Un caballo llamado Elefante: El límite de las buenas intenciones

En el angosto panorama de variantes que ofrece la industria cinematográfica nacional, siempre será grato encontrarse con propuestas que sean difíciles de catalogar, frente a las que no se pueda responder inmediatamente con un símil evidente. Siendo el drama de proyección internacional o la comedia ligera plagada de rostros las más tradicionales, a la vez que opuestas, formas que toma la ficción en Chile, descubrir una película que podamos direccionar hacia un cine familiar, un cine fantástico o imaginativo, refresca una cartelera local que sabe poco de alternativas. En este contexto se agradece el estreno de Un caballo llamado Elefante del director Andrés Waissbluth, quien se basa en cuentos de infancia de Eduardo “Lalo” Parra para construir un relato de aventuras improbables y personajes llamativos.

 

Lalo y su hermano menor Roberto están de visita en la casa de campo de su abuelo, quien está agonizando. Luego de hacer la fila junto al resto de la familia para despedirse, los niños encuentran en la habitación del anciano el punto de partida para sus andanzas: en un postrero instante de aparente lucidez, el abuelo les pide que liberen a “Elefante”, su viejo caballo, que probablemente será sacrificado una vez que él muera. Roberto se compromete fielmente con la misión, mientras que Lalo es displicente, mostrando más interés en un brillante reloj de oro que encontró entre las apolilladas chaquetas del abuelo, y que esconde en el banano de su hermano para hacer pasar desapercibida la fechoría. La única pista a la mano es una antigua historieta que el abuelo le regala a Roberto, donde se cuentan las hazañas de un caballo que fue criado por elefantes, y el joven jinete con quien vivieron grandes aventuras.

 

A la mañana siguiente, el abuelo ha muerto, Roberto emprende la liberación y Lalo lo persigue para traerlo de vuelta a casa, intentando recuperar el reloj. Ante la discrepancia respecto a qué hacer, ambos empiezan a forcejear y el delicado aparato cae a pies del animal, quien se lo engulle de un solo bocado. Condenados a tener que esperar a que el caballo obre el reloj, los niños se topan con unos extraños personajes de circo, coincidentemente similares a los de la añeja historieta de Roberto: un turbio encantador de serpientes y un poco amistoso lanzador de cuchillos. Les arrebatan el caballo y al seguirlos, se ven inmiscuidos en los avatares de este circo pobre, donde conocerán a Manuela, una niña acróbata que se les unirá en el objetivo de recuperar a Elefante y cumplir el último anhelo del abuelo.

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El tono de la película está claramente marcado por la inocencia del relato, la introducción en un mundo infantil donde la ventana de la imaginación da espacio para prácticamente todo. En ese sentido, la propuesta acierta en mantenerse en el horizonte de su búsqueda, generando ambigüedades y fantasías en un mundo que no se rige por patrones convencionales. Ahora bien, que pueda suceder cualquier cosa no es equivalente a que deba suceder cualquier cosa. La distinción se vuelve importante pues no pocas veces se utiliza el recurso de la imaginación para señalar que todo es admisible, sin mediar coherencia. Citemos el ejemplo tal vez más evidente, relativo a la época en que acontece la acción. Asumimos que, siendo los protagonistas unos jóvenes Hermanos Parra, estamos en una década temprana del siglo XX. Sin embargo, el trabajo de arte no revela tal cosa, principalmente en algunos vestuarios de los niños, como camisas y zapatillas modernas, contrastadas con atuendos más antiguos. Al no hacer alusión concreta a ningún periodo histórico particular, puede entenderse que se está jugando a una temporalidad polivalente, lo que de todas formas no se trabaja claramente. Este puede parecer un detalle menor, y tal vez lo sea, pero sirve para ilustrar que cuando las películas operan con este tipo de elementos, es importante que los incorporen sincronizadamente a la propuesta, o terminan por generar ruido.

Acontece algo similar con las actuaciones y el montaje, donde en ambos registros, la película no logra establecerse con propiedad. No me refiero a hierros terribles, sino más bien rasgos que se quedan en un primer límite de mínima exigencia, sin destacar. Los niños deben levantar emotivamente el relato, pero les cuesta y poco ayudan los doblajes, no siempre bien logrados. Es materia conocida lo complejo que puede ser trabajar con niños actores, pero existen ejemplos de sobra que demuestran cómo los pequeños pueden cargar con el peso emocional de una historia. En lo que respecta al montaje, se nota a ratos algo apresurado, abusando del corte veloz en escenas de escasa acción, generando un ritmo poco funcional al contenido mismo del film.

Sin dudas, cierto aspecto visual de la propuesta es el que destaca más, sobre todo por la incorporación de la animación, una puesta en imagen de la historieta que recibe Roberto, donde se van haciendo los cruces narrativos entre lo que les sucede a los niños y lo que supuestamente vivió el abuelo cuando joven, muchos años atrás. Este trabajo es atractivo no solo en su dimensión estética y por cómo fue realizada, sino que también brinda rendimientos a la narrativa, produciendo estos cruces recién descritos, donde aquí sí funciona la fantasía a partir de la ambigüedad.

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No obstante este sobresaliente recurso, el contraplano lo propina el despliegue de parte del resto de las escenas, en particular del circo, el que se nota algo chato y poco atractivo. Para ser una historia basada en la fantasía de un niño, el componente visual tiende a quedarse algo corto, y si bien se entiende que es un circo pobre, esto no debiese traducirse en una carencia en términos de decorado y ambientación. Un problema similar tenía la película Cirqo (Orlando Lübbert, 2013), donde haciéndose cargo de personajes y contextos similares, se notaba una falta de riqueza en el despliegue visual de un mundo de suyo diverso e interesante.

Todo lo anterior se vuelve secundario ante la consecución de un objetivo nítido, la realización de una película familiar, con una historia atrayente, que sea capaz de llegar a un público que rara vez tiene relación con el cine chileno de cualquier tipo y especie. Un caballo llamado Elefante cumple en ese respecto y sin duda instalará un precedente para otras cintas que vengan en el futuro a llenar un espacio vacante dentro de nuestra filmografía. Salas llenas de escolares viendo cine chileno es un triunfo, sin dudas, lo que no quiere decir que haya que hacer vista gorda a una serie de cuestiones que parecen deficientes, no con el objetivo de manchar sobre una propuesta con un fin evidente, sino con el convencimiento de que en común buscamos lo mejor para nuestro cine. Las buenas intenciones no bastan para hacer una buena película, eso siempre me ha parecido claro. Y ni el público objetivo ni los contextos de producción excusan los pormenores del resultado final. Ahora, tampoco ciertos errores la vuelven mala, pero sí hay que apuntar a la excelencia, más allá de temas de competitividad y mercado, porque la consolidación de una industria va a necesitar de cada vez mejores y más precisos referentes, que apunten a la diversa gama de audiencias que hoy por hoy están consumiendo cine. Esta película da un paso adelante en esa dirección.

 

José Parra

 

Nota del comentarista: 6/10

 

Título: Un caballo llamado Elefante. Dirección: Andrés Waissbluth. Guión: Andrés Waissbluth, Miguel Ángel Labarca, Daniel Laguna. Fotografía: Enrique Stindt. Montaje: Jorge García, Adriana Martínez, Soledad Salfate. Animación: Maribel Martínez. Reparto: Tomás Arriagada, Joaquín Saldaña, Miguel Rodarte, Salvo Basile, Patricia Ércole, Ramón Llao. País: Chile. Año: 2016. Duración: 80 min.