St. Vincent (Theodore Melfi, 2014)

Dicen que el camino al infierno está poblado de buenas intenciones, pero que el cielo sólo se construye de buenas obras. Si aplicamos la sabiduría popular al film St. Vincent (2014), de Theodore Melfi , el resultado es claro: al cielo no llegamos. La película cuenta la historia de Vincent (Bill Murray), un solitario y gruñón anciano, un poco alcohólico y fanático de las apuestas, que por once dólares la hora comienza a cuidar a Oliver (Jaeden Lieberher), su pequeño, pero para nada ingenuo, vecino. Aunque en un comienzo la relación entre ambos es torpe, poco a poco los lazos se irán estrechando, construyendo una suerte de relación abuelo-nieto, donde los dos logran entenderse, quererse y aportar algo nuevo a la vida del otro.

Bajo esta trama es que el film bordea situaciones que podrían ser interesantes, pero sin embargo carecen de mayor desarrollo. Así el tema de la educación se presenta sólo de manera tangencial: Oliver asiste a un colegio católico pero liberal, donde a la variedad de alumnos no se les obliga a profesar el catolicismo, a pesar de que un cura les hace clases. El mundo religioso se ve contrastado con Murray, que le presenta al pequeño lecciones mucho más sucias, con valores incluso cuestionables pero sin embargo necesarios y complementarios a lo que aprende en la escuela y, por supuesto, en casa.

Sin embargo, el hilo conductor (y la reflexión) entre ambos ambientes no es tanto el tipo de educación que cada uno puede entregar, sino el tópico de la santidad y cómo ésta se puede hacer presente en la tierra. Así la película muestra como Vincent lleva a Oliver a un bar; al hipódromo; le presenta una prostituta; lo hace fingir que su ayudante cuando éste se hace pasar por un falso doctor; y todo esto de la manera más natural y orgánica posible. No obstante, y alejadas de lo que se espera para un niño, cada situación parece aportar al crecimiento y lucidez del pequeño para comprender y desenvolverse en el mundo. En este juego se presenta la dicotomía y el punto de vista propuesto por Melfi: aunque pareciera lejos de serlo, Murray es una suerte de santo en vida (o al menos para los ojos de Oliver). De alguna manera es como si el film se encargara de canonizar al personaje de Vincent, aportando diferentes dimensiones y motivaciones en su actuar, que lo llevan a una suerte de redención, no sin antes “pagar por sus pecados”. Y aunque el veterano de guerra pueda parecer cuestionable a momentos, Melfi nos hostiga con suficientes dosis de empatía para que estemos siempre de su parte.

Entonces, con grandes actuaciones que no sólo pertenecen a un excelente Bill Murray, sino también Naomi Watts, en el personaje de una stripper rusa embarazada o incluso el pequeño Oliver que posee una carga justa de emoción en cada una de sus escenas, St. Vincent es una seguidilla de lugares comunes; momentos predecibles y situaciones efectistas,  como por ejemplo Vincent visitando a su esposa con alzheimer. El anciano gruñón al parecer sí tiene corazón, porque cuida a su esposa con dulzura y gasta todo su dinero, independiente de dónde éste provenga, en mantener a su enamorada en un elegante y costoso hogar.

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Melfi aplica muy bien una fórmula que mezcla el drama con la comedia, que nada tiene de original o sorprendente (algo similar, y con mucho mejor resultado fue UP el año 2009). Es cómo si cada giro del guión entrampara (y atentara) contra la calidad del film, y sólo estuvieran en pos de santificar un antihéroe, que finalmente logra llevar a los suyos a un disfuncional, pero feliz equilibrio. Bajo esta óptica no es tanto más lo que se puede decir de St. Vincent. En suma es una película correcta, que intenta notoriamente ganarse el cielo, pero sin embargo, se queda en un par de buenas intenciones (o mejor dicho interpretaciones) que, lamentablemente, no son suficientes para hacer de la pieza algo trascendente.

MARÍA LUISA FURCHE ROSSÉ