Vicio Propio (Paul Thomas Anderson, 2014)

Ha pasado un tiempo desde que ví la última película que merecía repetirse varias veces en el cine, de esas que con cada visionado se vuelven más complejas o más claras o más entretenidas, de esas que no pueden dejarte tranquilo con sus preguntas, con sus florituras, con aquellos momentos que no puedes creer, que sólo pueden ser vistos una y otra vez para poder finalmente hacer sentido, y aún así no puedes evitar decirte “una vez más, sólo necesito verla una vez más”, y así quedar pegado para siempre en una repetición continua de la cual uno no puede deshacerse.

La nueva película del director norteamericano Paul Thomas Anderson es una de esas películas que gritan con desesperación “veme una vez más, sólo una vez más”, y por diversas razones. La primera y más superficial es que nos encontramos a una película compleja. No es una película que carezca de profundidad, pero no es en sus conceptos, causalidades y proyecciones donde encontramos la complejidad, sino en la trama misma. Basada en la novela del mismo nombre escrita por Thomas Pynchon, nos encontramos con una novela de detectives que cada capítulo parece querer entregar una nueva arista a un caso paranoicamente conectado en cada aspecto de la vida de nuestro protagonista, Doc Sportello, en la cinta interpretado magistralmente por Joaquin Phoenix, que en esta ocasión no se transforma sino que simplemente es otra persona, es el mismo Sportello de la novela y de las personalidades de cintas anteriores, actuaciones previas, no queda absolutamente nada.

Entonces en una trama que mezcla la crisis de inicios de los 70, el fin de la década de los 60, proyectos inmobiliarios, marihuana por montones, personas perdidas, ex enamoradas que aparecen y desaparecen como espejismos, policías corruptos, muertos que aparecen vivos, vivos que luego aparecen muertos, dentistas drogadictos, operaciones de evasiones de impuestos, edificios estrambóticos, lavados de cerebros, organizaciones de negros y blancos neonazis, botes de actores prohibidos, lujuria desmedida y desbocada, asesinatos a sueldo, clínicas de rehabilitación, encubrimientos, el FBI metiendo sus narices y la música que identifica a una era, tenemos ante nosotros más que algo que seguir, una especie de mosaico, un caleidoscopio sicodélico pero no necesariamente influido por la presencia constante de la droga, sino por lo vertiginoso de la trama y la manera en que P.T. Anderson no duda en seguir la misma estructura de la ya complicada novela: introduciendo aristas y personajes nuevos cada quince minutos. 

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Otra razón para repetirse la película, más allá de tener una comprensión más absoluta de lo que ocurre en la trama de la misma (ante lo cual, es mucho más seguro leer la novela de Pynchon, que pese a su complejidad similar, al menos podemos releer pasajes que no hemos entendido completamente), es la posibilidad de empezar a descubrir qué es lo que se quiere decir. De alguna forma, la estructura y el tono de la cinta dan a entender una suerte de juego cinematográfico, mientras que otro director habría cortado buena parte de las tramas externas y personajes satélites que aparecen en la novela y que no tienen peso alguno en lo que es el final (¿y cuál es el final, también, de esta cinta?, ¿hay un final?, ¿o finalidad?), acá se mantienen, como si fuera un experimento.

En vistas de lecturas como las de la Poética del cine de Ruiz, pareciera que hubiera una nueva película en cada toma, como si descartáramos los elementos previos de las escenas que precedieron y entráramos en cada plano, cada escena, en una nueva dimensión, con reglas nuevas y una nueva forma de ver lo que sea que se nos viene por delante. Y todo eso sin echarle la culpa a las alucinaciones, las cuales se remiten al inicio, como para entregar en apenas un desliz que, tal vez, todo lo que viene no es más que eso: una elucubración producto de una hierba tal  vez demasiado buena. Pero es que finalmente la cinta viene a darle un sentido también a la novela, para aquellos que ya la han leído. O, por ponerlo de manera más universal, la cinta se justifica a sí misma más allá de un juego cinematográfico de “cuánto más podemos estirar una trama sin pies ni cabeza, pero que sí tiene pies y cabeza pero que una mente confundida y drogada nos está tratando de narrar”. Y esa es la idea de la reapropiación cultural. Los 60 ya han pasado y los 70 están naciendo, gritando y llorando, tratando de encontrar la manera de sobrevivir, de distinguirse de lo que fue para muchos una década perdida, en términos sociales y morales para los sectores más conservadores. Vicio propio es la crónica del apoderamiento de la cultura hippie/drogadicta por parte del establishment generalizado, tanto cultural como social. 

INHERENT VICE 

Hay un afán de desaparición, un mundo que poco a poco, metafóricamente hablando, se va llenando de desaparecidos y muertos, emblemas de una época que ya no es válida como estilo de vida, una vida que debe adaptarse, tal como Doc Sportello tiene que abandonarse a la idea de ser un detective privado pese a que realmente preferiría pasar todo el día drogado en su casa. La rehabilitación de drogas duras empieza a dominar el escenario, y el contexto histórico de Reagan y Nixon forman parte de ese escenario generalizado donde una forma de vivir no es necesariamente no aceptada, sino más bien no aceptable, pero al mismo tiempo es absorbida. Es la manera de sobrevivir a una era que parece que tiembla a cada segundo que pasa, donde los altos estandartes caen muertos, en el ridículo o se redimen. La penúltima escena de la cinta es una representación casi burda de esa reapropiación cultural que ya forma parte natural de nuestros días: la figura de poder irrumpe en el hogar de lo que era considerado revolucionario, tras un breve intercambio, decide arrasar con todo, se traga todo lo que es suyo, queda lleno, y el antes revolucionario se queda sin nada, vacío, le han robado lo que le distinguía y se cierne una nueva era, como un conductor que toma un camino que no conocía antes, porque no le queda otra.

No resulta difícil pensar en una analogía cinematográfica, mientras que en los 60 hay un boom de cine experimental y un nuevo cine de carácter mundial, donde cinematografías de países inesperados empiezan a realizar el cine más importante, para que una vez llegado los años 70 las influencias de esas películas, desconocidas para una mayoría, decantan en los directores norteamericanos más influyentes, que revitalizan la industria y nos entregan lo que muchos consideran, vulgarmente, la mejor década del cine en la historia. Paul Thomas Anderson aquí decide hacer una reivindicación de una cultura underground que quiere mantenerse así, escondida y sin estar expuesta a la luz del sol, pero evidentemente no puede evitar demostrar lo maligno que es el poder a la hora de apropiarse de una cultura que teme, pero que a la vez le conviene fagocitar. Es una cinta melancólica, de pérdida. Un bajón.

Comentarista: 9/10

Promedio del blog: 8/10

Título original: Inherent vice / / Dir y guión: Paul Thomas Anderson/ Prot: Joaquin Phoenix (Doc Sportello), Josh Brolin (Christian “Bigfoot” Bjornsen), Owen Wilson (Coy Harlingen), Katherine Waterston (Shasta Fay Hepworth), Reese Witherspoon (Penny Kimball), Benicio del Toro (Sauncho Smilax), Joanna Newsom (Sortilège, la narradora), Martin Short (Dr. Rudy Blatnoyd). /País: Estados Unidos/ Año: 2014 Duración: 148 minutos.