La mansión Nucingen (2): Delirio y desarraigo

Por Nicolás Araya

“Los escuché hablar de mi vida con detalles que yo mismo ignoraba”.

-William Henry James III (Jean-Marc Barr)

 

La mansión Nucingen es un film basado libremente en una novela del mismo nombre de Honoré de Balzac que fue publicada en 1838 y que pertenece al enorme proyecto de La comedia humana, Raúl Ruiz imagina desde ahí una película que es tan chilena para el espectador internacional como tan extraña para el espectador local y, al mismo tiempo, se posiciona junto a otros títulos de su vasta filmografía que están basados en la literatura francesa como La hipótesis del cuadro robado (1979), sobre una novela de Pierre Klossowski, o El tiempo recobrado (1999), último tomo de la majestuosa obra de Marcel Proust En busca del tiempo perdido. Ruiz utiliza un lenguaje que dialoga tanto con el clasicismo como con la ruptura moderna, empleando imágenes puras que subordinan la narración y se apoyan en la materialidad de la memoria, logrando subvertir una vez más las convenciones del cine contra las que dejó un amplio legado crítico.

Siendo ya un reconocido autor mundial y adoptado por la comunidad francesa como uno de los suyos, no es sorpresivo que haya sumado destacados nombres a sus películas, los que se interesaban en colaborar con su manera única de filmar, logrando hacer una película europea en Chile hablada en su mayoría en francés y con la participación estelar del alemán Jean-Marc Barr, protagonista de la película de culto de Luc Besson, Azul profundo (1988) y colaborador habitual de las películas del audaz realizador danés Lars von Trier, siendo parte de algunos destacados filmes como Europa (1991), Rompiendo las olas (1996), Bailarina en la oscuridad (2000) y Dogville (2003). También es relevante la actuación de la francesa Elsa Zylberstein, quien ha colaborado en varias películas del cineasta chileno.

La historia comienza cuando William Henry (Jean-Marc Barr) oye deshonrosos comentarios sobre su persona mientras cena en un restaurant con una mujer. Luego sigue un largo racconto en el que William acaba de ganarse una casona en el sur de Chile mediante una apuesta. Es ya un sello reconocible de Ruiz su afición por las paradojas y cómo estas actúan sobre la voluntad de sus personajes. El colombiano Gabriel García Márquez (2002) afirma en sus memorias que “La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”, esto refleja enormemente cómo se abordan los hechos representados por William Henry.

Se produce entonces el viaje desde Europa a Sudamérica donde William junto a su esposa Anne-Marie (Elsa Zylberstein) se presentan en la mansión sureña. En su llegada William y Anne-Marie son recibidos por Ully (Miriam Heard), una sirvienta que les advierte que en la casona solo está permitido hablar en francés, excepto en el baño y en los antejardines. No se puede entrar en el juego intelectual de Ruiz si no se hace presente la suspensión de incredulidad, sacrificando el realismo pero acentuando las licencias poéticas del autor, favorecidas por la fotografía a cargo de Inti Briones, ilustre por sus elegantes travellings y panorámicas que decoran los fotogramas con un gusto exquisito por el movimiento parsimonioso que muestra, oculta y vuelve a mostrar generando una cautivante intriga.

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La casona está ambientada en un paraje enigmático donde la cordillera de Los Andes ejerce como telón de fondo, con bosques y jardines decorados por estatuas que crean un aire fantasmagórico. En el latifundio aún viven los familiares del antiguo dueño, todos personajes extraños que bordean el delirio. A cargo del lugar está Bastien (Laurent Malet), quien está visiblemente incómodo con la llegada de los huéspedes, a él se suma la presencia angelical de la ingenua Lotte (Laure de Clermont-Tonnerre) y el acelerado Dieter (Thomas Durand), joven pianista que gusta de tocar piezas de Debussy, todos acostumbrados a la presencia amenazante de Léonore (Audrey Marnay), quien ronda por el inmueble encarnando erotismo y oscuridad.

El tiempo detenido en el lugar abre la posibilidad de entrada para otros moradores que traspasan las barreras del espaciotiempo, grupos de entidades que podrían ser campesinos o indígenas, quizás los habitantes originales de esas tierras que vuelven desde el más allá o el más acá en un peregrinaje eterno. Es esta singularidad de Ruiz la que enriquece su cine, su poder simbólico que establece relaciones entre lo imaginario y lo fantástico, añadiendo una observación sobre el colonialismo europeo en la historia de Chile, en la que abundan las masacres.

Entre niños que aparecen bajo las camas, hombres que se quedan dormidos mientras comen y mujeres vampiras, el relato fluye mediante historias superpuestas y la solemnidad con que son filmados los hechos, destacando una puesta en escena que resalta el trabajo de unos actores que deben utilizar la totalidad de su cuerpo, ya que la atención está centrada en el fondo del plano y la relación entre objetos y actores está mediada por una concepción barroca y reflexiva de las imágenes que se distancia del adelgazamiento de la realidad propuesta por el cine más comercial.

La película plantea situaciones recurrentes en la poética ruiziana, universos ocultos que se manifiestan desde la retórica de un pensamiento marginal dentro del cine mundial como es el caso de Ruiz, donde lo cotidiano y lo extraordinario van de la mano hacia mundos en que la profundidad visual y el intelecto están por sobre la acción y el dramatismo. Las añoranzas presentes se pueden vincular con las del propio autor del filme, chileno exiliado en Europa, como con las de los personajes, quienes viven en un constante desarraigo y aislamiento.

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Mientras William recorre el desolado paisaje su esposa enferma cada vez más, siendo atraído románticamente por Lotte, una suerte de Lolita que establece la relación más cálida con el nuevo propietario de entre todos los residentes. Las contradicciones de la trama y la hilaridad corren por parte del doctor Marchant, interpretado genialmente por el chileno Luis Mora, que recuerda a las intervenciones lúdicas protagonizadas por Ignacio Agüero en otras obras del cineasta como Días de campo (2004) y La recta provincia (2007), intercalando diálogos que enaltecen la erudición y el absurdo.

Como en un espejo los personajes se desdoblan y las historias se tuercen, aportando un grado alucinante y metamórfico, con cambios de roles en personajes llenos de incertidumbres que aportan a enfatizar una ambigüedad con lógica surrealista. La música a cargo de Jorge Arriagada, colaborador habitual de Ruiz, fabrica una red intertextual entre todas sus películas, logrando una sensación de conexión con algo ya visto y oído. Según la física cuántica todo emite luz, pero esta luz tarda en llegar a nuestros ojos, ya sea en la brevedad de un nanosegundo o en años luz de tiempo, por lo que nuestras visiones sufren una especie de retraso con respecto a lo que sucede, estableciendo que no existe ningún acontecimiento simultáneo. Esto crea un quiebre entre lo que vemos y lo que hay y solo vemos los acontecimientos una vez ya acaecidos, lo que nos lleva a estar presenciando eternamente una ilusión pasada sobre la realidad. Tal es el efecto que esta película sugiere para así crear sus diversos niveles temporales con un gran espesor estético.

 

Nota comentarista: 7/10

Título original: La maison Nucingen. Director: Raúl Ruiz. Guión: Raúl Ruiz, basado en un relato de Honoré de Balzac. Música: Jorge Arriagada. Fotografía: Inti Briones. Protagonistas: Elsa Zylberstein, Jean-Marc Barr, Laurent Malet. Duración: 87 minutos. País: Francia-Rumania-Chile. Año: 2008.