciso en el que Chile y el Estado se vieron en la obligación de despertar y sacudirse de alguna forma ante el incremento de los casos de VIH/SIDA en el país. Sin duda, un antecedente del cual se ha tenido conocimiento, pero en el que de manera lamentable se ha actuado de forma tardía y negligente, a pesar de la información reconocida por años en términos institucionales. Lo mismo sucedió durante el primer semestre de este año con el estreno en salas locales de 120 latidos por minuto (2017), de Robin Campillo, que amplifica la visibilidad, el sentir, el descontento y la protesta, fundamentalmente desde la comunidad homosexual con el objetivo de acelerar la conducta del gobierno francés de François Mitterrand y Laurent Fabius, y del rol de las farmacéuticas frente a la expansión del virus. Todo esto bajo el concepto de un activismo reforzado, con un espíritu de lucha y reivindicación superiores.  

Volviendo al punto inicial del despertar de la existencia, Truffaut declaró que sus películas no se dirigen hacia un público envuelto en la intelectualidad, sino que se ajustan para el mundo, puesto que los afectos y las emociones son los primarios. Sobre los niños, añadió que con sus sonrisas en la pantalla se gana todo, pero lo que salta a la vista es cuando sus dramas, que considera grandísimos, resultan más reales en el momento en que la cámara se entrega a su captura, porque el sentido de lo verdadero no los abandona y están despojados, al contrario de los adultos, de cualquier tipo de trucos para obtener ventaja frente al objetivo. Planteamientos del creador de uno de los niños de la cinematografía que fue y seguirá demostrando con creces el alma de la autenticidad.

Y casi sesenta años después de la aparición de los destellos y opacidades de Antoine Doinel, que incluye en este tramo, en octubre de 1984, la pérdida de su padre y al mismo tiempo hijo virtuoso, da la impresión de que Carla Simón capturó tales apreciaciones, comprendiendo la presencia de la ausencia, y operó en trazar su propio verano reconociendo el significado de aquello que se puede considerar como un Bigger than life. Lo hizo sin el temor de compartir la revelación de su propio dolor, de patentizar una autobiografía que cuenta también con el atrevimiento de destilar la belleza del pesar y de las magulladuras, liberándose de cualquier clase de vergüenza enquistada.

 

Nota comentarista: 8/10

Título original: Estiu 1993. Dirección: Carla Simón. Guión: Carla Simón. Fotografía: Santiago Racaj. Montaje: Ana Pfaff, Dídac Palou. Reparto: Laia Artigas, Paula Robles, Bruna Cusí, David Verdaguer, Isabel Rocatti, Montse Sanz, Fermí Reixach. Música original: Ernest Pipó. País: España. Año: 2017. Duración: 96 minutos.