Dolor y gloria (2): El extático ejercicio del recuerdo

Cuando Madrid, en las postrimerías de los años setenta vuelve a ser una ciudad sitiada, ya no por las escarapelas del franquismo, sino por la voracidad borrosa y toxicómana de una juventud alzada, nueva ciudadana de una libertad en completo descontrol, el joven Pedro Almodóvar y un séquito de proscritos a medio camino entre la redención y la muerte, hacen cine para homenajear al presente. La obra almodovariana es entonces pura pulsión de una contingencia que, más que vislumbrar una intuición de futuro prometedor, demoniza al pasado a través del gesto más subversivo posible en una sociedad que comienza a sospechar que la memoria es el único salvoconducto posible al derrumbamiento moral; expropiar toda temporalidad, arder en el aquí y el ahora, hacer de la contemporaneidad el único territorio posible de la creación. Es así como sus primeras obras van a ser  producto de una transición que bascula sin conflictos entre los referentes instalados en lo arcaico y las pulsaciones de los nuevos días. A medio camino entre Falcon Crest y los culebrones venezolanos, entre el Punk Rock y Sarita Montiel, metrajes como Erecciones generales o Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón (1980) van a ser mixturas entre el melodrama indeleble tan afincado en la España profunda y el trash desechable de un John Waters que se erige como el tótem de una nueva sensibilidad, donde hasta lo más cristalizado, caduca.

Lo que ocurre después de estos años de rabia, oropel, Lorca y monjas politoxicómanas es, nada más y nada menos que la vida. La constatación de que, asediada por los cuatros costados, aquella despreocupada contingencia siempre estuvo destinada a ser derruida por la comprobación de que en algún punto, creador y creación serían interceptados por un agotamiento, una necesaria fase en la cual el trasnoche se transforma en auto-reflexión, en el necesario ensimismamiento que deviene tras el estruendo del punto más álgido de la propia biografía. En la vida de Almodóvar, ese punto se llama Dolor y gloria.

Podría decir que algunas de sus grandes obras, Todo sobre mi madre (1999), Hable con ella (2002) o la La mala educación (2004), fueron el preludio, el primer instinto de esta obra coral, en la cual a través de la “auto-ficción” -término acuñado por él mismo en diversas entrevistas- Almodóvar nos presenta a Salvador Mallo (Antonio Banderas) un cineasta que en la mitad de su vida, aquejado por el dolor físico que viene aparejado con el ejercicio de vivir y su obsolescencia, transita por un paréntesis donde todos estos planos, antes ignorados por su primera filmografía, el pasado, la memoria, el futuro como ficción o en el mejor de los casos, como mera posibilidad, aparecen vitalizados, puestos en obra, como si de pronto este mismo joven producto de la instantaneidad del devenir, nos estuviera diciendo que sí, que el cine puede ser también una obra testamentaria.

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En el enclaustramiento del propio desgarro y de la nostalgia, Almodóvar va presentando, uno a uno, los momentos pivotantes de una vida indistinguible entre realidad y ficción: la infancia, el nacimiento de la cinefilia, la religiosidad, el amor homoerótico y fraternal, y la maternidad. Esta última siempre presentada como origen de aquella doble cualidad creadora, tanto del relato de su propia vida como del relato de su reflejo fílmico, este “otro” puesto en escena, disfrazado en una otredad que siempre termina convergiendo en lo autobiográfico y en la conformación de un universo autoral.

Y es que si hay algo que logra, y con ciertas cotas de genialidad incluso, es desintegrarse a sí mismo en una especie de atomización que, lejos de desconfigurarlo, lo articula en una serie de trazos que lo recomponen ante el espectador, que lo devuelven multiplicado en un collage. Una obra llena de fragmentos donde el pasado y el presente rotan, se traslapan, pero terminan siempre perfectamente anclados a una discontinuidad temporal. Fragmentos que son los momentos fundacionales de sí mismo y construyen un relato en el que todo opera con la misma efectividad: ya sean la vida en el pueblo cuando niño, el colegio de curas, el primer deseo carnal (interpretado dentro de los códigos de la infancia) o la representación teatral que Alberto Crespo (Asier Etxteandia) hace de un relato escrito por el mismo Mallo, donde, ahora en clave literaria, se reconoce la trascendencia de uno de sus primeros amores adultos, aunque presentado en la tormentosa pulsión de la pasión de la primera juventud.

Todas las evocaciones y los recuerdos no hacen más que presentar y re-presentar un hito, una versión de un hombre que ahora los contempla, no con la vanidad del propio enamoramiento, sino con la extrañeza de quien casi no logra reconocerse en ellos. ¿No es acaso Dolor y gloria esa exploración, esa relectura que busca fraguar caminos hacia un re-conocimiento de la vida y de la obra? ¿Es posible que este diálogo entre todas las etapas de la vida y su representación literaria, teatral, imagínica a fin de cuentas (en el cine de Almodóvar está siempre presente aquella sensación de que los grandes acontecimientos de su vida solo culminan cuando son traducidos a imágenes) sean la certidumbre de que el cine es ese momento en el cual lo representado y quien lo representa comparecen, en la misma frecuencia, en la misma sintonía?

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“Mi cuerpo, es el cuerpo del cine”, dice Godard en una aseveración que, más allá de denotar cierta megalomanía, explicita esta relación indiscernible entre el arte y la propia vida, ambos como campos simbólicos que se retroalimentan, y que en muchos casos, como el de esta película por ejemplo, pueden ser la evaluación de la trascendencia de la propia existencia, interpelando al cine, poniéndolo en cuestión.

Puede ser que Dolor y gloria tenga el carácter concluyente de una obra que valora todas aquellas que la antecedieron y que con ello determina todas las que vendrán. Una obra que presenta el estatuto de la creación almovodovariana, que cuestiona las posibilidades de representación de lo autobiográfico, su validez, que explora los límites de lo formal, las posibilidades de hacer de la plasticidad una emocionalidad nueva (el color, las formas, las tramas y los objetos en la obra de Almodóvar siempre han tenido la capacidad de “ser”, no solo de “estar”, como si fuesen capaces de una cierta verbalidad que excede lo figurativo) que explora la memoria, las estrategias de redención de la mirada, el placer gozoso del dolor y la nostalgia, y las formas en que el cine recuerda cuando mira hacia atrás.

 

Nota comentarista: 8/10

Título original: Dolor y gloria. Dirección: Pedro Almodóvar. Guion: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias. Reparto: Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano, Nora Navas, Asier Flores, César Vicente, Raúl Arévalo, Neus Alborch, Cecilia Roth, Pedro Casablanc, Susi Sánchez, Eva Martín, Julián López, Rosalía, Francisca Horcajo. País: España. Año: 2019. Duración: 108 min.