Crystal Fairy & el cactus mágico (Sebastián Silva, 2013)

Las mentalidades absortas que han delineado a una fauna no menor de personajes han sido una revelación profusa para describir los últimos diez años del cine chileno. Una fauna enmarañada, atrapada, de movimientos trabados, de miles de cuestionamientos y pocas respuestas a su favor. No obstante, los amparos han provenido desde una infinidad de estudios críticos y certámenes tanto locales como internacionales que han visionando con más conciencia “este hemisferio partido”. No es necesario hacer una institución de la etiqueta del “novísimo cine”, aunque el explicitarlo contribuye a forjarse una idea más ágil de qué clases de superficies se está haciendo alusión. Las dimensiones patológicas de los personajes de Sebastián Silva se han mantenido casi obra tras obra, convirtiéndose en un factor común para comprender el tránsito de sus confusiones, obsesiones y temores. Eso sí, a diferencia de sus cuatro primeras entregas, Crystal Fairy & el cactus mágico se aleja de una pretensión exacerbada tanto en el relato como en la puesta en escena. Esta vez, la trascendencia del viaje domina en las rutas concretas, en esos caminos que llevan hacia el norte del país, que trasuntan la necesidad de recambios, de darse la oportunidad de abrirse frente a la tragedia silente. Jamie, Champa y sus dos hermanos emprenden una travesía desde la capital hacia el norte de Chile para tener un “viaje” con el San Pedro, todo después de un carrete donde se topan casualmente con Crystal Fairy, una hippie desvergonzada, esotérica y de permanente buena vibra. El objetivo está esbozado. Fueron kilómetros recorridos y Jamie, con la obstinación de “abrir las percepciones” –que incluye a Huxley–, no quiere que nada ni nadie estropee la oportunidad de la experimentación… Hasta que Crystal irrumpe otra vez para sumarse al grupo, luego de aceptar la invitación que él le ofreció –y que nunca creyó que tomaría en serio–. El reencuentro no tiene el tono del primer contacto. Jamie –cero empático, aunque algo más soportable que ese Brink (de nuevo Michael Cera) de Magic Magic– se vuelve áspero, controlador y poco tolerante. Más desabrido que de costumbre. Se siente invadido por esta aparición, mientras que Champa y sus hermanos chicos continúan sin exaltaciones mayores. De esta manera, se concibe parte del escenario inicial de Crystal Fairy, una road movie que no olvida una progresión entre sus dos gringos, puesto que el verdadero viaje es de Jamie y Crystal, y donde la exageración del esparcimiento –tanto mental como corpóreo– roza aquellos atisbos de caricatura, aunque no alejados de una humanidad de patetismo reforzado. Allí precisamente está la confrontación de los dos foráneos: el hacer patente su relación con el mundo aunque camuflando, en su justa medida, su verdad interior. Crystal, al fin y al cabo, es la que expulsa la moraleja en ese entramado de vivencias para que se instale la aceptación íntima. Una progresión que se desenvuelve también entre tres hermanos disímiles, de cuna acomodada, que definidos por esa línea elitista no vislumbran realmente la envergadura de la idiosincrasia que los rodea. Solo pasan frente a las acciones, reacciones de travestis, gitanas o de esa dueña de casa incauta que define a un buen porcentaje de población y que, en este caso, predominan como escenarios pintorescos que ya es usual visitar de vez en cuando. De nuevo frente a un discurso de clase que define la geografía aprehendida por Silva. Imagen Aquí no hay mayores edificaciones estables que cobijen los ensimismamientos, las contenciones de esas figuras, pero no por esa ausencia de “albergue fijo” dejan de existir construcciones, cartografías de comunicación igualmente tensionadas, que esconden identidades y que se dejan llevar por episodios circunstanciales. Este viaje en todo caso se vuelve una zona que todavía cuenta con coherencia –conectando en cierto sentido con el giro hacia el final de La Nana– y que disiente de Magic Magic, espacio de terror psicológico maltrecho, con ánimos de pretensión obligada, que manipula las superficies de esparcimiento, que ofrece una resolución desacertada: un machitún, como un intento de conectar con lo místico y ancestral, que se torna un acto peyorativo y una broma al introducirlo como un región atractiva de la cinta. Finalmente, la experiencia de Silva se torna más emancipada, sin cuadros tan agravados de cautiverios psicológicos, con una resolución que no se extravía tanto como su anterior entrega y que demuestra la capacidad de romper el molde de los protagónicos, de exhibir y revisar una serie de capas a pesar de presentar exageraciones amplificadas en el centro de una realidad impropia contemplada únicamente por un sector que no se acomoda del todo en esa misma realidad pasajera. Con presencias de escasa o nula trayectoria frente a cámara y dos foráneos atados al star system, Crystal Fairy no se queda atrapada en la mera anécdota de la experiencia sicodélica: es capaz de demostrar dicotomías a veces inaccesibles de una fauna acostumbrada a no atar cabos, desplegando –con una grafía simple– una evolución más clarificada en la pantalla local. Leyla Manzur H.