Vivir allí (2): Fundidos de nostalgia

No se trata de un documental con énfasis narrativo, sino de un ensayo de interpretación de la experiencia de un territorio. El paisaje entra en una disputa con los animales, con los árboles, con la gente, que parecieran tratar de inscribirse en él a través de un uso ultrapausado del desvanecimiento entre planos. El resultado pictórico puede ser a veces la inmensidad de la naturaleza frente a la vida animal y humana, destinada a disolverse en la extensión material; otras, una suerte de mitología de lo natural, donde los cuidadores y las cabras funcionan como los espíritus de las montañas y el viento.

Las cabras se arrancan. El hombre les advierte que se van a caer de nuevo. Las sigue desde la distancia, a su propio paso que es lento, cansado, lleno de señales de vejez. No sabemos cómo se ve su rostro para comprobar la edad. Estamos lejos, la falda de un cerro que se entrega a la niebla consume el plano. Hay una serie de arbustos que crecen en la orilla. Alguien podría reconocer desde ya el desierto. Las cabras corren juguetonas, sin esperar al hombre, y cuando están a punto de salir por el costado izquierdo de la pantalla el plano termina.

Vivir allí no es el infierno, es el fuego del desierto. La plenitud de la vida que quedó ahí como un árbol es el título, casi reseña, de este documental de Javiera Véliz, construido a partir del cruce entre múltiples secuencias de este estilo. Ese “allí” del título, bien puede ser Totoral, el pequeño pueblo entre Copiapó y Vallenar, en el que ocurre el film con sus agricultores y criadores de cabras, sus árboles y ruidos, sus cerros, su paisaje. Pero también podría ser cualquier localidad que subsiste en medio del desierto. Porque aquello que retrata Vivir allí es eso que va quedando de una vida que ya no está, vidas de las que solo quedan restos: el modo de llevar en la espalda a una cabra que se ha perdido, el recuerdo de un olivo en la cima de un cerro, la renuencia de un árbol que se opone a ser derrotado por el viento.

De allí que el documental se vuelca a observar y trenzar el paisaje con las pocas acciones que pueden acontecer en él. No se trata de un documental con énfasis narrativo, sino de un ensayo de interpretación de la experiencia de un territorio. El paisaje entra en una disputa con los animales, con los árboles, con la gente, que parecieran tratar de inscribirse en él a través de un uso ultrapausado del desvanecimiento entre planos. El resultado pictórico puede ser a veces la inmensidad de la naturaleza frente a la vida animal y humana, destinada a disolverse en la extensión material; otras, una suerte de mitología de lo natural, donde los cuidadores y las cabras funcionan como los espíritus de las montañas y el viento.

Este carácter ensayístico del montaje en Vivir allí a través del fundido cruzado es el núcleo de su propuesta, donde la progresiva aparición de un nuevo plano conlleva no sólo un particular efecto de mezcla visual que provoca nuevas imágenes y termina por sofisticar la reflexión sobre el desvanecimiento (de las imágenes, de la vida), sino también por la presencia de planos que son presentados y retirados, en una especie de arrepentimiento, de testeo visual en vivo o de memoria que no logra recuperarse.

El juego con la visualidad a través del montaje que propone Vivir allí puede recordar la rarificación que consiguen Perut y Osnovikoff con el uso del detalle en Surire (2015) o en La muerte de Pinochet (2011), pero también cierta paciencia contempladora asociada generalmente al uso del largo plano secuencia. Vivir allí encuentra en el montaje un modo de renovar este componente meditativo ajustándolo a su asunto: la nostalgia difusa en torno a la desaparición (muy cercana a la escritura poética de Jorge Teillier).  

Esa nostalgia es la única pista que el documental deja sobre su contenido narrativo. El juego entre lo inmenso y lo pequeño se complementa con un rescate fundamental del sonido monótono de estos paisajes (ese misterioso pseudobúho que abunda en las plazas nortinas), al que le hace contrapunto el alarido de las cabras o breves conversaciones de los habitantes. Pero en esas conversaciones no encontramos una historia, un contexto, una problematización de esto que podría ser leído como un abandono, sino sólo pistas de una añoranza. Como se ha dicho antes, la película se decide por interpretar cierta experiencia, sin buscar las historias o voluntades detrás de esta nostalgia. Esta apuesta, que me resulta acertada visualmente, sin embargo, puede tener la limitación de no ofrecer en la imagen una posibilidad de contestación a las personas retratadas, puestas en el lugar de padecedores de la naturaleza, tal como comenta Laura González.

Si bien dicha naturalización de lo natural tiene en este documental la virtud de poner lo humano en su lugar, es decir, abrumado por su propia finitud y en una posición que es perfectamente intercambiable con la de los árboles aguantando el golpe de sequía y viento, con lo que abre este paisaje a espectadores universales; por otra parte, puede quitar, en ese mismo gesto de volver universal un paisaje particular, la complejidad sociopolítica implicada en el cambio que se ejerce sobre dicha naturaleza, a través de su explotación y destrucción, tan relevante para comprender la situación del norte de Chile. Por ello, cuando el aluvión viene a irrumpir esta vida pastoral asediada, llega como desde un fuera de campo, en una nueva metáfora de esa fuerza misteriosa, por interrogar, que permite a algunas vidas quedarse allí y a otras no.

 

Título original: Vivir allí no es el infierno, es el fuego del desierto. La plenitud de la vida que quedó ahí como un árbol. Dirección: Javiera Véliz Fajardo. Guion: Javiera Véliz. Producción: Bárbara Pestan. Compañía productora: Productora Pocilga. Fotografía: Javiera Véliz. Montaje: Bárbara Pestan, Javiera Véliz. Sonido: Cristián Freund. Música: Francisco San Román. País: Chile. Año: 2018. Duración: 58 min.