Tarde para morir joven (2): Remedios contra el fin de la infancia

Los tres filmes que Dominga Sotomayor ha realizado hasta ahora componen ya una pequeña obra, en la que pueden distinguirse motivos, tropos, inquietudes personales y estrategias pictóricas. Por más señas, todas sus cintas representan mundos aparentemente sencillos, inocentes, casi idílicos, en los que poco a poco, aunque de manera difusa y vaga, se introducen fisuras, fallas y conflictos que los perturban y minan, sin por ello desestabilizarlos completamente. Tarde para morir joven, su obra más reciente -que le ha valido el premio a la mejor realizadora en el Festival de Locarno de 2018- no es, por cierto, una excepción.

En efecto, los elementos fundamentales de la poética de Sotomayor están ahí: la infancia, la atmósfera estival, el juego, el ocio, el hastío, el desengaño, la madurez. Esta vez, sin embargo, el relato se recubre de un aspecto más estacionario. Si De jueves a domingo (2012) y Mar (2014) escenificaban, globalmente, viajes de vacaciones -en el primero una familia se desplaza al norte de Chile, en el segundo una pareja descubre un balneario en la costa argentina-, en Tarde para morir joven el núcleo de la narración se constituirá alrededor de un lugar bien delimitado: una comunidad situada en las afueras de Santiago, en la que los personajes residen -podemos adivinar- de manera más o menos permanente. Los índices de temporalidad, por lo demás, resultan igualmente más identificables que en las obras anteriores: estamos en 1990, en las vísperas de la vuelta de la democracia en Chile.     

Es quizás esa misma inmutabilidad del paisaje, esa familiaridad con el espacio, esa delimitación temporal lo que dota a los personajes de una mayor “performatividad” discursiva. Tarde para morir joven despliega -no es difícil notarlo- un torrente de diálogos, palabras e ideas que contrasta con el laconismo y la concisión, por ejemplo, de Mar, donde el acento parecía más bien estar en lo no-dicho. En esas pláticas y conversas -sañudas y algo retorcidas entre los adultos, graciosas y disparatadas entre los niños- se revela algo de la fragilidad de ese mundo engañosamente liso y sublimado que Sotomayor nos ofrecía a primera vista: la comunidad, como era de esperarse, es también el espacio de pequeñas rencillas no declaradas, de decepciones más que pasajeras, de sospechas dichas a media voz, de temores y de recelos.     

En lo que concierne a los acontecimientos, estos abundan, aunque no se organizan realmente de manera progresiva. Es más justo decir, en este sentido, que la intriga se estructura a partir de algunos hitos que establecen el ritmo de la narración y desencadenan otros conflictos menores. El primero de esos hitos es, ciertamente, el extravío de Frida, la perra de Clara, con el cual el film comienza y concluye. Otro hito es la llegada de Ignacio, que desatará el desencuentro final entre Lucas y Sofía, cuya amistad que suponemos duradera no estaba exenta de pretensiones amorosas. El último hito que sella el avance del filme es un incendio que destruye la casa en el árbol de Lucas y algunas de las viviendas a medio construir de la comunidad.

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Uno de los aspectos que llama más poderosamente la atención es, en el plano pictórico, la vivacidad e ingenio de los encuadres. Cada plano, en efecto, parece haber sido compuesto de modo singular, lo que otorga al conjunto una pluralidad de puntos de vistas que no hace más que enriquecer una experiencia visual y narrativa ya de por sí bastante arborescente. Consignemos aquí un uso particular, escogido al azar: uno de los dispositivos de encuadre más utilizados por la realizadora consiste en desplazar ligeramente a los personajes del centro del cuadro, situándolos, por ejemplo, hacia alguno de sus extremos, con lo cual les otorga un estatuto que a ratos puede parecer simplemente ornamental. Esta, me atrevo a conjeturar, es una de las tantas maneras -podría escribir largo y tendido a propósito de su uso de la profundidad de campo- escogidas por la realizadora para acentuar la interacción de los cuerpos que filma con el espacio que los rodea y, en este caso, los determina.         

A través de estos simples gestos de puesta en escena Sotomayor demuestra, como ya lo había hecho en sus dos películas anteriores, que el arte cinematográfico se juega en deslizamientos y sustracciones sutiles, capaces de desviar la mirada y la atención del espectador hacia elementos aparentemente ajenos a la intriga que, por extensión, cuestionen sus presupuestos estéticos más elementales. Discípula en ese sentido de Raúl Ruiz, virulento fustigador de la teoría del conflicto central, Sotomayor sacrifica en concentración y continuidad lo que gana, indisputablemente, en poder evocativo, en ilusión atmosférica y en arrebato sensorial. Y es que Tarde para morir joven, aun a pesar de lo que podría parecer a ratos una excesiva estetización, es, en la observación de sus propias premisas, un film consistente y sistemático. Hecha más de momentos -de imágenes memorables, sugestivas- que de líneas argumentales claramente identificables, Tarde para morir joven es, en fin, una película-mundo, una edificación sin empalmes visibles, pero sostenida en sus cimientos por bloques inmóviles de imaginación, memoria y nostalgia.     

 

Nota comentarista: 8,5 / 10

Título original: Tarde para morir joven. Dirección: Dominga Sotomayor. Casa productora: Cinestación, Circe Films (Holanda), RT Features (Brasil), Ruda Cine (Argentina). Producción ejecutiva: Daniel Pech, Omar Zúñiga Hidalgo, Sophie Mas. Producción: Dominga Sotomayor, Rodrigo Teixeira. Guion: Dominga Sotomayor. Fotografía: Inti Briones. Montaje: Catalina Marín. Dirección de arte: Estefanía Larraín. Sonido: Julia Huberman. Reparto: Demian Hernández, Antar Machado, Magdalena Tótoro, Matías Oviedo, Andrés Aliaga, Antonia Zegers, Alejandro Goic, Eyal Meyer, Mercedes Mujica, Gabriel Cañas, Michael Silva. País: Chile. Año: 2018. Duración: 110 min.