Un día lluvioso en Nueva York: La marca registrada

A los nuevos espectadores habría que decirles que es dentro de esa misoginia donde hay que trabajar las películas de Allen, que en los últimos años con suerte ha logrado mantener la eficacia narrativa más allá de apertura y cierre de marcos secuenciales, viendo comprometida la verosimilitud y naturalismo en personajes que parecen ideas parlantes que declaman tópicos pero que no engrosan una idea, como si fueran arquetipos vacíos, los repetitivos clichés del cine de Woody Allen. Pero, como ya dije, se trata de una localidad: la patria-cine Allen, la ciudad-Allen. Esta obra dialoga mejor al interior de ese sistema que fuera de él. Lo siento chicos, así es el estado de un sector del cine contemporáneo. No es solo Allen. Veamos.

Por primera vez en décadas se postergó el estreno anual de una película de Woody Allen, Un día lluvioso en Nueva York, el que iba a ser su opus del 2018 se retuvo hasta mediados de 2019 producto de la negativa a exhibición por parte de la distribuidora Amazon, lo que condujo a una disputa legal que favoreció al director. El contrato que la empresa anuló unilateralmente tenía como una de sus excusas (aunque, ciertamente, no fue el fundamento legal) el prejuicio económico y el de imagen que la renovación de las acusaciones contra el director por abuso sexual de parte de la hija adoptiva de Allen, Dylan Farrow, podrían ejercer respecto de la asociación de nombres Allen-Amazon.

2018 también fue un año fuerte para el movimiento #MeToo, del que Farrow es una de las figuras junto a su hermano Ronan, hijo del cineasta y Mia Farrow. Por otro lado, más adelante durante el mismo 2018, otro de los hijos adoptivos de la expareja, Moses, salió a contradecir la versión de los abusos pedófilos y se cuadró con su padre adoptivo y su hermana Soon-yi, esposa de Allen y una de las partes del conflicto (aquí en detalle un resumen de todo el asunto). El 92, año en que estallaron las denuncias, y el 93, año que continuó judicialmente, salieron Maridos y esposas y Misterioso asesinato en Manhattan; incluso en medio de los momentos álgidos Allen no tuvo problemas de producción y exhibición. Pero los tiempos han cambiado.

Con motivo de la promoción de Un día lluvioso en Nueva York, Allen apareció indicando que, en términos prácticos, él ha sido un abanderado del feminismo y que “Mi cara debería estar en los carteles del movimiento #MeToo”. Comentario muy incómodo como para pasarlo por ironía, lo que sí queda claro es que el hombre de 84 años seguro ha sido sobrepasado por la época. Al realizar un catastro cuantitativo de sus títulos, hace mucho que su mejor obra y sus trabajos de mayor “madurez” registran data de muchos años. A mi parecer, una irregular década del noventa del siglo pasado, un siglo XXI decepcionante -su último trabajo rescatable, Match Point, es del 2005- habla de una decadencia imparable. Su teoría de la cantidad, sacando una película tras otra, año tras año, hasta que la muerte tenga la última palabra -sin poner en escena la humildad del silencio-, se ha ido desbarajando. Es cosa de ver la evidencia.

Pero, eso sí, hay otra evidencia clara, su cine ha construido un verdadero estado, país o ciudad, que es su incontestable patria-cine. La ciudad de Allen, un sistema autoral que ha funcionado a la perfección. Hasta el 2018, claro. Entonces, ¿qué muestra Un día lluvioso en Nueva York? Primero vemos a una pareja, a dos jóvenes: Gatsby (¡de apellido Welles!) y Ashleigh (se escribe sin s-h-y final) que dejan su entorno universitario para pasar un fin de semana en la ciudad de la costa este estadounidense, en la patria de Allenmania. Pronto, por azar, casi (porque es un azar puesto por el guion), ambos se separan y no vuelven a encontrarse hasta el final. De pronto ese fin de semana romántico, para unir más a la pareja, será lo que les separe. Como los exesposos de Celebrity (1998), su cruce final será su escena de adiós. En medio, las peripecias de ambos tendrán el valor de una novela de aprendizaje.

¿Y qué habrán visto estos dos jóvenes? Como en todo viaje, ya sea el escapista On the Town (Stanley Donen, Gene Kelly, 1949) o el existencial En el transcurso del tiempo (Wim Wenders, 1976), hay un reflejo para el desarrollo del carácter en los episodios que los personajes sostienen. Aquí Gatsby y Ashleigh sabrán de mezquindades adultas, recuerdos atemperados, viejos amigos, nuevos romances, filiaciones, lo nuevo y lo viejo: comedias y tragedias humanas en las esquinas de Manhattan es el tipo de calaña experiencial que afrontaran estos dos jóvenes. Hasta que el marco muestre una grieta y por ahí pase explícitamente el tono de género que maneja Allen debajo de la comedia ligera: el melodrama. La prueba final será una confesión que muestre el camino de salida a Gatsby y ponga de vuelta en órbita a Ashleigh. El último eslabón del arco narrativo será decisivo para definir la última película de Woody Allen, como se ha visto desde hace algún tiempo, y a diferencia de los cierres de los filmes de los 90, los personajes tienen que dejar de soñar y despertar a la realidad. La ilusión ya no ofrece escapismo consolador. De todas formas, sea una u otra opción, para ambas conclusiones la salida implica pesimismo, no importa si hay un final feliz. Ya que, fin de cuentas, es posible imaginar que tanto para Gatsby -con ese nombre no hay escapatoria- como para Ashleigh, tropezar con la misma piedra será cosa de tiempo.

Si en algo llama la atención el reparto de Un día en Nueva York, es la aparición de rostros nuevos -para el mundillo Allen, claro está- en la mayoría del casting, salvo uno que otro rostro familiar en los personajes secundarios. En principio se puede pensar qué podrían sacar en limpio los jóvenes de hoy (sub-24) ante esta película del octogenario director. Tal vez la impresión de una moral retrograda y aburrida que pone a personajes hablar y hablar antes de sacarles la ropa, que los celulares se usan apenas para ¡hacer llamadas!, que casi nadie se viste como de 2019, que hay un narrador, Gatsby, que va y viene -y que es floja esa instancia delegada del relato propuesto por el director guionista-, que Ashleigh a veces es pintada como rubia tonta, que no cae en cuenta que las mismas palabras que esos hombres mayores dicen no son para asombrarla con inteligencia, sensibilidad o crisis de mediana edad, sino que en el fondo buscan “seducirla y abandonarla”; mientras que si cambia el tono y salen de la boca de alguien como Gatsby contienen toda la “verdad y honestidad” del personaje principal.

A los nuevos espectadores habría que decirles que es dentro de esa misoginia donde hay que trabajar las películas de Allen, que en los últimos años con suerte ha logrado mantener la eficacia narrativa más allá de apertura y cierre de marcos secuenciales, viendo comprometida la verosimilitud y naturalismo en personajes que parecen ideas parlantes que declaman tópicos pero que no engrosan una idea, como si fueran arquetipos vacíos, los repetitivos clichés del cine de Woody Allen. Pero, como ya dije, se trata de una localidad: la patria-cine Allen, la ciudad-Allen. Esta obra dialoga mejor al interior de ese sistema que fuera de él. Lo siento, chicos, así es el estado de un sector del cine contemporáneo. No es solo Allen. Veamos.

La ciudad del cine Allen se mantiene por una indiferenciación marcada entre realidad y fantasía. Se filman guiones donde el final consiste en reescribir la realidad porque queda mejor la ficción, ya que es la prerrogativa del autor. Si jugamos un poco con dos conceptos que sirven para separar aguas entre ficción y no ficción, Allen “escribe”, no “registra”. Junto con uso el narrador-protagonista que abunda en sus películas, una de sus grandes fuerzas fue sacar a la luz la construcción dramática del documental clásico. Si Zelig (1983) es una gran película, no solo de las suyas, sino además del cine estadounidense de los 80, es por haber sabido contaminar como triple o cuádruple amenaza al documental con su figura transformista y multiplicada, abierta a la interpretación y al desajuste subjetivo, social y de género fílmico (no por nada Susan Sontag aparece entrevistada e interpretándose a sí misma). Es entrando en el mundo de un autor -ese autor reivindicado por una política y una teoría del cine al mismo tiempo en que los estructuralistas literarios lo daban por muerto-, eso que es texto, donde se halla una posibilidad de adquirir una experiencia o sensación de otro, cualquiera sea, si nos interesa que el arte sea una salida a la certeza univoca y monolítica del panfleto y la publicidad.

Dentro de ello habitan unos caracteres que han sido bien definidos por lo reiterativo en cuanto a clases sociales, etnias y géneros, sobre todo cuando los interpretaba él. Eso sí, hay un detalle que me ha llamado la atención con el paso del tiempo y las películas sobre la composición de la psiquis de sus personajes. A menudo pasa que los protagonistas de Allen (sean o no interpretados por él, y no exclusivamente los masculinos) tienen fijaciones que suelen traducir o simbolizar en una imagen. A veces, como le pasa a Gatsby, es una imagen maternal. Pero siempre es una imagen forjada por ese sujeto arribista y ególatra que para seducir a su interés amoroso deja paso al relato melodramático de su imagen personal para así compartir ese deseo oculto. No hay mucho detrás de esa imagen, por lo general suele ser bastante banal, si los vemos desde fuera los deseos de los demás son siempre poca cosa, triviales, exagerados sin razón. Pero no es la cualidad de ese deseo lo que le da su pregnancia, es su intensidad, es su proliferación, es su captura del sujeto deseante. Hay narcisismo, pero también autoengaño, una pugna entre ilusión y desencanto.

La ciudad Allen tiene como fuerza de funcionamiento las mismas claves rearticulándose con cada nuevo título. Mientras el pasado y la grandeza se alejan, el espacio imaginario pretérito es cada vez más claro. Con un pie en el cine clásico y otro en el moderno, el cine de Allen viaja al pasado como Gatsby y sus ínfulas donjuanescas. En donde es más claro el desfase con la actualidad es en una suerte de retorno de lo consersvador que cansa en la configuración de los personajes, femenimos y masculinos.Todo lo pasado es mejor porque está embalsamado (momificado ahora en Un día en Nueva York) en películas y canciones -ciertas películas y canciones- así como cierta arquitectura (Nueva York, obvio, pero, así como en París, el resto es turismo) que ha pasado a ser tan imaginario como los personajes que sueñan y viven en esos lugares. Cosa de ver Medianoche en París (2011), donde el constructo nóstalgico de la película es tan superficial (casi como versión de bolsilllo de la nostalgia posmoderna) como los personajes del pasado que animan las épocas pretéritas y que a su vez extrañan otro pasado, como cajas chinas. Claro que mientras más engrosa la lista de títulos, año a año, más falso y vetusto se aprecia el todo visto en retrospectiva. Ya no respiran los personajes como en Annie Hall (1977), ni las imágenes como en Manhattan (1979) los cruces azarosos no son virtuosos como en Hannah y sus hermanas (1986), ni se recobra el tiempo que se gasta en invertirlo contando una buena historia como en Broadway Danny Rose (1984) y sus entrañables personajes perdedores.

Ahora, en este y sus últimos filmes, solo queda la cadencia y modulación entre diálogos, gestos histéricos y los planos que dejan espacio para la escenificación de estos. Si miramos bien en su marca registrada hay muy poco plano detalle en su cine, hay planos generales para determinar un estado de ánimo general, con uso dramático de la composición (por ej, la lluvia); planos americanos para los diálogos, muchas veces sin corte, retardando el contraplano de respuesta, para que los personajes vociferen sus peculiaridades y sus relatos personales; y primeros planos para las expresiones más afectivas, melodramáticas. El resto lo hace la iluminación, a veces más tímidamente expresionista que funcional. Las voces siempre audibles, atropellándose, ya que la impronta teatral y cómica es central. La música en función lírica, ayudando a la legibilidad de la escena. Pero, en su trabajo más reciente va quedando la "marca" autoral y desvanenciéndose su "registro" de autor. Sin el montaje sincopado por Gershwin ni la paleta cromática de blanco y negro parece que no hay posibilidad de un contraplano de alejamiento mejor que el del cierre de Manhattan, la atmósfera que sostiene la ilusión y autoengaño hacen que la magia inunde el espectro afectivo de la protagonista, porque en la realidad la lluvia nunca mojará igual que en Alice (1990). El tiempo no deja de pasar y en vano está cada vez más lejos aquello a lo que valió la pena aferrarse, aunque sea una madre judía castradora (el episodio Edipo reprimido, de Historias de Nueva York, 1989).

Lo que sí, esa vista al pasado sirve para abrir la puerta a otros nombres, otros síntomas, otras autorías que están en el listado de influencias de Allen. Bergman, claro. Como también Fellini, De Sica o Kurosawa.  Welles es otro que toca el timbre de vez en cuando. Pero también Bertolucci (via Storaro). O solo títulos, como An Affair to Remember (Leo McCarey, 1957), Mildred Pierce (Michael Curtiz, 1945) y tantos otros.

Pueden perfectamente dejarse de verse y hacerse las películas de Woody Allen y cada vez que se repite un episodio de How I Meet Your Mother hay un espejo degradado de su influencia. En estos tiempos parece rendir más como ejemplo del dilema separación artista-obra, algo que a mi juicio es inseparable, pero que hay que tomar de otra forma, a lo que rescato la fórmula de S. Daney: ¿Dónde encontrar la moral de un director? ¿En sus convicciones y elecciones personales y políticas? ¿O en el momento de ejercer su poder artístico? ¿En ambas? Entender que antes de un traspaso de un yo -aunque sea encerrado en su dormitorio con lápiz y papel, como hace Allen con sus guiones- al cuerpo de una película y de ahí al plano de un imaginario delimitado por sus restricciones de sistema autoral implica tanta mediación como puede haberla entre un escritor, novelista, poeta, y su texto. El resultado no es otro sujeto, es un objeto. ¿Decantó en un sexismo añejo? Sin duda. Tal vez, durante más de dos décadas y media le faltó pensar en un destinatario femenino fuerte en cuanto perfile posibilidades de ser “otra” mujer y no siempre “una” o “la” mujer, una nueva Diane Keaton, una nueva Mia Farrow. En la ciudad de Allen existe el riesgo de que puede suceder siempre lo mismo y a los mismos personajes. ¿Esta exhausta la repetición? Para mí sí, hace tiempo. Y pese a todo no dejaré pasar la familiaridad de ir a ver sus nuevos estrenos (porque eso es lo que busco en su cine, para darle una vuelta más, para sopesar una vez más si hay o no moral), en vez de cancelarla, que ya le van quedando pocos.

 

Título original: A Rainny Day in New York. Dirección: Woody Allen. Guion: Woody Allen. Fotografía: Vittorio Storaro. Montaje: Alisa Lepselter. Reparto: Timothée Chalamet, Elle Fanning, Selena Gomez, Liev Schreiber, Jude Law, Diego Luna, Cherry Jones. País: Estados Unidos. Año: 2018. Duración: 92 min.