El cordero: El rostro impenetrable

Ya desde su titulo, imagen y sonidos iniciales esta película busca ser la expresión de una tesis persistente en la imaginería escéptica de nuestros tiempos: los dominios de la religión y sus buenas intenciones puede engendrar monstruos difíciles de apaciguar. Personas educadas en las restricciones del deseo y alimentadas en la frustración, la culpa y el pecado se vuelven pasto seco para que se incendie la chispa de la desdicha y el temor acumulado se vuelva energía destructiva, incontrolable. Pero es probable que El cordero entrañe algo más que un simple y desgastado ataque a la religión.

Domingo (Daniel Muñoz) es un hombre que vive amparado en los esquemas que le entrega la parroquia de la cual participa. No se sabe muy bien si es un hombre de fe o si su idiosincrasia católica es un producto heredado por fuerzas externas y pasadas. Domingo es, por sobre todo, un rostro hierático y pasivo, la expresión permanente de la apatía. En estos contornos de represión contenida, su familia no puede escapar a estos perfiles de anomalía: su joven hijo Roque (Alfonso David) da muestras cada vez más evidentes de inclinaciones homosexuales, lo que se vuelve un problema de ribetes trágicos para su esposa Lorena (Trinidad González), ferviente cristiana, quien a su vez está inquieta y quisiera tener otro hijo, pero Domingo escabulle sus escarceos y evita el contacto íntimo.

En la parroquia junto a sus hermanos en la fe, y en su trabajo cuyo jefe es su suegro (Julio Jung) y su compañera de trabajo es su sobrina Paula (Isidora Urrejola), su vida exterior no es sino la extensión de una psiquis conectada con la realidad desde los espacios reducidos y claustrofóbicos de la endogamia. En definitiva, es la vida de un pobre infeliz.

Para más desdicha, el desgraciado accidente que desencadena la tesis inicial: al escuchar ruidos extraños en la bodega de su trabajo, Domingo baja, dispara en medio de la oscuridad y mata sin querer a una empleada. Sentenciado a firmar mensualmente en un juzgado, Domingo se cuestiona el hecho de no sentir culpa aún sabiendo que su homicidio fue accidental. Intranquilo ante la frialdad de una conciencia que no siente remordimiento, pide ayuda a su párroco Efraín (Roberto Farías), quien le aconseja visitar a un reo (Gregory Cohen) y pintar algunas murallas de su barrio como penitencias que apacigüen su inquietud apagada. Al no resultar estos actos de contrición, Domingo dobla la apuesta. Tal vez cometiendo un delito grave avive su conciencia averiada y débil, indiferente al dolor ajeno. Es la planificación de una especie de transferencia macabra nacida de una mente macabra: desistir de su anormalidad extremando el daño psicológico de la culpa y la penitencia hasta niveles homicidas.

En primera instancia, pareciera que El cordero fuese por la tesis del chivo expiatorio en su versión religiosa: la degradación a la que es expuesta un hombre que vive sumergido en una conciencia abúlica, insensible ante las reiteradas prácticas exteriores y vacías de una cristianismo que ya no entrega sentido ni contención. Una persona que explota ante un discurso que obliga a ciertas normas de convivencia. Allí están el mural de fotos familiares en la parroquia que avergüenza a Lorena, quien ve en su único hijo y su homosexualidad un signo de esterilidad y castigo. O la presencia continua de Efraín como un sacerdote comprensivo y abierto, pero incapaz de comprender a Domingo. O la llegada  de Paula a la vida familiar como una lejana pero insistente fuente de tentación.

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Pero el costado más interesante de El cordero está en su total y deliberada incapacidad de dar respuesta a lo que se anida y esconde detrás del rostro de Domingo, una conciencia herida por daños que apenas logramos adivinar. Tal vez la culpa la tenga la religión castradora, tal vez haya secretos que nunca saldrán a la luz. La cámara de El cordero se mueve con frecuencia desde el reverso de Domingo o en primeros planos frontales, escamoteando su mirada o exagerándola en el ánimo de provocar un estado de total distancia hacia sus actos y acentuando el carácter inescrutable de sus pensamientos. Y como si su conciencia fuera contaminando toda la atmósfera de la película, no existe personaje que no confiese ciertos rasgos de anormalidad o de dislocación emocional, como si poco a poco se vieran infectados por la enferma impasibilidad de Domingo.

En esa elusión de dar una respuesta psicológica sobre los actos, ateniéndose a un conductismo férreo y riguroso, El cordero gana al dar una muestra extrema de las opacidades que se alojan en la conducta humana, en la soledad permanente que muchas veces nadie puede mitigar, en el dolor interior que a fuerza de ser acallado se revela en el terror.

Nota comentarista: 8/10

Título original: El cordero. Dirección: Juan Francisco Olea. Guión: Nicolás Wellmann. Fotografía: Leonardo Díaz. Montaje: Juan Francisco Olea. Sonido: Boris Herrera, Carlos Arias. Reparto: Daniel Muñoz, Julio Jung, Trinidad González, Isidora Urrejola, Roberto Farías, Gregory Cohen, Alfonso David, Ximena Díaz, Jiovani Angello. País: Chile. Año: 2014. Duración: 90 minutos.