Relatos salvajes (Damián Szifrón, 2014)

En actuales cuestiones de humana naturaleza la cotidianidad se vuelve una constante pugna entre la civilización y la barbarie. Pareciera que todos los estamentos de la vida contemporánea, automatizada y restringida, no son más que lazos que buscan atar cualquier expresión de animalidad, de salvajismo. La premisa entonces es simple: ¿Qué ocurre cuando esas cuerdas aflojan su amarre?

Cuando las circunstancias colman la paciencia, cuando las infamias se hacen intolerables, toda noción de norma o ley se ve rápidamente debilitada y emergen de lo más profundo de la existencia, alaridos que claman por un haz de justicia en un océano de inequidades. Estos son los principales cimientos desde los que se levanta Relatos Salvajes, la nueva película del director argentino Damián Szifrón, responsable de trabajos como la serie de televisión Los Simuladores (2002 – 2004) o la comedia Tiempo de Valientes (2005). Esta nueva entrega, donde destacan actuaciones a ratos memorables (especialmente en Ricardo Darín y Oscar Martínez) y una amplia y atractiva demostración de recursos técnicos y visuales, es el resultado de la reunión de un puñado de historias breves e independientes entre sí, pero marcadas por una condición elemental; personajes que son violentados económica, social o culturalmente y que ante tal oprobio responden con una nueva dosis de violencia, ya no simbólica, si no que extremadamente física y brutal.

Desde el azar casi inverosímil hasta la más cuidada planificación, desde una pelea a puños entre un obrero y un ejecutivo en una olvidada carretera hasta una apoteósica y catártica fiesta matrimonial en crisis, los seis relatos que componen esta película apuntan nítidamente a aquellos precisos momentos donde el oprimido logra, aunque sea por un instante, torcerle la mano al opresor y responderle en igualdad de condiciones. Y claro, aquí el enemigo es uno solo, la Institución, así, con mayúscula; el representante por antonomasia de un orden establecido, de una delimitación que constriñe y amolda la vida de los sujetos. Esta Institución, que toma forma en la burocracia administrativa, en la corrupción policial o simplemente en la idea tradicional de familia, recibe un poco de su merecido a manos de unos parias que con poco que perder, deciden que ha sido suficiente. El ajusticiamiento es siempre despiadado, inmediato, carente de lenguaje. Es como si se intentase responder a siglos de coacción, mediante el regreso a un estado bestial, recurriendo incluso a los más básicos fluidos corporales como herramienta de humillación al poderoso. No por nada la secuencia de créditos presenta cada uno de los conocidos actores protagónicos con la imagen ralentizada de un animal salvaje de fondo.

En este punto se vuelve preciso aclarar que todo esto se trabaja principalmente en un tono de comedia oscura. Incluso en los capítulos cuyo contenido es más dramático, una atmósfera de absurda incoherencia inunda la narración. Esto se vuelve interesante cuando atendemos que al parecer, la alteración del régimen establecido es solo posible en un clima de entretenida improbabilidad, más que en un contexto de reales modificaciones al sistema. Aquí emerge tal vez una de las debilidades más notables del film. Más que una ostentosidad a ratos poco justificada o cierta ambigüedad en sus vínculos con el cine de género, Relatos Salvajes no logra superar argumentalmente la anécdota propia del blockbuster. En este sentido, la activa dinámica de las historias, el set de llamativos y beligerantes personajes y los desenlaces rimbombantes y en ocasiones sorpresivos, obedecen más a una lógica del pasatiempo que a una proposición ideológica, haciendo que la película difícilmente se sostenga como un comentario social sobre los vejámenes que sufrimos en nuestro diario vivir. Si bien en ningún caso Szifrón está obligado a responder a un llamado consciente sobre las problemáticas del bajo pueblo, y su propuesta puede perfectamente sostenerse en la superficie del impacto visual, el hecho de que la violencia que se tematiza ataca precisamente a los más desposeídos, levanta la pregunta por las condiciones que generan dicha violencia y cómo se le puede responder.

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Es cierto, el espectador puede sentirse perfectamente identificado con el talentoso ingeniero al que estafan en reiteradas ocasiones por unas dudosas multas de tránsito, o también indignarse hasta el tuétano con los millonarios que quieren utilizar al pobre jardinero para exculpar a su hijo de atropellar y matar a una embarazada. Más allá de la validez de estas relaciones, y conscientes de que la demanda discursiva que hacemos es en el mejor de los casos individual y desechable, no deja de llamar la atención el método en el que se representa a quienes han decidido hacer justicia con sus propios medios. Hemos establecido que se trata de sujetos puestos al límite por una serie de acontecimientos que coartan sus libertades. También señalamos que ante esa opresión la respuesta es violenta e irracional. Lo interesante es que en el retrato que hace Szifrón del vengador anónimo, las consecuencias de sus actos jamás ofrecerán una escapatoria. O la prisión o la muerte son el destino de quienes osan revelarse, jamás un vuelco en sus condiciones de existencia. Está bien, probablemente sería pedirle demasiado a la historia que la rabia que acumulan los atribulados personajes sea utilizada en la articulación de una fuerza política más que en una demostración efímera de fuerza bruta. No obstante, no deja de llamar la atención que cuando el más desvalido de todos, el jardinero manipulado por el patrón, consciente y alerta de la utilización obscena de la que es víctima, no replique de manera reivindicatoria, sino que justamente aproveche pícaramente la situación para obtener un rédito mayor, sin cambiar el fatídico rumbo de los acontecimientos, terminamos de presenciar la figura aquí dispuesta del rebelde, quizás el sujeto más lejano a toda posibilidad de rebelión. Hacia mitad de la película la esposa del ingeniero estafado declara con resignación: “la sociedad no va a cambiar nunca, y tu tampoco.” Si asumimos este horizonte de decepción como la posibilidad última de nuestro sistema, la grandilocuencia visual y la pirotecnia estética seguirán imponiéndose en el panorama cinematográfico frente a los cuestionamientos más profundos sobre nuestro paso por este mundo.

José Parra