Silencio (1): El peso de la compasión

No hay dónde perderse. Nadie podría haber hecho una película como esta más que el ítalo-americano admirado por sus filmes repletos de violencia, asesinatos casi rituales entre mafiosos, tratados extensos sobre el valor de la avaricia y otros pecados, así como retratos de obsesivos compulsivos psicóticos que llegan a un punto de quiebre que los vuelve enemigos públicos. Martin Scorsese es, evidentemente, un agnóstico al cual la religión católica con la que fue criado aún le pesa en la mochila en cada decisión y cada película que realiza, y en realidad es como si nunca hubiera dejado de creer, ya que su impronta moral es lo que más llama la atención de sus mejores cintas… y es sólo cuando olvida esa mirada más compasiva respecto a la humanidad cuando da lugar a películas menos valorables dentro de su filmografía.

Y es en Silencio donde todo lo trabajado desde la década de los 60 llega a un punto culmine, poderoso y trascendental. No me extrañaría que, con el paso de los años, y cuando se realice alguna retrospectiva de la obra de este director, esta película dentro de su época “tardía” sea considerada como la verdadera obra maestra, la clef d’ouvre si uno quiere ponerse más técnico. Esto porque ninguna otra cinta del director se mueve dentro de lo que podría ser una constante prueba ética y moral hacia los personajes, quizás la más larga de todas, ya que en todas las cintas de Scorsese llega un momento para los personajes en que tienen la decisión de sopesar todo lo hecho, todo lo visto, todo lo que ha pasado en sus vidas y luego tomar una decisión. Si la decisión es correcta, vemos una recompensa, pero si es incorrecta o inmoral, estamos ante un personaje que recibirá un castigo. En el caso de esta última película, la prueba moral dura toda la cinta, y deviene no de las decisiones que hayan tomado los personajes, sino por su mera existencia dentro de un sistema de creencias particular.

Silencio transcurre durante las décadas en las cuales el cristianismo es prohibido y perseguido dentro de Japón, ya que viene a representar el dominio occidental dentro de un reino y nación que creía estar perdiendo su identidad cultural en las miasmas de una versión primigenia de la globalización. Durante mucho tiempo, en ciertas zonas de Japón la religión cristiana tuvo un fuerte arraigo, logrando más de cien mil creyentes en la zona, pero fue el dictamen del shogunato de Tokugawa el que finalmente volvió ilegal la religión bajo la idea de que amenazaba con la unidad nacional. Scorsese, usando la novela de Shüsaku Endô, se fija dentro de esos años para hablar de los cristianos escondidos dentro de Japón, a través del viaje de dos sacerdotes jesuitas que llegan en secreto buscando a su mentor, del cual les ha llegado el rumor que ha apostatado.

Resulta oportuno, aunque tal vez un tanto superficial, el comparar el edicto proteccionista japonés que castigaba a los cristianos que no decidían apostatar con la muerte (transformándose así en mártires) y la prohibición de culto con lo que sucede en los Estados Unidos desde el 2001, y que ahora se ha visto acentuado con la llegada de Donald Trump: una mirada reduccionista, racista y proteccionista respecto a lo que ellos consideran sus “valores fundamentales”, respecto a lo que se considera la “amenaza” de la religión musulmana. Sin embargo, queda claro que la película no se trata de cómo la fe de un grupo de personas se ve puesto a prueba por medio de la violencia, los ataques, la retórica y, finalmente, la desesperación absoluta. Scorsese busca hacer un retrato desde la compasión y la comprensión: si tú como persona, seas quien seas, crees en algo, ya sea en la existencia o no de un ser superior, no sólo mereces comprensión y aceptación, sino que también compasión. No hablo de una compasión del mismo modo que uno habla de la caridad hoy en día, de algo que se le da a alguien que no lo tiene, no hablo de “tener pena” de alguien que cree o no, sino de la compasión y amor que deviene del ponerse en el lugar del otro, comprender y tener la pasión suficiente como para defender esa creencia que está en el otro, aunque no sea igual a la tuya.

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Scorsese logra hablar de la comprensión gracias a la brillante actuación de los japoneses cristianos escondidos, los cuales dan refugio a los sacerdotes en diversos pueblos, y están dispuestos a llegar a las últimas consecuencias con el fin de no sólo defender lo que ellos creen, sino que estoicamente preferir su propia muerte por sobre el posible escarnio que podrían sufrir otros a causa suya, ya sean los sacerdotes u otros creyentes. Una de las escenas más escabrosas y fuertes en ese sentido es cuando soldados japoneses deciden crucificar a algunos jefes del pueblo, demostrados cristianos, a la orilla del mar, y cómo a lo largo de los días los vemos morir, siendo ahogados lentamente por las olas que suben, bajan y se estrellan en las rocas. Los jesuitas, testigos de esta situación, escondidos, rezan, mientras que por el otro lado, los pueblerinos miran en silencio desolador, vigilados de forma cercana por soldados, impidiendo cualquier tipo de ceremonia cristiana para sus cuerpos.

Y es que Scorsese también logra que Silencio sea sobre los cuerpos, y cómo estos se ven afectados por las pruebas morales a las que comúnmente sujeta a sus personajes, y las reacciones y marcas que estos llevan cuando la prueba se extiende por más de lo común. Cuerpos sucios y flacos, expuestos a la tierra, al frío, a las olas, al viento, a la bruma, cuerpos destrozados, de cabeza, goteando sangre, el mismo cuerpo de Cristo que se ve reflejado tanto en las aguas cuando el protagonista se mira, como en las tablillas de hierro grabadas que deben ser pisadas al momento de apostatar. El plano final, sin arruinar la brillante e inimitable secuencia de hechos que llevan a ella, es la imagen de un cuerpo en manos de otro cuerpo (una suerte de pietá metafórica). Ambos están muertos, pareciendo que uno sujeta al otro conservan un gesto de reflexión armoniosa, pero al mismo tiempo vienen a reflejar lo arduo de la prueba y cómo los cuerpos quedan afectados por un ataque a la fe, algo que supuestamente no podría causar daño.

Porque Scorsese hace que te duela cada uno de los momentos en que alguien, sea el que sea, se ve obligado a pisar sobre la imagen de Cristo y así negar la divinidad en la que creen. Eso es porque logra que uno sienta tanto la compasión absoluta, marca de toda religión y ser humano decente que se digne a serlo, como la importancia que tiene eso para ellos. Cuando uno logra comparecer ante algo que es más grande que uno, ya sea una creencia o un ser superior, es porque uno logra ver lo bueno en los ojos del resto, y es ahí donde Martin Scorsese encuentra su núcleo emocional. Donde no hay respuestas fáciles, donde la verdad no está en la boca de nadie, porque acá no hablamos de verdades absolutas, hablamos de creencias, y todas las creencias son dignas no sólo de nuestro respeto, sino también de nuestra admiración, sobre todo las de aquellos que sólo buscan vivir su vida y que respetan las de los demás.

Nota comentarista 10/10

Título original: Silence. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Jay Cockcs, Martin Scorsese (novela: Chinmoku, de Shüsaku Endô). Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Kim Allen Kluge, Kathryn Kluge. Reparto: Liam Neeson, Andrew Garfield, Adam Driver, Ciarán Hinds Issei Ogata, Tadanobu Asano, Shinya Tsukamoto, Ryô Kas. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 161 min.